The Objective
Antonio Elorza

Toda la verdad sobre lo que es un genocidio 

«Omitir el 7-0 y la voluntad genocida del yihadismo como hace Sánchez es suicida, dados los intereses de España, y signo de una miserable complicidad»

Opinión
Toda la verdad sobre lo que es un genocidio 

Ilustración de Alejandra Svriz.

Es pertinente empezar con un decíamos ayer, que por desgracia mantiene su vigencia hoy. «Existe Auschwitz, por tanto no puede haber Dios». Esta afirmación de Primo Levi pone de manifiesto, mejor que cualquier condena, la significación excepcional de los genocidios que se suceden a lo largo del siglo XX, de los cuales la shoah representa la culminación y el emblema. La historia de la humanidad se encuentra sembrada de matanzas y en muchas de ellas pueden detectarse las raíces de las registradas en el pasado siglo. Incluso en los aspectos que llamaríamos técnicos de estas últimas, caso de la deportación criminal de los armenios en Turquía o de los actos de aniquilamiento serbios en Bosnia (Srebreniça), persisten formas propias del Antiguo Régimen. La diferencia reside en que los genocidios del siglo XX se inscriben en la era de la razón.

Suponen la puesta en práctica de una elección suficientemente madurada por parte del ejecutante, de acuerdo con unos supuestos ideológicos que no son la expresión de atavismos, sino producto de una modernidad, la cual asimismo marca los modos de proceder a la aniquilación. La seudocientífica teoría de las razas constituye el emblema de esa adaptación actualizada de lo irracional. De nuevo la shoah ofrece el ejemplo más claro, pero no cabe olvidar que la decisión de los Jóvenes Turcos en 1915 contra la población armenia responde a una inspiración nacionalista o que los asesinatos masivos ordenados por Stalin y sus secuaces durante el Gran Terror tienen lugar nada menos que en nombre de un proyecto revolucionario de emancipación de la humanidad.

La invención y el reconocimiento del concepto de genocidio son el resultado del esfuerzo de Rafaël Lemkin, universitario judeopolaco que hacia 1921 decidió ocuparse del estudio del derecho al tomar conciencia del sufrimiento y de la destrucción experimentados por el pueblo armenio en Turquía, a lo que seguirá en la siguiente década una reflexión cada vez más concreta –y angustiada– conforme la victoria de Hitler lleva al despeñadero de la Segunda Guerra Mundial.

La innovación de Lemkin consiste en su apreciación de que tales actos de «vandalismo» y de «barbarie», destrucciones de los hombres y también de su cultura, han de ser vistos desde una perspectiva internacional, por afectar a intereses que van más allá de los de un simple Estado. Conciernen a toda la humanidad y en calidad de tales han de ser juzgados.

En su estudio preliminar a la antología francesa de escritos de Lemkin, Jean-Louis Panné reconstruye puntualmente su itinerario intelectual. Así, el memorando enviado a la Asamblea de Derecho Penal reunida en Madrid en octubre de 1933, a la cual el Gobierno polaco le impidió asistir, contiene ya el núcleo de la doctrina propuesta por él en 1946 a la ONU sobre el genocidio: quien por «odio hacia una colectividad racial, confesional o social, o con el propósito de exterminarla» emprenda acciones contra «la vida, la integridad corporal, la libertad, la dignidad o la existencia económica de una persona perteneciente a aquella, se hace acreedor, por acto de barbarie (sic) de una pena…».

«El ‘acto de barbarie’ considerado no es una simple explosión de violencia, sino la aplicación de unas ideas que lo preceden y explican»

Tres elementos cualitativos de la definición del delito de genocidio están ya ahí anticipados con rigor: a) la comisión del acto criminal de masas como base material; b) la causa primera, el odio o la voluntad de exterminio de un grupo humano; c) la caracterización de éste por rasgos étnicos (raciales), religiosos o «sociales». El «acto de barbarie» considerado no es una simple explosión de violencia, sino la aplicación de unas ideas y actitudes que lo preceden y explican. La experiencia nazi no hará sino confirmarle en esta hipótesis. El tratamiento por Hitler de los pueblos conquistados y de los judíos se basa en su concepción expansiva y destructora del interés nacional de Alemania. En 1943 Lemkin escribe Europa ocupada bajo el poder del Eje, donde propone por vez primera el término «genocidio» para expresar los inmensos efectos de devastación provocados por el nazismo. El «crimen sin nombre» de que habló Churchill ya tenía uno.

