Cervantes gay
«En lugar de llevar algo de la historia a nuestro presente, nos quedamos tirados en el sofá de la actualidad para divertirnos con la denigración de nuestros mitos»

Miguel de Cervantes. | Wikipedia
Uno de los temas de conversación que nos ha traído la rentrée ha sido la homosexualidad de Cervantes, gracias a la nueva película de Alejandro Amenábar que aún no he visto, pero que amigos expertos me aseguran que es un desastre, un telefilm para nuestra época. Sea como sea, hay un asunto previo y es el debate sobre si Cervantes fue o no fue gay, si en el fondo se le debería considerar bisexual o gender fluid, siempre a la caza de la represión que vemos en toda nuestra herencia cultural debido a ese desistimiento histórico que se nos viene imponiendo desde las universidades estadounidenses desde hace ya más de treinta años. El afán de revancha que parece haber sustituido al estudio ha convertido nuestra relación con el pasado en un mero baile de disfraces en el que nuestros antepasados interpretan nuestros traumas y nuestros delirios vestidos de época. En lugar de hacer el viaje hermenéutico y tratar de llevar algo de la historia a nuestro presente, nos quedamos cómodamente tirados en el sofá de la actualidad para divertirnos con la espectacular denigración de nuestros mitos.
El debate sobre la posible homosexualidad de Cervantes, deducida a partir de unos testimonios más bien endebles –Juan Blanco de Paz, un desequilibrado al que se premió su traición con una jarra de manteca, alusión a su propia afición a la sodomía, además de un soneto atribuido a Lope que pondría en duda la virilidad del escritor–, ya hace tiempo que ha sido zanjado por expertos cervantistas como Daniel Eisenberg, sobre todo a raíz de la publicación de un libro de Fernando Arrabal, Un esclavo llamado Cervantes (1996), al parecer lleno de grotescas cábalas. Las únicas pruebas que tenemos acerca de la vida amorosa del novelista son concluyentes con respecto a su matrimonio infeliz sin amantes conocidas después de casado, con una hija natural a la que tuvo que reconocer y mantener y rodeado de mujeres de su familia difícil en Valladolid. No hay mucho más porque tampoco puede haberlo.
Cervantes, como Shakespeare –y aquí viene otro problema inabordable por el cine– pertenece a una era prebiográfica, anterior a la constitución del sujeto moderno. Durante el Renacimiento, empiezan a crearse las condiciones para la emergencia de la subjetividad que estallará en el Romanticismo y que determinará la evolución y la constitución de la literatura moderna. En esa época empiezan a pintarse los primeros retratos y el rostro común e indiferenciado de los autores de la Edad Media adquiere poco a poco una incipiente singularidad. Pero ni Cervantes ni Shakespeare hablaron nunca como autores capaces de dar cuenta de sus experiencias o de vincular sus invenciones con su biografía. Su imaginación pertenecía a una era en la que aún no se había impuesto lo que nosotros llamamos «realidad» y que ellos solo podían referir como «naturaleza». El Quijote es, de hecho, la dramatización de ese incipiente conflicto y por ello, como vio Max Weber, el Caballero de la Triste Figura es el último habitante de un mundo encantado.
Cervantes estuvo más cerca de la modernidad que Shakespeare porque ya fue un autor de la imprenta. Shakespeare era aún un profesional de las tablas, como lo habían sido tantos dramaturgos durante siglos. Su relación con el libro impreso fue secundaria y nunca se preocupó por reunir sus obras en un volumen, entre otras cosas porque en su época el prestigio literario se cifraba en la poesía y no en el teatro, un oficio de gente patibularia. Por eso las únicas obras que publicó motu proprio fueron sus dos poemas narrativos, Venus y Adonis y La violación de Lucrecia. Shakespeare escribía para un público que oía. Cervantes, sin perder esa dimensión acústica –las novelas se leían en voz alta para gente iletrada– ya empezó a escribir para el lector solitario e individual que impondría la galaxia Gutenberg. Pero eso no significa que él fuera un autor independiente de su obra, como lo fue el homosexual Marcel Proust de su proyección heterosexual en su novela. Incluso en sus maravillosos prólogos, llenos de habla viva y cálida, Miguel de Cervantes no habla sino como personaje, igual que en todos los retratos apócrifos que de él nos han quedado.
«Cervantes no fue homosexual ni heterosexual, ya que pertenecía a una época en la que el sexo, el amor y el matrimonio tenían significados radicalmente distintos»
Especular, por tanto, con la posibilidad de que Cervantes fuera homosexual es tan absurdo como preguntarse si hoy votaría a Vox. Cervantes no fue homosexual ni heterosexual, ya que pertenecía a una época en la que el sexo, el amor y el matrimonio tenían significados radicalmente distintos a los que se han ido imponiendo en nuestro tiempo Y si hubiera que elegir un tema verdaderamente cervantino, ese sería la amistad entre varones. Cualquier intento de reclutar su ejemplo para las reivindicaciones de nuestros días es un ejercicio deshonesto y estéril, puesto que, en lugar de ayudar a entender la problemática homosexual, simplemente contribuye a su banalización, adueñándose además de una figura que pertenece al acervo común y que por tanto no puede tratarse a la ligera.
A. L. Rowse, uno de los grandes expertos en la Inglaterra isabelina, biógrafo de Shakespeare y homosexual él mismo, se pasó la vida refutando furioso –era muy iracundo– las deducciones que se hacían –y que se siguen haciendo tan alegremente– acerca de la homosexualidad del dramaturgo a partir de la lectura de la primera parte de sus sonetos, la dedicada al fair youth, el bello joven que Rowse identificó sin ambages con su patrón, el tercer conde de Southampton, Henry Wriothesley (pronúnciese «rissly», ay estos ingleses de fonética ruinosa), que, según él, se habría enamorado de su protegido. Shakespeare, siendo mucho mayor que el joven, habría escrito esos sonetos para disuadirlo de su enamoramiento e instarle a que se casara. De todos modos, creo que aquí tampoco hacía ninguna falta recurrir a la suposición biográfica. Los sonetos, tanto en la parte dedicada al bello joven como en la que se habla de la «dama oscura», son, antes que nada, una invención, el producto de una imaginación que operaba aún en el reino del puro artificio. The poet gives to airy nothing / a local habitation and a name. («El poeta da a la aérea nada / un nombre y un lugar para vivir»).
Nosotros, en cambio, tenemos una imaginación cada vez más servil y dependiente de los medios de comunicación, encerrado cada sujeto en los límites de su autobiografía prefabricada, incapaces de sobreponernos a los dictados de la actualidad, huérfanos de pasado y ciegos para todo lo que no haya ocurrido ayer mismo. El wonder boy que encarna a Cervantes en la película de Amenábar –basta ver el tráiler para darse cuenta de ello– es el único espejo en el que sabemos reflejarnos, un ámbito del que emerge un rostro que no procede de la realidad ni de la ficción sin tan solo de la publicidad.