The Objective
Félix de Azúa

A la vista de todos

«Notre Dame ha muerto, carece de alma, no tiene espíritu alguno que la arrope. En este monumento a la religión fotográfica, no queda ni rastro de nada espiritual»

Opinión
A la vista de todos

Notre Dame de París. | EP

El mundo entero, pero muy particularmente la sociedad occidental, vio sobrecogida cómo ardía uno de los símbolos supremos de su civilización. Era el 15 de abril de 2019 y el ojo universal de la televisión transmitió en directo el templo máximo del cristianismo, Notre Dame de París, envuelto en llamas. Fue algo así como el espanto de las Torres Gemelas de Nueva York, pero en versión religiosa y sin terroristas islámicos. No era un atentado del mayor enemigo de Occidente, sino un designio incomprensible, como todos los suyos, de la Providencia, la cual había utilizado a modo de instrumento el soplete de un obrero poco cuidadoso.

Luego vino la reconstrucción y, mientras tanto, fui escribiendo un librito sobre el estilo gótico y sus avatares que salió colgado de las páginas de THE OBJECTIVE, pero me faltaba una conclusión. Llevado por mi curiosidad profesional, la semana pasada me fui a París para constatar cómo había quedado el templo una vez extinguido el incendio, reconstruido y limpiado; restituidos algunos de sus más conspicuos elementos, como la flecha de Violet-Le-Duc, y si el público había respondido.

Había respondido: primera impresión, las masas se precipitan a la entrada (como yo) en montones confusos y a lo largo de una sinuosa cola más larga que la de un aeropuerto o una estación de tren gobernadas por algún incompetente; kilómetros para quienes llevan su pase previamente obtenido. Cuando llegué al portal había, en el lado opuesto de la puerta, otra cola gigantesca para aquellos sin pase y un cartel que decía: «Dos horas de espera». De modo que, consejo práctico, pida usted el pase, o levántese temprano. O, incluso mejor aún, acompáñese de un amigo tullido en silla de ruedas y podrá entrar sin problemas.

El interior es peor. Las masas nos repartimos como podemos por las naves laterales, ya que la central está ocupada por centenares de sillas bien alineadas y sujetas, destinadas al público creyente y de misa. Por los laterales íbamos todos procurando no pisar al de atrás, pero sintiendo su aliento en el cogote. Avanzábamos muy lentamente hacia el transepto, que permanece cerrado mientras queda algún piadoso encogido en su silla y rogando a Dios para que le apruebe las oposiciones.

Así que en el transepto se produce una escena asombrosa: antaño, las gentes unían sus manos y las elevaban en plegaria hacia las alturas. Ahora es lo mismo, pero las manos no están unidas, sino que sostienen una maquinita, con o sin palo, alzada hacia las bóvedas o dirigida al rosetón, con el propósito de disparar una fotografía. El efecto, sin embargo, es el mismo: una masa enorme de creyentes que, apretados en un considerable rebaño, alzan sus manos en rogativa a la divinidad para que les salga una foto chula.

«La limpieza ha logrado que todo sea del mismo color piedra, las naves, las cubiertas, las nervaduras, las capillas laterales…»

Si usted consigue abstraerse de las multitudes religiosas de la maquinita (por cierto, muchos de ellos orientales sometidos a otras religiones y que adoran divinidades diferentes, lo que confirma que la nueva religión tiene por dios a una máquina universal), si consigue abstraerse, digo, podrá contemplar la catedral, una vez limpiada y rehecha.

El efecto es brutal. Notre Dame ha muerto, carece de alma, no tiene espíritu alguno que la arrope. Lo tendrá dentro de 500 años, quizás, pero ahora, en este monumento a la religión fotográfica, no queda rastro de nada espiritual. La limpieza ha logrado que todo sea del mismo color piedra, las naves, las cubiertas, las nervaduras, los laterales, la cabecera, los absidiolos, las capillas laterales, o sea, todo. De modo que se han perdido las distancias, cegado los huecos y borrado las perspectivas. Está el conjunto de volúmenes y vacíos más aplastado que un acordeón cerrado. Todo es blanquecino, menos el coro, que no fue tocado por las llamas y conserva sus preciosas figuras policromadas.

