The Objective
Miguel Ángel Quintana Paz

Mi evolución política desde que tenía nueve años a hoy (segunda parte)

«Basta echar una ojeada a los sucesos de los primeros años 2000 para ver que la polarización llegó hace mucho, antes que Trump»

Opinión
Mi evolución política desde que tenía nueve años a hoy (segunda parte)

Emir Bozkurt (Pexels)

En nuestro artículo de hace 15 días, primera parte de este, contamos que, por vanidoso que parezca, siempre es mejor explicarse uno que ser explicado por los demás. Esclarecimos, además, que la referencia a los 9 años en el título de este relato no se queda en mera ocurrencia; que, en efecto, a partir de tal edad un servidor se fue convenciendo de unas pocas cosas con respecto al poder —es decir, con respecto a la política—. Por ejemplo, que cuando una autoridad (como un profesor de primaria) pone al colectivo por encima de las personas, esa autoridad se vuelve fea y peligrosa.

Como expliqué en la primera parte de este texto, llegué a esas convicciones gracias, sobre todo, a dos sucesos. En primer lugar, toda la educación progre que recibí. En segundo, los largos trece años de mandato del Partido Socialista Obrero Español (1982-1996); años que, agravados por el paso más lento del tiempo cuando uno es joven, se me hicieron bien luengos. (No en vano duraron el doble que el actual gobierno). Narré allí también, pues, que al final un servidor vino a hacerse bastante apolítico. Aseveraba Arthur Rimbaud, allá por 1873, que hacía falta ser absolutamente modernos; y el modo de ser moderno a finales del siglo XX consistió en ser absolutamente posmodernos: tomárselo todo como un juego, con mucha ironía, sin creencias firmes en ningún programa concreto. Así de posmoderno fui yo. Hasta que llegó el 11 de marzo de 2004.

Ese día saltaron por los aires muchas cosas en España. Las más inmediatas: cuatro trenes y diez mochilas. A continuación, 192 muertos y cerca de 2.000 heridos. Y, un poco más tarde, estallaron asimismo los consensos en que había vivido la España feliz (y un tanto tontorrona) de los años 90 y primeros 2000.

La izquierda que toma el poder tres días después de los atentados terroristas no emerge de la nada. La preparan las movilizaciones tras el hundimiento del Prestige en noviembre de 2002; las movilizaciones contra la guerra de Irak desde marzo de 2003; el pacto del Tinell en diciembre de 2003. En esos movimientos surge algo que hoy es habitual, pero entonces nos sorprendió a muchos. La izquierda no protestaba contra el gobierno de centroderecha por incompetente, o por clasista, o por equivocado. La izquierda, capitaneada por el PSOE, protestaba contra el gobierno —y contra cualquier sospechoso de apoyarlo— por ser esencialmente malvado. 

Por ello toda persona a la derecha del PSOE era culpable, en última instancia, de la sangre derramada el 11 de marzo, castigo merecido por habernos inmiscuido en asuntos musulmanes. A una derecha a la que no le importaba emponzoñar de petróleo la costa gallega, tras el hundimiento del Prestige; a una derecha a la que no le importaba ponerse a matar iraquíes (a pesar de que ni un solo soldado español participó en esta segunda guerra contra Sadam Hussein, a diferencia de la primera, en 1991, cuando gobernaba el PSOE); a una derecha así era normal culparla de los asesinados en Atocha. No era un enemigo externo (e islamista) el que nos había violentado; era la malvada derecha, la de Franco y si me apuras Hitler y Mussolini, la que de nuevo andaba haciendo de las suyas por aquí.

La etapa de los consensos había terminado; ya no había discrepancias dentro de un marco común, sino una lucha del Bien (izquierdista) contra el Mal (todo lo demás). Y el gobierno de Rodríguez Zapatero, durante los siete años siguientes, trabajaría siempre desde ese marco mental. Un marco según el cual los partidos nacionalistas, en tanto que adversarios de la derecha, eran también parte del bando bondadoso. Hoy se habla mucho de Pedro Sánchez, y su gobierno Frankenstein, y sus abrazos con Bildu, y sus pactos con ERC, y el modo en que va dejando que poco a poco se disuelva así España; pero todo eso ya estaba ahí, en el poder que toma de nuevo el PSOE tras los cadáveres del 11-M.

Algún lector, sobre todo si es joven, se sorprenderá. Estoy que estoy describiendo, ¿no es lo que hoy se llama polarización? Y ¿no es la polarización un fenómeno de los ultimísimos años? ¿No han traído acaso la polarización Donald Trump, y Vox, y la nueva derecha, y TikTok, e incluso (en la escasa medida de mis escasas capacidades) pensadores como un servidor?

