La ley del silencio
«Callar a un juez no se traduce en silenciar a un individuo concreto, sino en resquebrajar la última defensa de los ciudadanos frente a la arbitrariedad»

El magistrado Luis Sanz.
Un juez no hace política por cumplir con su obligación constitucional. El artículo 117 de la Constitución es claro: los jueces son independientes, inamovibles y están sometidos únicamente al imperio de la ley. Esa independencia no es un privilegio personal, sino una garantía de los ciudadanos frente al poder. Y de esa obligación se deriva un deber ético ineludible: defender públicamente la separación de poderes cuando está en riesgo.
Eso hizo Luis Sanz, magistrado del orden civil en la Audiencia Provincial de Madrid. No instruye causas penales, no investiga a familiares del presidente, no dicta resoluciones que afecten al Gobierno. Fue invitado a participar en una mesa redonda durante la puesta de largo de la asociación Atenea, presidida por Iván Espinosa de los Monteros, en la que también intervinimos Manu Llamas y yo. Allí habló de lo mismo que ha explicado en otras tantas conferencias, ponencias, entrevistas y artículos: que ciertas reformas legislativas erosionan la autonomía judicial y concentran poder en el Ejecutivo. Que debilitar la función de control de los jueces sobre la legalidad significa, en la práctica, vaciar el Estado de derecho.
Ese recordatorio elemental, habitual en cualquier manual de Derecho Constitucional, bastó para que se activara la maquinaria del escarmiento. Ministros, políticos, activistas y hasta la televisión pública se lanzaron contra él con la misma consigna: «un juez en activo está haciendo política». La falsedad es evidente. Un juez hace política cuando dicta resoluciones motivadas por ideología o interés partidista, no cuando cumple con su deber de advertir sobre el deterioro institucional. Pero en la España de hoy eso da igual, porque los periodistas que han sustituido la fiscalización del poder por el culto al líder no dudan en repetir sin rubor el argumentario oficial y sumarse al linchamiento. Se convierten en la prolongación mediática de las terminales políticas: amplifican la consigna, fabrican sospechas y apuntalan la mentira hasta convertirla en dogma.
El linchamiento contra Luis no busca refutar sus argumentos, porque son irreprochables desde el punto de vista jurídico. Busca descontextualizarlos, ridiculizarlos y presentarlos como sospechosos por el simple hecho de haber sido expuestos en un foro no bendecido por el Gobierno. Se trata de fabricar un caso ejemplarizante para que ningún otro magistrado u operador jurídico se atreva a abrir la boca mientras culminan el proceso de colonización de la justicia.
Porque ahí radica el quid de la cuestión: el Gobierno ha señalado a la justicia como el principal obstáculo para su supervivencia. Para neutralizarla, necesita que la opinión pública asuma que los jueces «hacen política» y que, por tanto, sus resoluciones son parciales o espurias. Así, cada investigación que afecte al entorno presidencial podrá presentarse como un abuso, como una persecución ideológica y no como lo que realmente es: el ejercicio ordinario de la función jurisdiccional.
La campaña contra Luis traspasa los límites del linchamiento personal: busca consolidar la ley del silencio. No está en el BOE, pero se impone con más fuerza que cualquier ley escrita. Funciona mediante el miedo: el miedo a ser señalado, a ser ridiculizado en la plaza pública, a ver destrozada tu reputación por cumplir con tu deber. Esa atmósfera asfixiante conduce a la autocensura: los jueces callan, los profesores callan, los profesionales callan. Y el debate público queda reducido a un monólogo en el que solo se escuchan las voces que convienen al poder. Nada fortalece más a los totalitarios en su conquista de la hegemonía cultural que la normalización de la autocensura.
Por eso es importante recordar tantas veces como sea necesario que la independencia judicial no es un asunto corporativo. No es un privilegio gremial de jueces que reclaman prerrogativas. Es el fundamento de toda democracia. Allí donde los jueces dejan de ser libres, los ciudadanos dejan de estar protegidos frente al abuso. Defender esa independencia es un deber del que ningún magistrado puede abdicar sin traicionar su función. Aunque no deje de ser cierto que siempre hay una minoría que sacrifica su independencia por ascender en el escalafón.
Con el linchamiento de Luis persiguen desprestigiar a la justicia misma: porque callar a un juez no se traduce en silenciar a un individuo concreto, sino en resquebrajar la última defensa de los ciudadanos frente a la arbitrariedad. El escarmiento público no busca silenciar un discurso, sino enterrar la idea misma de que se puede disentir.
Por eso la batalla es de todos. Porque hoy es Luis, mañana será cualquiera que ose recordar que el poder tiene límites. Y si aceptamos la autocensura como norma, si tragamos la mentira de que defender la Constitución es «hacer política», si caemos en la trampa de la falsa equidistancia, habremos renunciado al último resquicio de libertad.