Las vidrieras, que son lo más propio del gótico, no ayudan. Casi todas son las de Violet-Le-Duc una vez restauradas por segunda vez y repuestas. Es decir, abstractas y alabastrinas. Dan una luz fúnebre. Sin embargo, Macron decidió, en su día, que los artistas actuales (fuera lo que fuera eso) dejaran la huella del siglo XXI, así que hay algunas ventanas con borrosas formas coloreadas, como si fueran abstractos de hace cien años en un museo provincial, con un cromatismo necio y doloroso.

Confieso que salí del templo deprimido y pesimista como si hubiera visto una película española de la Guerra Civil. Me dije que era imprescindible recuperar la inspirada vida de los templos vivientes, así que cogí el metro y me planté en la basílica de Saint Denis, en el barrio periférico del mismo nombre donde casi no habita el hombre blanco. Y allí sí. En el lugar exacto donde había nacido el gótico hace mil años gracias al genio inventivo del abad Suger, el espíritu estaba intacto y te mecía sobre sus cálidas manos en cuando entrabas. El templo sigue vivo, pero no porque haya menos turistas o maquinitas, sino porque no ha perdido el alma.

«Lo que la gente suele llamar ‘belleza’ no es sino un efecto de la Verdad, concepto éste, muy maltratado en los tiempos actuales»

Este es un misterio supremo que aún no ha resuelto la filosofía desde hace más de dos mil años, porque ya le preocupaba a Platón. Lo que la gente suele llamar «belleza» no es sino un efecto o consecuencia de la Verdad, concepto este muy maltratado en los tiempos actuales precisamente por ser algo imprescindible para los espíritus libres. La Verdad es un resplandor indemostrable, pero que te ilumina en cuanto lo ves. Por tratarse de una iluminación no es justificable, solo se puede experimentar y aceptar en la intimidad. Y por supuesto no hay que imponérselo a nadie. Una Verdad impuesta es, de inmediato, un dogma político, una opresión religiosa, o, en el mejor de los casos, una hipótesis científica a la espera de su falsación. Por eso Wittgenstein decía que en las obras de arte de todo tipo lo único que se puede hacer es exclamar: ahí, ahí, o bien, ahora, ahora, y señalar con el dedo.

La Verdad le llega a uno en cualquier momento, paseando por el bosque cuando se nos presenta un árbol en toda su majestad, por la calle al cruzarnos con un rostro que hemos soñado desde niños, en el mar cuando resplandece antes de la tempestad, a los taurinos se les aparece cuando el humano baila con la bestia una danza de la muerte, en fin, en todas partes, a todas horas, a cualquiera le puede suceder y le sucede. Otra cosa es que se dé por enterado. A Proust, enterarse le costó escribir seis mil páginas. La Verdad es democrática y liberal, por eso tiene tan mala prensa en nuestras actuales dictaduras de Estado. Sin embargo, no hay que hacer el menor caso de la administración de la falsedad y seguir mirando, oyendo y palpando como si no existiera.

Aparte de lo cual hay que reconocer que los croissants de París son mucho mejores que los nuestros y vale la pena acercarse a aquella ciudad insufrible, convertida en un infierno por el tráfico creado gracias a los años de alcaldía social-ecologista, aunque sólo sea para desayunar en alguna cafetería tranquila y pacífica mirando cómo se balancean los grandes castaños de indias.

Por cierto, que a mí me cayó en la cabeza una de esas castañas pilongas cuando reposaba en el jardín del estudio de Delacroix, lugar admirable. Un golpe así hace daño, pero es una metáfora y hay que entenderla y acogerla. La castaña es lisa, redonda, fina como el cordobán, y en nada parecida al aburrido huevo de gallina con el que se la compara. Ahora mismo la tengo encima de la mesa y brilla con mucho contento.

Así que, es verdad, sí, aún nos queda París.

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