The Objective
Miguel Ángel Quintana Paz

Mi evolución política desde que tenía nueve años a hoy (1ª parte)

«Se gestaba ya en los años 80 y 90 la principal traba que nos impide resolver nuestros aprietos: una cierta despreocupación nihilista, a creer en nada con firmeza»

Opinión
Mi evolución política desde que tenía nueve años a hoy (1ª parte)

Pexels.

Hay un viejo adagio filosófico, recogido por autores tan egregios como Francis Bacon o Immanuel Kant, que afirma: De nobis ipsis silemus. «Callamos sobre nosotros mismos». Tal vez marcado por esa tradición, lo cierto es que van ya para diez años los que llevo escribiendo en THE OBJECTIVE, he hablado aquí de todo tipo de cuestiones y personas (papas, reyes, políticos, pensadores, poetas, mindundis, héroes y sinvergüenzas), pero nunca me he detenido en exceso a contar mi propia historia. 

Considerando, pues, que una vez cada diez años no hará daño, y considerando también que quien no explica su relato deja que otros lo expliquen por él (vicio que a menudo he criticado aquí a la derecha política), me permitiré en este artículo narrar un asunto que, en alguna que otra ocasión, ha suscitado el interés de mis amigos, sí, pero sobre todo el de mis enemigos (¡qué sería de nuestra vanidad sin la pormenorizada atención que estos siempre nos otorgan!). Asunto que podríamos resumir en la frase, enarbolada a menudo cual crítica, «Miguel Ángel, ¡tú antes no pensabas sobre la política lo que piensas ahora!». Aserto al cual bien se podría responder, no sin cierto orgullo: «Claro, justo por eso, porque pienso». Pero al que de todas formas vamos a dedicar algunos párrafos más, por si al amable lector le pareciera materia no del todo banal en que ocuparnos.

Cuando le preguntaban a Gustavo Bueno si seguía sosteniendo todos los textos que en su larga trayectoria había publicado, respondía: «Sí, pero con la fecha debajo». Me temo que un servidor no alcanza la confianza en sí mismo que atesoraba don Gustavo: en mi caso, algunas de las ideas políticas que pasaron por mi cabeza en el pasado las juzgo soberanas tonterías tanto si las acompaña la fecha en que las sostuve como si no. (Este es un buen motivo, por cierto, para hacer caso a Bacon y a Kant: callar sobre uno mismo, dado que es la persona de quien mejor conoce uno sus errores).

Con todo y con eso, quizá el autor detecte algunos hilos conductores en mi historia. Sabido es que las células de nuestro organismo se renuevan cada cierto tiempo: las de la piel joven al cabo de pocos días, las de los huesos necesitan diez años. Pero hay un grupo de células que permanece invariable: nuestras neuronas. Y ello se acaba por notar.

Dado que conviene comenzar las historias por el principio, he querido remontarme a mi primer recuerdo relacionado con la política. Es sencillo de ubicar: las calles de mi ciudad, Salamanca, lucían repletas de carteles electorales; todo el mundo hablaba de un cambio de gobierno próximo; en el telediario aparecían señores serios debatiendo cosas poco inteligibles. Corría el año 1982, yo tenía nueve años y se acercaban los comicios del 28 de octubre.

«Mi exaltación por el comunismo se extinguió en minutos. Los que necesitó mi padre para aclararme la trampa tras ese modo de pensar»

Como no conseguía enterarme bien de lo que estaba en juego, decidí coger un día por banda a mi padre y preguntarle, directo: ¿qué era eso de los partidos políticos? He de reconocer que me dio indicaciones bien útiles. Empezó por el Partido Comunista. Lo que querían era que empresas, como la de él, fueran en realidad de todo el mundo

Aquello me sonó a la cantinela sobre que debemos compartir todos los bienes con todos, soniquete que tanto había ya escuchado en misas o catequesis. Así que exhibí enseguida el único momento de entusiasmo que he sentido por el comunismo en toda mi vida: «Ah, ¡eso es lo que debe ser!, ¿no, papá?». Por fortuna para mí (y perjuicio para Santiago Carrillo), mi exaltación se extinguió a los pocos minutos. Los que necesitó mi padre para aclararme la trampa que se celaba tras ese modo de pensar.

A partir de ahí, el resto de los partidos me los fue explicando en función de cuán cercanos o lejanos se ubicaban al estatismo del PCE. Fue entonces cuando empecé a darme cuenta de que yo era de derechas. La noche electoral, de hecho, dormí con cierta congoja: ¡iban a ganar los socialistas! A la mañana siguiente me sorprendió que todo seguía más o menos en pie. Fue una ilusión engañosa, claro. Acababa de implantarse en mi país el terrible PSOE state of mind, cuyos daños aún hoy padecemos.

Ahora bien, la confirmación definitiva de lo poco que me gustaba el socialismo me llegaría un poco más tarde, esta vez en el colegio. Tuve en 5º de primaria (entonces la llamábamos EGB) a un profesor que recuerdo con cariño, pero no tanto como el que él profesaba hacia el Partido Socialista Obrero Español. Recuerdo que se andaba discutiendo por entonces la nueva legislación educativa de tal gobierno. Y quiero rememorar de modo vago, en alguna clase de expresión oral, cómo me enzarzaba con el profe a propósito de los argumentos que un servidor había leído antes en casa, en el Abc de mi padre. (Yo entonces no lo sabía, pero el profesor seguramente me estaba respondiendo con los aducidos en El País). Mas esa no fue la clave de mi evolución política.

