THE OBJECTIVE
Historia Canalla

Bartolomé de las Casas y la Leyenda Negra

En ‘Historia Canalla’, Jorge Vilches, repasa la trayectoria de aquellos personajes que tuvieron una vida truculenta

Bartolomé de las Casas y la Leyenda Negra

Ilustración de Alejandra Svriz

Habló de genocidio de los indios y dio pie a la Leyenda Negra contra España. Exageró para tener razón. Inventó las cifras y obvió circunstancias, como las enfermedades. Tuvo toda la confianza de la Corona. Fue escuchado y atendido por Fernando el Católico, Carlos V y el Cardenal Cisneros, y encargado luego del obispado de Chiapas. Fue conocido como el «apóstol de los indios». Siempre vivió de la Corona, incluso con una buena paga en su retiro. Su respuesta fue un libelo titulado Brevísima relación de la destrucción de las Indias, de 1552, lleno de exageraciones para tener razón ante sus iguales y del que nunca se arrepintió.

Adolfo de Castro, uno de los grandes académicos españoles del siglo XIX, subrayó la contraposición de los juicios sobre Bartolomé de las Casas diciendo:

«Por unos se considera como un varón de valor sumo, de ardentísima caridad cristiana, apóstol de los indios, constante defensor de sus vidas contra la fiereza y codicia de los conquistadores; por otros como un personaje de condición aviesa, que con aparente celo del bien calumnió a los españoles que se enseñorean de América, atribuyéndoles horrendos crímenes. Aquéllos lo apellidan héroe de la religión y de la humanidad, y su más elocuente, intrépido e infatigable campeón; éstos un visionario, caprichoso, arrebatado, mal español y pertinaz en sus ideas exageradas».

«En ningún otro imperio hubo preocupación por la situación de los pueblos indígenas»

Bartolomé de las Casas, nacido en Sevilla probablemente en 1484, llegó a La Española, en América, en abril de 1502. En 1513 obtuvo una encomienda en Cuba, que era la forma de conquista y dominio establecida entonces. Allí vio los abusos y decidió volver a España para hablar con las autoridades. Fue recibido por Fernando el Católico en su lecho de muerte, que ya son ganas del rey de servir a su país. Luego se entrevistó con el cardenal Cisneros, quien, tras escuchar, le encargó que lo pusiera por escrito para tener argumentos y reformar la situación. Luego habló con Carlos V en Valladolid, a quien dijo que iría al infierno si seguía así la situación en las Indias. A pesar de eso fue nombrado obispo de Chiapas en 1543.

Es cierto que hubo abusos, pero fueron Isabel la Católica y luego Carlos V, animados por su moral cristiana y la filosofía de Francisco de Vitoria, los que pusieron freno a esos desmanes. En ningún otro imperio hubo preocupación por la situación de los pueblos indígenas, y mucho menos en los países europeos del siglo XVI en adelante. Las Leyes Nuevas de Indias de 1542 son únicas en la protección de los derechos humanos, resultado del debate en España sobre el tipo de imperio, que generó una guerra civil entre españoles en América. Diez años después, en 1552, De las Casas publicó Brevísima relación de la destrucción de las Indias.

En la obra se presentó como testigo directo de los acontecimientos que relató en su obra, pero sin pruebas y sin saber el idioma local ni vivir con los indígenas. Hablaba siempre de «los españoles», en general, sin dar fechas ni nombres, cuando era conocida la identidad de todos los peninsulares que allí vivían. Además, en su obra usó instrumentos retóricos vastos, como por ejemplo, hablar de «ovejas» y «lobos» para diferenciar a los indígenas de los españoles. En su relato todos los conquistadores eran perversos y crueles, y los indios buenos y pacíficos. La condena era general y exagerada. Por ejemplo, escribió: «otra cosa no han hecho (los españoles) de cuarenta años a esta parte hasta hoy, y hoy en este día lo hacen, sino despedazar, matar, angustiar, afligir, atormentar y destruir».