He aquí uno de los grandes fraudes de nuestro tiempo. Se llama «polarización» al hecho de que por fin alguien reaccione frente a la izquierda sectaria. La izquierda que reactivó sus semillas del mal con José Luis Rodríguez Zapatero en España; la izquierda que en todo occidente se volvió igual de intransigente con el wokismo de los años 2010. Si por «polarizar» entendemos que por fin haya un polo positivo que conteste al polo negativo de la animosidad izquierdista, entonces sí, la polarización es reciente; ¡pero de eso va la política, amigos, de ser capaces de enfrentarse a quienes nos llevan, unilaterales, a un redil que no queremos! Ahora bien, si por «polarización» entendemos la presencia en el lenguaje político de la dureza contra el adversario, de la ruptura de los consensos, de la deslegitimación del rival, basta echar una ojeada a esos sucesos que ya hemos mentado de los primeros años 2000 (el pacto del Tinell, el Prestige, la guerra de Irak, la reacción al 11-M) para darnos cuenta de que esa polarización llegó hace mucho tiempo, y no de la mano de Trump.

Me he apartado un tanto del relato de mis propias vicisitudes personales porque, en esto, me temo que un servidor sí ha hecho caso a Rimbaud: mi historia se puede contar como la de alguien moderno, en el sentido de contemporáneo; se puede contar como una respuesta a las cosas que han ido sucediéndose, y que me han ido sacando de la placidez posmoderna de hace veinte años a ese sentimiento de irnos radicalizando cada día un poquito más que a muchos nos embarga hoy.

De hecho, la vida quiso que, una vez acabada mi posmoderna tesis doctoral en otoño de 2002, yo llegara a Madrid a la par que llegaba el chapapote a las costas gallegas. Si la izquierda empezó a (utilicemos el verbo) polarizarse a partir de ese momento, en la capital de España dispuse de un palco privilegiado para contemplarlo; sabido es que esta ciudad vive la escena política con especial intensidad. Aún recuerdo una atribulada mudanza que hube de hacer el mismo día que se celebraba una manifestación «por la paz en Irak»: quienes acudían en masa a la pacifista manifestación, belicosos, me arrastraban con ellos mientras yo, pánfilo, osaba ir en dirección contraria, con mis libros y mi ropa, hasta la furgoneta que me había prestado un amigo. Por fortuna, pensé, estas gentes agitadas ignoran que no es solo mi mudanza la que va en dirección contraria a la suya.

Porque ahí había empezado yo a repolitizarme. Al principio, de manera privada. Me enojaba, me exasperaban las trampas de un PSOE que se presentaba como bondadosote a la vez que nos excluía a media España de su proyecto; y, dado que aún no existían las redes sociales, todo se quedaba entre las cuatro paredes de mi casa o entre los cuatro amigos con que podía confiarme.

Al poco tiempo, empezaron a surgir movimientos que trataban de recoger ese nuevo pasmo ante esa izquierda de Zapatero. La asociación Ciutadans de Catalunya (que luego desembocaría en el partido Ciudadanos, en 2006); la Plataforma PRO (que luego desembocaría en el partido Unión Progreso y Democracia, en 2007). Decidí que, si me ponía a hacer cosas, quizá tendría menos tiempo para enrabietarme por las cosas. Acerté. Me acerqué a todas esas plataformas, participé de ellas, conocí a muchísima gente interesante, descubrí lo que era la política práctica, excelente complemento de lo que había leído antes en Aristóteles o Hegel. Fueron años buenos para mi aprendizaje, aunque todo se fuera corrompiendo en derredor.

Ahora bien, creo que hacia 2015 empezó a resultar claro que nada de eso funcionaba en demasía. El anhelo por volver a los consensos de 1978 (que tanto Ciudadanos como UPyD promovían) era una voz que clamaba en el desierto ante una izquierda española que se había aposentado ya en el oasis del resentimiento. En el resto del mundo, las cosas no llevaban mejor camino: el wokismo se había infiltrado, desde el Partido Demócrata estadounidense, a toda la izquierda mundial. Por otra parte, el separatismo en España estaba a punto de alcanzar su culmen: el golpe catalán de otoño de 2017.

Así que era preciso obedecer a Rimbaud de nuevo: era preciso volverse radicalmente moderno otra vez.

En los tiempos despolitizados de los años 90 y primeros 2000, de Fukuyama, de los posmodernos, de optar solo entre un poquito más de socialdemocracia o un poquito más de liberalismo económico, un político como Donald Trump hubiera resultado incongruente; de hecho, el propio Donald Trump se dedicaba aquella época a hacer rascacielos, cameos en películas o programas de televisión; cosas bien posmodernas todas ellas.

