'From Russia with love'
«Vuelvo a Pasternak –porque de los rusos siempre se aprende– para definir los males que nos aquejan aquí y ahora: del ruido a la charlatanería más sectaria»

Piotr Ilich Chaikovski retratado en 1906 por Nikolai Kuznetsov. | Wikimedia Commons
La música rusa que se escuchaba en casa –mi madre, principalmente; a mi padre le gustaban el barroco y los músicos alemanes– consistía, sobre todo, en Tchaikovsky. El lago de los cisnes, el Concierto para piano y el Concierto para violín eran sus favoritos y se oían a menudo. Y luego estaba la Obertura 1812 por la que mi hermano y yo sentíamos predilección como banda sonora de nuestros juegos bélicos. Batallas, campamentos de cosacos, escaramuzas, cargas de caballería y retiradas napoleónicas, iban acompañados en una sincronía impecable por la música de Tchaikovsky y nos lo pasábamos bomba. (Nos gustaba tanto esa Obertura como no soportábamos Cuadros para una exposición de Mussorgsky).
No recuerdo que a ningún otro juego nuestro le pusiéramos música y sí recuerdo ahora, no sé por qué, el sonido de las campanillas de un trineo, que quizá confunda con alguna escena de Doctor Zhivago, la película de David Lean. Pero antes de Doctor Zhivago y en paralelo a la música de la Obertura 1812, estuvo la novela Miguel Strogoff, de Julio Verne y al principio de las aventuras del correo del Zar las juergas de la corte en Moscú. Como estarían, ya en la madurez, las cartas de Juan Valera al duque de Osuna, el estrambótico y un punto hortera aristócrata que en su dandismo esnob eligió Moscú para vivir –influido quizá por las primeras páginas de la novela de Verne– y envolverse en pieles de oso blanco mientras despilfarraba su fortuna en toda clase de caprichos.
Los caprichos rusos nunca sabes como pueden acabar y entre las campanillas del trineo, recuerdo también una escena que contaba Jiménez Lozano sobre un cadete zarista que al pasar junto a una joven apoyada en una balaustrada le dio, como quien no quiere la cosa, un azote. Al erguirse, se supone que enfurecida, aquella joven resultó que era la futura emperatriz Catalina. Y cuando el cadete, pálido, se veía talando abetos en los bosques de Siberia, ella sonriendo lo ascendió directamente a coronel. No recuerdo si era Potemkin o era Orlov –ambos fueron con el tiempo sus amantes– pero sí que era uno de ellos. Algo así recoge Jiménez Lozano en sus Diarios últimos.
Siempre nos quedamos cortos frente a la vastedad de Rusia, una vastedad donde la geografía es metáfora del espíritu ruso. Al menos en la literatura. De los rusos siempre se aprenden inmensidades. Y si Chejov puede pasar por miniaturista, ahí está Tolstói para equilibrar y ganan los dos. Por no hablar de Dostoievski y Turguenev. Todos somos pequeños frente a esa inmensidad que va apoderándose de nosotros con la edad y que sólo Marcel Proust la iguala o supera, sin apenas más paisajes que los interiores e inoculándose en escritores rusos como Ivan Bunin o Nabokov.
«¿Qué hacer mientras los drones vuelan donde no deberían y en Ucrania continua el padecimiento civil?»
¿Qué hacer con todo eso? ¿Qué hacer con la gran Ajmátova, su amiga Tsvetaieva, o el mejor Brodsky? ¿Qué hacer con Pasternak? ¿Qué hacer mientras Rusia se convierte en una amenaza para Occidente? Una amenaza como la de los tártaros de Miguel Strogoff, capitaneados por el malvado Ogareff, o la de Napoleón y Hitler en el pasado. ¿Y cuando Ucrania cancela a sus mejores autores por escribir en ruso? ¿Bulgákov, Babel, Gogol, la citada Ajmátova? ¿Y Vassili Grossman, o la nobel Svetlana Alekséyevich, dos ucranianos que han escrito como nadie distintas decadencias soviéticas? ¿Qué hacer mientras los drones vuelan donde no deberían y en Ucrania continua el padecimiento civil?
Aprender, es lo que deberíamos hacer nosotros, supongo. Como la Obertura 1812 nos hizo aprender detalles del final de la campaña de Napoleón en Rusia, sin haber leído aún Guerra y Paz. Como el Zhivago de David Lean nos explicó la dramática deriva de la vida privada en toda revolución. Y reforzarnos. Vuelvo a Pasternak –porque de los rusos, repito, siempre se aprende– para definir los males que nos aquejan aquí y ahora: del ruido a la charlatanería más sectaria, y tomar vitaminas para este otoño que se presume tan caliente. Dijo Pasternak, cuando todos, hiciera lo que hiciera, gritaban en favor de Stalin (con quien él tampoco se entendía mal): «Si es absolutamente necesario gritar en los artículos de los periódicos, podrían buscar al menos varias voces diferentes. De este modo sería más fácil entender las cosas porque cuando gritan todos a una, no se entiende nada. Tal vez sea posible incluso dejar de gritar: eso sería sensacional».
Sensacional. O como diría Pla: formidable.