La trayectoria seguida por su reconocimiento se explica porque en este caso el derecho sigue a la historia, tropezando con el principio de no retroactividad de la norma. De ahí que la calificación de «genocidio» para los crímenes de guerra nazis fuera utilizada en el curso del proceso de Núremberg, pero no figurase en las sentencias. En un memorando dirigido en 1946 a la ONU, Lemkin insistió en la necesidad de adoptar su neologismo: la expresión «crimen de masas» no basta, ya que no incluye un elemento esencial, «el motivo del crimen». (A veces el propio responsable declara de antemano su culpabilidad. Así cuando en la Asamblea bosnia el presidente Izetbegovic anunció la independencia, la respuesta del serbio Karadzic fue inequívoca: «Bien, hacedlo, os exterminaremos»).

La grandeza del esfuerzo realizado por Lemkin reside en que nace de la sensibilidad provocada por un sufrimiento colectivo que concierne a la humanidad y no solo a su grupo étnico o religioso. Lemkin no es armenio, sino judeopolaco y siente en el período de entreguerras la necesidad a encontrar respuesta para un acontecimiento cuya dimensión excepcional, un proceso de exterminio de un pueblo, el armenio en el Imperio otomano, con millón y medio de muertos –o si se quiere, con Mustafá Kemal, de 800.000–, y esa necesidad no es de carácter arqueológico. Respondía en los años 30 a una amenaza demasiado real que se concretará, esta vez de modo preferente, pero en modo alguno único, sobre los judíos europeos, entre los cuales estuvo la propia familia de Lemkin. Y esa respuesta ha de ser de naturaleza jurídica, de modo que los causantes de esa agresión contra la humanidad, puedan ser castigados desde una instancia supranacional.

Los criminales que provocaron y dirigieron matanzas colectivas durante la Primera Guerra Mundial salieron indemnes y eso, piensa Lemkin, no debe repetirse porque supondría un aval para reproducir la barbarie. Como así fue. El ejemplo más claro fue en tiempos recientes la resistencia del Gobierno camboyano al procesamiento de los jemeres rojos, otros causantes de más de un millón de víctimas en un país con ocho millones de habitantes en 1975.

«Habría genocidio en la explotación colonial del Congo por Leopoldo II de Bélgica, no en la conquista española de América»

La precisión de Lemkin permite desglosar los componentes sucesivos en el tiempo del genocidio, como concepto diferenciado del crimen contra la humanidad o el crimen de guerra, que pueden sin embargo formar parte de su ejecución.

El primero es la premeditación, que diferencia al asesinato del homicidio, pero consistente aquí en la existencia de un propósito bien definido, ideológico, de acabar con el colectivo destinado a asumir el papel de víctima. Sería el mejor ejemplo el antisemitismo, integrante esencial de los nacionalismos extremos alemán y ruso en las primeras décadas del siglo XX, aun cuando en el segundo caso no se tradujera en un proceso de aniquilamiento colectivo, como por el nazismo, sino en la sucesión de pogromos que salpican los años finales de la era zarista.

Aplicado a períodos históricos anteriores, y en contra de lo que pensaba Lemkin, habría genocidio en procesos de explotación colonial como el del Congo por Leopoldo II de Bélgica, claramente, aun cuando no en la conquista española de América, tantas veces acusada de ello y rica sin embargo en secuencias genocidas parciales, como todos los colonialismos, pero en modo alguno con carácter general. Ahí están las Leyes de Indias. Y paradójicamente, ahí está Las Casas. A las tribus indias de las praderas les fueron peor las cosas en los democráticos Estados Unidos, aunque el wéstern lo repintara de epopeya nacional, con John Wayne como protagonista.

El segundo es la centralidad del exterminio físico, presente en todos los genocidios del siglo XX, desde el armenio hasta el de los tutsis por los hutus en Ruanda. Es el punto incontestable. Pero a su lado está el tercer componente: la destrucción de un pueblo no solo requiere acabar con sus habitantes, sino con todos sus rasgos propios (su cultura, su religión, su política). Es lo que confiere una dimensión genocida a la empresa criminal de Putin en Ucrania.

«El yihadismo tiene una vocación genocida, de naturaleza esencialmente religiosa»

El cuarto y último componente fundamental es que ese proceso de destrucción no es puntual o limitado temporalmente, sino que prolonga su ejercicio y sus efectos para consumar la eliminación definitiva del colectivo víctima. Obviamente, el curso de los acontecimientos puede truncar ese propósito, tal y como sucedió con la shoah, al ser derrotada la Alemania nazi en la Segunda Guerra Mundial, con los jemeres rojos vencidos por Vietnam en 1978, o con la matanza de los tutsis en Ruanda, al conseguir estos dar la vuelta a la situación por la guerra. También cabe una prolongación soterrada de la victoria del genocidio, como la sufrida por la minoría armenia superviviente en Turquía.