El libro de Bartolomé De las Casas era una colección de exageraciones que tenían el objetivo de influir en la corte, no de plasmar la realidad. Las cifras dadas por el fraile dominico sobre el genocidio quizá valen para un discurso podemita o bolivariano, pero no pasan el tamiz de la historia. Primero habló de 12 millones de indios asesinados, luego elevó la cifra a 15, y terminó hablando de 24. ¿Cómo podía dar esta cifra si aun hoy los historiadores no se ponen de acuerdo en cuántos millones de habitantes tenía la América precolombina? Hoy son todo estimaciones. La horquilla va de los 15 a los 100 millones. Hay para todos los gustos. De todas maneras, si los españoles hubieran llevado al ritmo genocida que decía Bartolomé de las Casas, habrían matado a 375.000 indígenas al año entre 1492 y 1552, cuando publicó su libro. Habló de genocidio, de muerte planificada, no de muerte por enfermedades, como realmente ocurrió. La cifra es imposible.

Tampoco es que Bartolomé de las Casas fuera un defensor de los derechos humanos, así, en general. Las Casas consideraba, como sus contemporáneos, que todo hombre capturado en «justa guerra» se convertía en esclavo. Entonces propuso la sustitución de los indios, que eran hombres libres, por esclavos negros o blancos. En 1518, presentó al Cardenal Cisneros un «Memorial de remedios para las indias» con catorce remedios para los asuntos americanos. En ese texto pide que se quiten los indios a los encomenderos, y que sustituyan cada indio por veinte esclavos negros o blancos, preferentemente de Castilla. Lo único que criticó fue la trata de esclavos, no la esclavitud. Hablaba de esas empresas negreras portuguesas, que eran monopolios, que se dedicaban a secuestrar gente en África, sobre todo en Guinea, y venderla. Esa crítica la hizo ya en la madurez. Viajó a Lisboa, capital de los negreros que capturaban en África, y luego defendió en Aranda de Duero a Pedro Carmona, un esclavo negro. Su arrepentimiento por haber alentado el esclavismo está en su Historia de las Indias, de 1560, hablando literalmente de la «injusticia de los portugueses», que eran quienes tenían el monopolio de la esclavitud. Resultaba al fin, que consideraba a los indios.

La personalidad de Bartolomé De las Casas no correspondía con un espíritu equilibrado. No solo pidió esclavos negros para sustituir a los trabajadores indios, sino que, como escribió Menéndez Pidal, tenía un gran ego, y se «pasó la vida alabando sus propias virtudes, su intelecto y sus grandes hechos». En correspondencia con ese ego, se dedicó a denigrar a los que no pensaban como él. El problema lo señaló el liberal Manuel José Quintana en 1833, al decir que defendió una buena causa «con las artes de la exageración y de la falsedad».

Ni Leyenda Negra, ni Leyenda Áurea, sino historia. De las Casas no fue un gran pensador, sino un vanidoso contradictorio que llenó de falsedades intencionadas un libro sobre una causa justa, los derechos humanos. ‘La Brevísima’, como es sabido, fue tomada por las potencias enemigas de España para crear la Leyenda Negra, una guerra cultural en toda regla que ha generado hispanofobia. Flaco favor del fraile.

Pero el asunto de la Leyenda Negra y de la imagen de España, aquí, dentro, y fuera, en el extranjero, merece que lo tomemos con detenimiento y cuidado. Vamos a ello.

La imagen de España en el mundo es complicada porque no depende de este país, sino de la mentalidad generada durante décadas en el extranjero. España tiene una imagen desde la Paz de Westfalia, en 1648, porque atesoraba ya un largo recorrido frente a la novedad del resto de países. Sin caer en el victimismo nacionalista es preciso reconocer que incluso hoy existe una serie de tópicos negativos sobre nuestro país, ya sea la Inquisición, el Duque de Alba o el «genocidio» en América. Esto está ligado a la idea que se maneja en el norte de Europa de que España no es un país moderno ni educado, sino un miembro del «mundo latino» que vive del resto porque de países europeos porque no da para más.

No obstante, esa imagen negativa que procede de la Leyenda Negra no está sola. Desde el siglo XIX convive con la leyenda romántica. España aparece ante los europeos como un lugar exótico, oriental, un crisol de culturas distinto a otros sitios del Continente. Los viajeros decimonónicos europeos describieron España como una nación pintoresca, llena de fanáticos y personajes ridículos y cainitas. Era aquello que decía Bismarck: «España es el país más fuerte del mundo, lleva siglos intentando destruirse a sí mismo y todavía no lo ha conseguido».

