Víctimas, virtud y perversión moral
«Deberíamos exigirle moralmente más a un Estado de derecho que a unos fervorosos yihadistas que quieren acabar con todo lo que hemos logrado construir»

Protestas propalestinas durante La Vuelta.
Permítanme utilizar dos ejemplos recurrentes para ilustrar este texto. Primera situación: piensen en un concierto de una banda animada y animosa. Sitúense en un concierto en la actualidad y, con toda probabilidad, entre bailes y gritos, en cualquier momento algún grupo lanzará proclamas en favor de Palestina o contra el Estado genocida de Israel. No deja de ser paradójico, después de la clausura de la Vuelta ciclista a España, donde nos dejaron claro que no podía haber normalidad posible, eso de estar de juerga con lo que está sucediendo en Gaza. En el fondo, este postureo moral no es más que un nuevo ejemplo de este vicio moderno. Como señaló James Bartholomew, responsable de popularizar el concepto de virtue signalling, quienes ejercen esta señalización de virtud no buscan más que sentirse mejor consigo mismos con el mínimo esfuerzo ético. Es un rasgo de esta modernidad tardía y desnortada. A la mayoría les encanta mostrarse como buenas personas. Es el reflejo de esa sociedad del espectáculo que denunció Guy Debord.
Algún día, por cierto, habrá que analizar cómo Isabel Díaz Ayuso no consigue llegar al 100% del escrutinio en la Comunidad de Madrid. En la mayoría de estos eventos, se estila entre los asistentes la defensa vital de la libertad por encima de todo y de todos. En fin, pura sociología del moderneo. Segunda situación. Hace un año en una txozna antimilitarista, que no pacifista, durante las fiestas de Bilbao se encontraba una estaca que señalaba los lugares del mundo que sufrían las consecuencias de conflictos armados. Era una denuncia que terminaba por ser un fiel reflejo del alma de sus creadores. Porque no estaban todos. Era el mundo antes del 7 de octubre. Las noticias se concentraban en la invasión rusa de Ucrania. Y justamente esta era la única guerra que no existía para quienes se decían antimilitaristas, pero se mostraban fascinados por Vladímir Putin. Bueno, no quiero mentir: sí figuraba el nombre del Donbás.
Tengo la extraña intuición de que quienes boicotearon la Vuelta se mueven en este marco mental. Aunque quieran envolver de grandes palabras su defensa de los palestinos, no les interesan lo más mínimo. Solamente buscan su uso ideológico para sus batallas particulares. También resulta difícil comprender la repentina admiración de la izquierda española por este supuesto compromiso que se muestra en el País Vasco. La última ha sido aplaudir una pancarta en San Mamés. Lo que olvidan es que este mismo entorno no tuvo a bien guardar minutos de silencio para honrar la memoria de otras víctimas más cercanas. Y cuando se intentó, también se boicoteó. Por cierto, aún recuerdo asqueado cómo en un concierto en fiestas de Bilbao en 2008, la cantante pidió un pequeño homenaje a las 154 personas fallecidas en el accidente del vuelo 5022 de Spanair. Entonces se escucharon silbidos y proclamas que recordaban que había que pensar en los muertos que ocasionaban los pérfidos norteamericanos en Irak.
¿Por qué recordar todo esto? Porque no podemos recibir ninguna lección de esta gente. Ni una. Tampoco de quienes están a su lado en este camino y no levantan el dedo para señalarlos. O de quienes utilizan esta tragedia humanitaria como una herramienta de distracción política. No esperen que participemos del blanqueamiento de todos aquellos que quisieron culpar a Zelenski y a los ucranianos de la invasión rusa. Tampoco de quienes celebraron con jolgorio el 7 de octubre y que, en realidad, quieren la desaparición de Israel. Gaza, como tantos otros lugares del mundo, es una derrota de humanidad, responsabilidad compartida tanto de Benjamín Netanyahu y sus consejeros áulicos como de los terroristas de Hamás. Dicho esto: deberíamos exigirle moralmente más a un Estado de derecho que a unos fervorosos yihadistas que quieren acabar con todo lo que hemos logrado construir como sociedades democráticas y liberales.
Lo he repetido aquí en otras ocasiones: las víctimas siempre lo son en singular. Lo son tanto Ariel como Muhammad, ya sea en Níger, Congo o Venezuela. Y sus voces siempre vienen de otra orilla para recordarnos que el otro es alguien que no puede ser manipulado, sobre todo en el dolor y en el sufrimiento. Las víctimas son indisponibles, por mucho que se las quiera utilizar en los conflictos propios. No sirven para señalar nuestra falsa virtud. Esto es peor que abandonarlas porque no deja de ser una peligrosa perversión moral.