Puesto a sugerir, apuntaría que el yihadismo tiene una vocación genocida, de naturaleza esencialmente religiosa, con pruebas irrefutables, como la experiencia del Estado Islámico, y con una dimensión de género tan acusada como la que día a día, como la del régimen de los talibanes en Afganistán, aunque nuestras feministas «progres» cierren de modo culpable los ojos ante esa tremenda evidencia.

A partir de ahí, resulta inequívoco que el régimen nazi, y no solo contra los judíos; el de los Jóvenes Turcos en 1915 contra los armenios; el de los hutus contra los tutsis en Ruanda; el de los jemeres rojos en Camboya, tan próximo al comunismo francés de la posguerra; el frustrado de Karadzic sobre Bosnia y Kossovo, se ajustan a la perfección a la calificación de genocidios. Otros casos resultan menos sencillos, por lo menos en apariencia, y esto es lo que sucede hoy en el conflicto del Oriente Próximo, tal y como ocurrió durante la Segunda Guerra Mundial con el comportamiento criminal de Japón, a mi juicio encuadrable asimismo en la categoría. Y con el acompañamiento doctrinal del budismo, lo que no facilita su comprensión. A veces, pero no siempre, el genocida exhibe una pancarta de identificación.

Para empezar, conviene tener en cuenta que en la Alemania nazi, a pesar del protagonismo innegable de Hitler, el genocidio implicó de modo inevitable a toda la sociedad alemana, aunque no compartiera el ideario nacionalsocialista. La matanza de Gaza es obra de Netanyahu, con su gobierno y seguidores, y del Ejército. Sobre todo, cuenta con una coartada de singular importancia, y que no es solo la evocación de la shoah: Israel es un país que lucha por su supervivencia frente a unos enemigos que desde 1947 tienen la santa idea de echar a su población al mar, como mínimo. Pero esta circunstancia real es atenuante, pero no eximente. El 7-0 justificaba una respuesta israelí de la máxima dureza, para ser eficaz, pero nunca transformar un difícil ejercicio de guerra urbana, salpicada con actos calificables de crímenes de guerra, en el aniquilamiento de una ciudad realmente existente, y no solo de los criminales de Hamás.

«El 7-0 fue un ensayo general para el exterminio de los habitantes de Israel, un genocidio limitado por su capacidad de destrucción»

El 7-0 tuvo un prólogo en la política precedente de Netanyahu, de opresión a ultranza sobre Cisjordania, un territorio que ocupa ilegalmente y que más ilegalmente aun puebla de colonos. La calificación de genocidio para la acción sobre Gaza, era dudosa durante mucho tiempo, a pesar de que el ministro de Defensa Yoav Galant llamara a los pobladores de la Franja «animales humanos», ya que persistía el Gobierno de Hamás, así como el secuestro de los rehenes del 7-O. En noviembre de 2024, cuando Galant, partidario de tratar desde la victoria ya lograda, es eliminado y sustituido por Israel Katz, desaparece toda duda. Para Netanyahu, no se trata de aplastar a Hamás, sino de aniquilar la vida en Gaza, mediante la guerra y el hambre, hasta su conquista total. Es la actualización de la doctrina bíblica, expuesta en el Libro de Josué, Genocidio de libro. A mi juicio, contraproducente para la supervivencia de Israel.

Solo que el 7-0 tampoco puede ser olvidado, y menos ahora. Más que un relato, vale la pena proponer la visión del documental We will dance, visible casi a escondidas en Movistar, sobre la matanza de los jóvenes participantes en la fiesta musical, en la mañana del 7 de octubre. Permite entender que Hamás no es un instrumento terrorista para la liberación de Palestina, sino una organización que lleva al extremo contra Israel la vocación genocida del yihadismo. El 7-0 fue un ensayo general para el exterminio de los habitantes de Israel, un genocidio acotado por una conciencia evidente de la limitación de la propia capacidad de destrucción.

Omitir este aspecto, como hace nuestro presidente, secundado por la masa de «progresistas», es políticamente suicida, dados los intereses de España, y, en términos morales, signo de una miserable complicidad. Al igual que en el budismo, cabe reconocer que pueden existir dos infiernos, y que es preciso analizar esa dualidad, no desde la unilateralidad o la equidistancia, sino desde la ponderación.

Antonio Elorza es editor de Genocidio, escritos de Raphaël Lemkin, CEPC, Madrid, 2015.

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