Esos viajeros europeos del siglo XIX, desde Teófilo Gautier a Richard Ford, sobre todo franceses y británicos, escribieron sus peripecias españolas con cierta exageración para vender ejemplares, y crearon así una imagen de país atrasado por su raza e historia, y por eso atractivo como un parque temático. España se presentó como una tierra de peligros y adrenalina que duró mucho tiempo. Es la visión de Hemingway en Fiesta (1926) y Por quién doblan las campanas (1940). En este último libro reapareció la leyenda negra encarnada en Franco y el bando sublevado, frente a la supuesta libertad frustrada de los republicanos y las izquierdas, vistos como unos románticos impenitentes. Hemingway repitió el estereotipo que su país, Estados Unidos, había vendido al mundo con motivo de la guerra del 98 contra España. En la propaganda norteamericana se dijo que España cumplía todavía todos los tópicos de la leyenda negra. La idea era presentar la conquista de Cuba y Filipinas como una liberación y una modernidad, cuando en realidad fue lo contrario. De hecho, los estadounidenses llevaron a cabo un genocidio de filipinos entre 1898 y 1902.

La Guerra Civil española y su resolución dio credibilidad a la leyenda negra porque el triunfo del nacionalcatolicismo parecía encajar con los tópicos. Pareció confirmarlo el que el nuevo régimen hiciera suya la sentencia de Menéndez Pelayo que decía «España martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma, cuna de San Ignacio». Esa simplificación, como si España no cambiara desde el siglo XVI, atada al pasado, a modo de país que se repetía a sí mismo una y otra vez, determinado por una raza y un espíritu forjada por el clima y el paisaje. Todo esto dio fuerza a los tópicos de la leyenda, aumentada por la ignorancia foránea. Lo confesaba el hispanista Henry Kamen: «La leyenda negra es una frase para los que no quieren estudiar la historia de España».

El concepto de ‘Leyenda Negra’ se atribuye a Julián Juderías en su obra de 1914 con dicho título. Fue este autor quien lo popularizó, aunque Emilia Pardo Bazán y Vicente Blasco Ibáñez lo usaron antes. Juderías habló de la «Leyenda Negra antiespañola», en consonancia con el concepto de «hispanofobia» de Rafael Altamira. Lógico, toda campaña de propaganda fundada en falsedades tiene como objetivo laminar la autoridad del enemigo. La idea es que España se ha fraguado sobre la tiranía, la sangre, el racismo y la explotación de otros pueblos, a diferencia del resto de potencias europeas, que iban sembrando civilización y bonhomía. España sería así un país de fanáticos atrasados e incultos que arrasan al diferente. Solo de esta manera se entiende, dice la leyenda negra, el expolio de América, que era un paraíso de paz y prosperidad hasta que llegaron los españoles. O se comprende la expulsión de moriscos y judíos, que eran los sectores más ilustrados, liberales y productivos. Esa leyenda negra justificaría la exclusión de España del grupo de potencias civilizatorias, en especial, Francia, que se apropió el concepto de cuna de civilización contemporánea, y del Reino Unido, el gran imperio del siglo XIX.

Luego están las consecuencias nacionales de la creencia en esa leyenda, que se alargan hasta hoy. La primera es el impulso de la izquierda para derribar la tradición en pos de lo que llama «progreso». La segunda es el afloramiento de los nacionalismos catalán y vasco. ¿Quién quiere pertenecer a un país forjado en la tiranía y la sangre, o compartir lazos identitarios con quien tiene genes defectuosos? La tercera es que quien combate la leyenda con documentos, o se siente cómodo, no digo orgulloso, de ser español, o es identificado como antiguo, carca, conservador o facha. Véase, por ejemplo, la campaña periodística contra Elvira Roca, tildada de «franquista» y «anticonstitucional» por su obra Imperiofobia y leyenda negra (2016), en un ataque que concluyó José Luis Villacañas con su Imperiofilia y el populismo nacional—católico (2019).

El debate es interminable. El primer protagonista fue Bartolomé De las Casas, encomendero antes que fraile, que exageró para tener razón. Su relato fue usado contra España por las potencias rivales, y por los protestantes frente a los católicos, como hizo Guillermo de Orange. Luego, con la independencia de la América española se forjaron allí discursos nacionalistas basados en el victimismo contra la antigua metrópoli. La izquierda española tomó la Leyenda Negra como una prueba de que España estaba mal hecha por someterse al dominio de la derecha. Y a comienzos del siglo XXI triunfaron las teorías poscolonialistas que dan por buena la Leyenda Negra, en Hispanoamérica y aquí, en España. Gran triunfo de Bartolomé de las Casas.

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