El peor amigo de España
«La publicación de ‘El enemigo de mi enemigo’ me ha recordado la frase del conde de Aranda: ‘Inglaterra es el peor enemigo de España y Francia es su peor amigo’»

Detalle de 'El conde de Floridablanca y Goya' (1783), óleo sobre lienzo de Francisco de Goya y Lucientes. | Wikimedia Commons
Por haber estudiado y escrito sobre la ayuda de España a la independencia de los EEUU, me interesa la próxima publicación de la obra del diplomático e historiador Gonzalo Manuel Quintero Saravia, cuyo sugestivo título El enemigo de mi enemigo (Alianza Editorial) me recuerda la famosa frase del conde de Aranda, embajador de España en París durante ese periodo histórico: «Inglaterra es el peor enemigo de España y Francia es su peor amigo».
Cuando el rey Carlos III nombró a don Pedro Pablo Abarca y Bolea, conde de Aranda, embajador de España en París, –lo que muchos consideraban «un destierro dorado»–, no podía haber previsto que la rebelión de las colonias inglesas en la América septentrional –y la subsiguiente guerra con Inglaterra–, iban a convertir a la capital francesa en el puchero donde iban a bullir todas las fuerzas políticas del mundo conocido. Y que en ese humeante caldero el aristócrata aragonés iba a introducir su enérgica cuchara, de acuerdo con su carácter dinámico y ambicioso.
Según el prestigioso historiador estadounidense Larie Ferreiro, la Declaración de Independencia, –que celebra su 250 aniversario en 2026–, iba dirigida más que al Gobierno de Inglaterra a las potencias europeas rivales, Francia y España, como requisito imprescindible para que las colonias rebeldes pudieran solicitar el apoyo de esos Estados soberanos. Por ello, inmediatamente después de esa proclamación, el Congreso mandó a Europa una delegación integrada por Benjamín Franklin, Arthur Lee y Silas Dean, que llegó a finales de 1776 a París, donde fueron recibidos por el ministro francés de Asuntos Exteriores, el conde de Vergennes, el cual les puso en contacto con el embajador de España ante la corte de Luis XVI.
El conde de Aranda –que no solo era tres veces grande de España sino que acumulaba otros títulos menores hasta rellenar un folio en letra menuda–, comprendió que se trataba de una ocasión quizás única para intentar doblegar a Inglaterra; por lo que, haciendo prevalecer los intereses de España sobre sus propias convicciones monárquicas, había recomendado a la corte ayudar abiertamente a aquellos súbditos que se habían rebelado contra su soberano legítimo «cuando todavía no huviesen salido de sus aprietos (sic)» .
Al recibir esa propuesta, Carlos III convocó un consejo donde la mayor parte de sus ministros manifestaron que, antes de enfrascarse en una guerra con Inglaterra, España tenía que valorar los perjuicios que pudiera infligir la flota inglesa atacando las posesiones españolas en ambos hemisferios. El secretario de Marina, marqués González de Castejón, indicó: «Estoy convencido de que debemos ser los últimos de la Europa en reconocer potencia alguna en América, independiente y soberana y esto a más no poder».
El antecedente de la Guerra de los Siete Años
Para poder entender mejor la política exterior de los dos países borbónicos unidos por los pactos de familia resulta imprescindible mencionar como inmediato antecedente la Guerra de los Siete Años, que en los libros de historia anglosajones se conoce como «The French and Indian War», porque había sido Francia la que había declarado la guerra con Inglaterra para frenar la hegemonía de aquel país en Europa y su influencia creciente en Norteamérica, conflicto en el que España se vería involucrada en virtud de la alianza defensiva y ofensiva conocida como el Tercer Pacto de Familia, firmado en 1761.