En los tiempos (posteriores) de intentar (entre 2004 y 2015) reconstruir los consensos que la izquierda había abandonado, de Albert Rivera, de Rosa Díez, de Arcadi Espada, de Fernando Savater, un político como Donald Trump hubiera resultado también incongruente: muchos son, de hecho, los que siguen encallados en aquel sueño que duró una larga noche de verano, el sueño de que algún día la izquierda volvería a ser institucional, solo si agitamos mucho en el aire algún ejemplar de la Constitución. Lo que eran Ciudadanos o UPyD hace diez años lo sigue siendo el PP hoy.

Ahora bien, en los últimos diez años la realidad se va imponiendo: la izquierda, revestida de su nuevo ropaje woke, no va a cejar en sus propósitos. Uno puede seguir añorando la izquierda antañona, o uno puede ponerse a combatir la izquierda actual. Eso es lo que muchos llaman polarización. Yo lo llamaría dejar de intentar jugar al parchís cuando tu contrincante lleva veinte años ya jugando al rugby contra ti.

Ese es el sentido de Trump, pero también de la nueva derecha patriótica, soberanista, que ha surgido por todo Occidente en la última década. Y cuyos resultados electorales, de momento, parecen exitosos —el último gran triunfo, hace cuatro días, ha acaecido en la República Checa—. Dada la feliz casualidad de que también hace diez años comencé a escribir aquí en THE OBJECTIVE, no será preciso repetir todo lo que aquí hemos venido diciendo, todo lo que aquí nos ha ido radicalizando, todo lo que aquí nos ha hecho entender este tiempo nuevo. (Si alguien, en vez de en su pantalla, quiere leer estos textos míos de la última década, puede hacerlo en mi último libro, Cosas que he aprendido de gente interesante, obtenible aquí).

Solo me gustaría, para terminar, citar dos enseñanzas últimas de esta evolución política que aquí he esbozado. Y que creo que me distinguen de muchas otras personas que, con mayor o menor fortuna, también se afanan por combatir a nuestra izquierda.

La primera es que, gracias a los recovecos que tiene mi camino, conozco bien el modo de pensar de mis rivales woke: he convivido con ellos, he compartido tareas y lecturas con ellos, durante algún tiempo incluso acaricié ideas que a ellos les son caras. Por contraposición, me doy cuenta de que muchos que tratan de enfrentarse a esta izquierda desconocen lo que sí daña sus ideas, lo que sí rompe sus marcos, lo que sí podría vencerla. Por decirlo de algún modo, algunos golpean a la izquierda con el tipo de argumentos que serían eficaces… para golpear a la derecha. Mi pasado entre izquierdistas me libra de tales frivolidades. Yo sí sé lo que les hace daño; es más, conozco el milímetro exacto, del tendón preciso, junto al músculo justo en el que, si se les aplica un pinchazo, chillará de dolor su cuerpo (doctrinal, claro, que no soy ningún sádico). Es un aprendizaje precioso que debo a mi pasado. Y por el que estoy moderadamente orgulloso.

El segundo y último punto que quiero destacar es que muchas personas embisten contra la izquierda desde principios morales, o racionales, o “de sentido común”, que les asombra que la izquierda no comparta: ¿cómo no pueden ver valores tan evidentes? Hay aún algún catedrático de Filosofía del Derecho por ahí sorprendido de que la gente no haya captado la solidez de la Ley Natural. Mas, como habrá comprobado usted, mi siempre amable lector, a lo largo de estos dos artículos con que un servidor le ha castigado, uno camina algo lejos de semejantes andurriales. No creo que en política haya principios evidentes que alcanzar a ver si uno se concentra mucho en su ombligo y trata de meditar con todas sus fuerzas sobre el Bien y el Mal. Por el contrario, creo con Aristóteles, Hegel y también (por qué no) los posmodernos, que la política es un saber práctico, histórico; un saber del que aprendemos pensando sobre nuestro tiempo y actuando en nuestra sociedad, no meditando sobre la Esencia de la Bondad.

Espero, en estos dos artículos míos, haber colaborado al menos un tanto en esa reflexión sobre nuestro presente. Volvamos a Arthur Rimbaud: al pensar la política hay que ser absolutamente modernos, aunque sea para justo después denostar tal modernidad. Que es, por cierto, lo que algunos especialistas consideran que el bueno de Arthur quiso en realidad decir. Y ello explicaría por qué abandonó temprano la poesía y consagró sus últimos años a traficar con armas. Lo cual es siempre una opción.

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