«Tengo un sentido interno que, en cuanto que detecta que se está anulando a la persona en nombre del grupo, emite una señal de alarma»

La clave estuvo en que aquel maestro (don Agustín se llamaba), como buen colectivista, tenía por costumbre aplicarnos castigos colectivos, en lugar de individuales. ¿Que un alumno se había sobrepasado durante una lección? Todos nos quedábamos castigados 15 minutos eternos al final de ella, sin poder salir al recreo o volver a casa. ¿Que un compañero se portaba de modo gamberro? Todos éramos, por algún motivo ignoto, corresponsables de su gamberrada. Así que todos padecíamos luego algún tipo de pena, solo por la presunta culpa de que el vándalo hubiese surgido de entre nosotros.

He dicho que le guardo cariño a don Agustín. Y en especial es por esto. No me enseñó, como él hubiese querido, que la sociedad es siempre responsable de lo que hacen sus miembros más transgresores. Esa asignatura la tengo aún suspensa. Pero sí me enseñó a aborrecer las ideas colectivistas que subyacen a ese modo de pensar. Qué le voy a hacer. Tengo un sentido interno que, en cuanto que detecta que se está anulando a la persona en nombre del grupo, emite una atronadora señal de alarma. Quienes me rodean no la escuchan: solo detectan mi cara ora preocupada, ora irónica. Pero dentro de mi alma resuena un propósito: «No, tú no vas a dejarme a mí sin recreo solo porque un bárbaro le haya tirado una bola de papel ardiendo a la profesora de Inglés».

El amable lector habrá captado ya que tuve una infancia —al menos desde los nueve años— un tanto politizada. Leía el periódico, discutía de política, me exasperaba el socialismo: más o menos lo mismo que sigo haciendo 43 años después. Creo que así se entenderá mejor la decepción que me supusieron las elecciones generales de 1986, 1989 o 1993, así como el referéndum de la OTAN, el primer año citado. El PSOE parecía invencible. Hoy, a mucha gente le solivianta que, pese a todas sus fechorías, Pedro Sánchez no pierda el Gobierno. Yo, esas cosas, las aprendí en el colegio ya.

Esta desesperación ante el inusitado poder del torcido socialismo me embargó casi toda mi adolescencia y juventud; de tal modo que, en cierto modo, fui pasando de ser un niño politizado a convertirme en un mozo un tanto apolítico. Hay que reconocer que la época ayudaba: estábamos a finales de los años 80 y en los años 90, tiempos del esplendor posmoderno, en que Fukuyama nos decía que se había acabado la historia (de las ideas políticas). Era la época en que parecía bastar con estudiar, cobrar tu primer sueldo, ir ahorrando y pensar en tu apacible vida futura. Todo ello en medio de mucha, quizá demasiada, diversión.

«Algunos llaman a aquel tiempo el de la España feliz; yo prefiero llamarlo la España tontaina»

Gianni Vattimo hablaba por entonces del «pensamiento débil» y yo me fui a Turín a aprender con él.

Hoy cuesta entender esta mentalidad, porque en 2025 tenemos un país que se parece muy poco al que se adentraba en el nuevo siglo XXI. Algunos llaman a aquel tiempo el de la España feliz; yo prefiero llamarlo la España tontaina. Pues, en realidad, todos los problemas que tenemos ahora ya se estaban por entonces larvando. En especial, se gestaba ya la principal traba que nos impide resolver el resto de nuestros aprietos: una cierta despreocupación nihilista, una cierta prohibición a creer en nada con firmeza. El panorama adecuado para que los que sí tienen claro qué ansían hacer con la sociedad, los que sí quieren imponernos un molde, fueran implantando su programa. Y a fe que lo hicieron.

Pero tuvo algo de bonito mientras duró, qué duda cabe. ¿Cómo no íbamos a confiarnos? Cierto es que esa tonta apacibilidad sufrió un duro golpe el 11 de septiembre de 2001. Parecía que en el mundo sí había gente, allá en desiertos lejanos, que se tomaba la política en serio; parecía que no todos estaban de acuerdo con la calma chicha que se había decretado en Occidente. Mas muchos no supimos verlo. Al fin y al cabo, el garrotazo se lo habían asestado a los estadounidenses, siempre tan brutotes, siempre sin asumir del todo ese tranquilo desapego, ese distanciamiento sofisticado que cultivábamos los europeos. Se podía fingir que no había pasado nada. Aunque los más agudos filósofos avisaron ya de algo: la posmodernidad estaba llegando a su fin.

Otros tuvimos que esperar aún algún tiempo para notarlo. Mientras que lo hacíamos, un servidor se graduó, se doctoró incluso. La política había vuelto a formar parte de mis preocupaciones, pero de un modo blando, débil, tal y como se mostraba la época. Ahí está la segunda parte de mi tesis doctoral (del año 2002) para atestiguarlo. Si alguien deseoso de purgar alguna culpa (individual o colectiva) acepta el sacrificio de leerla, verá que se exponen ideas políticas, pero en tono pequeño, suave, tan blando por fuera que se diría todo de algodón. La tesis, claro, refleja la mentalidad de Vattimo y los posmodernos. Viene a decir que, en una democracia, nada importa ya demasiado. Que solo nos queda pagar impuestos, ir reduciendo la violencia a nuestro derredor y prosperar.

Pero todo eso estaba a punto de sufrir un vuelco. No solo para mí, sino para España. Ocurrió un 11 de marzo de 2004. Y esa es una historia que merece la pena contar, más detallada, en la segunda parte de este escrito.

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