En la Paz de París de 1763, ambas monarquías borbónicas tuvieron que hacer grandes concesiones económicas y territoriales al país vencedor. Francia tuvo que entregar sus más importantes territorios en América, incluyendo Canadá, y parte de la margen izquierda del Misisipí, además de sus posesiones en África y Asia –con lo que el primer imperio colonial francés quedó prácticamente desmantelado–. En cambio, España –que tuvo que ceder a Inglaterra la Florida, el fuerte de San Agustín y la bahía de Pensácola a cambio de recuperar las plazas ocupadas por los ingleses en Cuba y Filipinas–, mantuvo el resto de sus dominios en la América Septentrional, al que pudo añadir el territorio de la Luisiana, cedido por Francia como compensación por los gastos de guerra.
Por ese motivo, al adoptar una política clara de ayuda a las colonias rebeldes Francia tan solo pretendía sacarse la espina de una derrota humillante y en definitiva declarando la guerra a Inglaterra no tenía nada que perder, mientras que España ponía en peligro sus extensos dominios en América Septentrional y Meridional.
Una decisión salomónica
Ante esta difícil disyuntiva, el Gobierno de Carlos III optó por una decisión salomónica: para no defraudar completamente las expectativas de los diplomáticos de los Estados rebeldes, ayudarían en secreto al ejército de Washington, mandando armas, municiones y pertrechos, así como ayuda financiera. Entre otras limitaciones, esa estrategia ambivalente tendría como consecuencia que, aunque fueron importantes las cifras de ayuda secreta al ejército rebelde, –realizadas a través del puerto de Nueva Orleáns y de La Habana–, los beneficiarios de la ayuda a veces no siempre se enteraron de que procedía de España.
Otra consecuencia de esa política ambigua fue la falta de un tratamiento adecuado a los representantes diplomáticos del Congreso. Con el propósito de establecer una relación directa con la corte, en 1777, Benjamín Franklin envió a Arthur Lee desde París a Madrid. Pero, temiendo la reacción del Gobierno británico, el secretario de Estado Floridablanca mandó detener al diplomático estadounidense nada más cruzar la frontera. Y aunque gracias a la mediación del comerciante bilbaíno Diego María Gardoqui, Arthur Lee se entrevistase en Vitoria con el secretario de Estado saliente, el marqués de Grimaldi, el diplomático estadounidense se quedó ofendido por haber sido tratado inicialmente como un maleante.
El secretario de Estado Floridablanca también mantuvo una actitud reservada cuando el Congreso mandó como representante a España a John Jay, que no fue recibido ni una sola vez por el rey Carlos III en los dos años que estuvo en Madrid. Por eso, cuando John Jay asumió importantes funciones en la delegación estadounidense que negociaba el tratado de paz de 1783, Jay concertó –a espaldas de los dos países aliados de Estados Unidos, Francia y España– un tratado preliminar de paz con Gran Bretaña.
Nombramiento de John Jay como secretario de Estado
Quienes hayan tenido ocasión de consultar a la obra de Miguel Gómez del Campillo: Relaciones diplomáticas entre España y los Estados Unidos, según los documentos del Archivo histórico Nacional (CSIC, 1944) habrán podido apreciar la preocupación del ministro de Estado, Conde de Floridablanca cuando, tras haber salido de España descontento por el trato que había recibido de la Corte, John Jay sería nombrado secretario de Estado de la nueva nación, según le prevenía Diego María Gardoqui: «Creo de mi obligación decir a V.E. que si se verifica que el señor John Jay se queda con el ministerio de aquellos Estados… procurará hacernos todo el daño posible». Y sin embargo el propio Gardoqui ya indicaba en esta carta que : «A pesar de su talento y entereza, tiene cierto flanco débil por donde atacado con maña por el resorte que le mueve, se puede conseguir mucho».
De hecho, cuando en 1784 Diego María Gardoqui fue nombrado embajador ante el Congreso de los Estados Unidos, John Jay no dejó de apreciar los agasajos y atenciones que el embajador español pudo granjearle, utilizando para ello los fondos reservados que había facilitado para tal efecto el Conde de Floridablanca.
