The Objective
Cristina Casabón

La guerra a los autónomos 

«Cada subida de cuota se convierte en una sanción moral contra quienes aún creen que el esfuerzo merece recompensa»

Opinión
La guerra a los autónomos 

Ilustración de Alejandra Svriz.

Durante años, España creyó que el progreso consistía en modernizarse. Pero lo que hemos llamado modernización ha sido, con frecuencia, una forma elegante de desposesión. Progresismo, digitalización, transición ecológica: palabras nobles que esconden empobrecimiento. Y los sacrificados tienen nombre y apellidos: los autónomos, los trabajadores por cuenta propia, los jóvenes que encadenan empleos sin contrato. 

En un país donde el mérito se ha vuelto sospechoso, trabajar por cuenta propia es casi un acto de resistencia. Cada subida de cuota se convierte en una sanción moral contra quienes aún creen que el esfuerzo merece recompensa.

El Gobierno propone que, en nombre de la justicia contributiva, los autónomos paguen entre 217 y 796 euros más al año. La medida se justifica como paso hacia una mayor equidad, pero en realidad tenemos un sistema cada vez más clientelar. Para empezar, habría que revisar cuáles son las prioridades del Gobierno en el gasto público. Porque hay mucha gente que estaría dispuesta a pagar impuestos razonables si ese dinero revierte en las clases medias, pero no es el caso.

«España, país de funcionarios y subvenciones, ha dejado de entender al que madruga sin nómina. Y, sin embargo, son ellos quienes mantienen encendida la economía real»

Como ha demostrado Pablo Cambronero, los impuestos que pagas no volverán a ti, porque el Gobierno tiene una agenda en la que España y los españoles no son prioritarios, salvo que pertenezcan a su entorno o sean sus socios. Han creado un sistema más parecido al clientelismo que al estado de bienestar.

El nuevo precariado (las otroras clases medias) en todas sus variantes –el autónomo exhausto, el repartidor digital, el profesor interino, la enfermera desplazada– vive en una paradoja cruel: el trabajo, que debía ser la base de la dignidad, se ha convertido en una incertidumbre. El mérito ya no se premia, se grava. El riesgo no se reconoce, se penaliza.

España, país de funcionarios y subvenciones, ha dejado de entender al que madruga sin nómina. Y, sin embargo, son ellos quienes mantienen encendida la economía real, quienes pagan impuestos y a veces ni cobran las facturas, quienes sostienen el tejido que los discursos progresistas celebran pero no protegen. Su tragedia es que el Estado los necesita, pero no los respeta.

El nuevo populismo –tanto de izquierdas como de derechas– se alimenta de ese cansancio. Promete devolver la voz a los olvidados, pero solo les devuelve el ruido. En realidad, casi nadie habla por el precariado: demasiado diverso para ser clase, demasiado orgulloso para ser clientela de un gobierno. Esa es su nobleza y su condena.

La socialdemocracia se ha revelado burocracia; la solidaridad, un impuesto; la independencia, un lujo. Si España no es capaz de reconciliarse con la libertad económica, el resultado será un país imposible de funcionarios y pensionistas.

El autónomo es hoy el último ciudadano: trabaja, arriesga, paga y aún confía. Pero su paciencia no es infinita. Si seguimos tratando el trabajo como una carga y la dependencia como un éxito, no tardaremos en descubrir que una nación no se construye con subsidios, sino con esfuerzo.

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