La misión de Diego María Gardoqui
Sin embargo, la misión de Gardoqui –(que principalmente consistía en asegurar la navegación exclusiva del Misisipi para España y la cesión del territorio ganado por Bernardo de Gálvez en el Noroeste del país y que Gran Bretaña había cedido generosamente a los Estados Unidos cuando ese territorio ya no les pertenecía)–, nunca consiguió sus objetivos. En algún momento –con ayuda de John Jay–, el embajador español llegó a conseguir que una mayoría simple de siete votos de los congresistas americanos apoyasen el otorgar a España el derecho de navegación exclusiva en el río Misisipi, porque los Estados del norte estaban dispuestos a ceder ese derecho a España a cambio de beneficios comerciales.
Pero para Virginia, Pensilvania, Carolina del Norte y del Sur y para Georgia el acceso al gran río era un asunto vital, por lo que sus representantes en el congreso alegaron que eran nueve los votos necesarios para una mayoría cualificada y amenazaron separarse de la confederación si llegaba a firmarse tal acuerdo.
Entre las cartas de Gardoqui a Floridablanca que se conservan en el Archivo Histórico Nacional –que Miguel Gómez del Capillo comenta de forma magistral en su obra–, resulta muy expresiva la descripción de la controversia que suscita el tema de la navegación, hasta el punto de que algunos congresistas con distintas opiniones habían estado a punto de batirse en duelo, y que John Jay había llegado a declarar: «Ojalá que nunca hubiera existido el Misisipi!».
Gómez del Campillo también cita una carta que habría conseguido Gardoqui «a la vuelta de una travesura», donde George Washington –que todavía no había sido elegido presidente– demuestra una actitud ambigua sobre ese tema, al estar convencido que el acceso al Misisipi acabaría cayendo como fruto maduro en manos de los ciudadanos americanos: «Cuando aquel país llegue a poblarse y extenderse al oeste lo que en realidad necesita, no habrá poder que se lo puede impedir (la navegación) con que ¿para que hemos de agriar con anticipación un asunto que es desagradable a otros?»
La actitud del Gobierno francés
Al hablar de actitudes ambiguas es oportuno mencionar lo que los despachos de Gardoqui revelan sobre la actitud del Gobierno francés –egoísta y desleal– al respecto. A través de un confidente, Gardoqui se enteró de que –en sus esfuerzos por conseguir una mayoría del congreso–, «se enfrentaba con un enemigo oculto y poderosísimo», que no era otro que el Marqués de La Fayette que aseguraba haber acordado con el secretario de Estado Conde de Floridablanca la cesión de la navegación en el Misisipi a los nuevos estados.
Esa actitud de hostilidad hacia España quedaba patente en las cartas que La Fayette intercambiaba con miembros del congreso, como Madison, donde indicaba: «Conserven abierto ese paso (el de la navegación). Hemos servido juntos en esa y alguna vez podremos volver a dar un golpe brillante». En otras palabras, La Fayette estaba ofreciendo al nuevo Estado la ayuda de Francia en una posible invasión de los dominios españoles.
Lo cierto es que la actitud del Gobierno de Francia –que a través de los pactos de familia había involucrado a España en una guerra que en definitiva no le interesaba ni (según declaraciones del propio Carlos III) para la que estaba preparado–, no fue todo lo decidida y generosa que hubiera podido esperarse. Francia no llegó a exigir a Inglaterra la pretensión española de recuperar Gibraltar –que había constituido para España la condición sine qua non de entrar en la guerra; quizás por pensar que, si se apartaba el escollo de Gibraltar, España e Inglaterra podrían entenderse demasiado bien, lo que no le interesaba–. Y, como hemos visto antes, tampoco había respaldado la pretensión de navegación exclusiva por el Misisipi, en este caso porque esa exclusividad le brindaría a España el control no sólo sobre el Golfo de México sino el Canal de las Bahamas, en donde Francia sí tenía intereses.
Por eso resulta muy expresiva la frase del Conde de Aranda declarando que, en esos momentos, mientras Inglaterra era el peor enemigo de España, Francia era su peor amigo.