El cuento del «lado correcto de la historia»
«No se trata de un concepto académico forjado en el rigor del estudio y la investigación, sino de otro dron para la guerra ideológica»

Ilustración de Alejandra Svriz.
«El lado correcto de la historia» es el nuevo meridiano de Greenwich con el que la izquierda española trata de dividir el mundo entre gente comprometida y canallas sin alma. No se trata de un concepto académico forjado en el rigor del estudio y la investigación, sino de otro dron para la guerra ideológica con el que sus autores, que se consideran a sí mismos como los únicos depositarios de toda la decencia universal, marcan y despojan a sus rivales políticos de cualquier rasgo de nobleza y humanidad.
Recientemente, caminando por las ruinas del Foro Romano, me preguntaba en qué lado de la historia habría que colocar las conquistas de Alejandro Magno en Asia o la expansión también violenta de la antigua Roma por todo el Mediterráneo si tuviéramos que atenernos a las nuevas categorías de la corrección histórica.
Porque si bien es cierto, como decían los Monty Python, que los romanos nos trajeron el derecho romano, el latín, los acueductos, las calzadas, las termas o el alcantarillado, nadie les pidió que conquistaran Hispania, Egipto, Cartago, la Galia o la legendaria Jerusalén.
Ahí sigue, por ejemplo, el Arco de Tito, incorrupto como un santo cristiano, en medio de un paisaje ruinoso de templos y palacios desmembrados, celebrando casi 2000 años después la victoria de Roma sobre Judea en el año 70 d.c., en la que los romanos saquearon Jerusalén, destruyeron el Segundo Templo (ahora Muro de las Lamentaciones) y provocaron una nueva diáspora judía por el mundo.
A su manera, los romanos (si se me permite el anacronismo) fueron de los primeros antisionistas de la historia. No solo demolieron Jerusalén, sino que le cambiaron el nombre y expulsaron a sus habitantes, poniendo en práctica la consigna moderna «desde el río hasta el mar», con el que ahora los palestinos de Hamás y algunos partidos de izquierda occidentales quieren aniquilar el Estado de Israel.
«Francis Drake, Jon Hawkins y Thomas Cavendish, que habrían sido ahorcados por piratas por el Imperio español, fueron ennoblecidos por Inglaterra»
Así de rica, compleja y contradictoria es la historia. De nada sirven los esquemas sencillos y las divisiones binarias entre buenos y malos, salvo que se busque su falsificación. Las principales capitales del mundo están llenan de placas de mármol, de monumentos conmemorativos y de grandes estatuas de hombres elevados a la categoría de mártires o héroes nacionales y que, sin embargo, muchas veces del otro lado de la frontera, en los países vecinos que sufrieron sus fechorías, son tenidos por vulgares ladrones o criminales.
Francis Drake, Jon Hawkins y Thomas Cavendish, que habrían sido ahorcados por piratas en cualquier puerto del Imperio español, fueron ennoblecidos por la reina Isabel I de Inglaterra que les concedió el tratamiento de «sir», mientras que Napoleón Bonaparte, icono de las ideas ilustradas y de la ‘grandeur’ francesa, solo en España provocó la muerte de un mínimo de 250.000 personas, entre civiles y militares, durante el tiempo de la invasión francesa entre los años 1808-1814.
También nuestro Cristóbal Colón lleva años acumulando agresiones y detractores entre la izquierda y el indigenismo, que cómo no, lo tildan de genocida. Lo sorprendente es que sus más acérrimos enemigos son los mismos que exaltan con arrobo las virtudes de algunos pueblos precolombinos, famosos como en el caso de los mexicas por ofrecer a sus dioses el sacrificio de miles de seres humanos e incluir en su dieta gastronómica el asado de pierna de indio.
Es lo mismo que ocurre con la siempre febril historia de la II República española. Los que con más furia denuncian el golpe del general Franco en 1936, justifican el golpe revolucionario fallido de los partidos de la izquierda, entre ellos el PSOE y su líder Francisco Largo Caballero, contra el gobierno de la derecha en 1934.
«Todo depende el del color del cristal con que se mira y, sobre todo, del bloque ideológico en el que se milita»
De ahí el escepticismo con el que se debe juzgar las grandes palabras sobre la historia. En gran medida, todo depende el del color del cristal con que se mira y, sobre todo, del bloque ideológico en el que se milita. A la extrema izquierda, tan ágil para distinguir genocidios en el ojo ajeno, les molesta que se les recuerde que algunos de los peores criminales del siglo XX, comparables o superiores a Hitler, eran y siguen siendo de los suyos. Lenin, Stalin, Mao Tse-Tung o Pol Pot, el siniestro jefe de los jemeres rojos camboyanos, dejaron cerca de 100 millones de muertos, según el cálculo del autor del Libro Negro del Comunismo.
Lo peor es que esa querencia por los regímenes totalitarios la continúan manteniendo ahora. Como si no se hubiera caído el Muro de Berlín y desintegrado la Unión Soviética, la extrema izquierda e incluso una parte de la autollamada socialdemocracia, siguen siendo prorrusos, prochinos, procubanos y defensores a ultranza de la represión y de los pucherazos electorales de Daniel Ortega o Nicolás Maduro.
Sus reacciones nerviosas y ofensivas, incluso los silencios incómodos (como el de Pedro Sánchez y su Gobierno), a la concesión del premio Nobel de la Paz a la líder opositora venezolana María Corina Machado han dejado al descubierto todo ese trampantojo.
Si miramos a España, ¿dónde habría que buscar el lado correcto de la historia en las últimas décadas? Fundamentalmente en la lucha contra la banda terrorista ETA y el golpismo supremacista e independentista catalán. Paradójicamente, ambos, terroristas y golpistas, así como una nutrida cohorte de simpatizantes de sus causas, estaban muy bien representados en la flotilla que intentó llegar a Gaza.
Por eso hay que desconfiar cuando el tribunal de la historia (al modo de los tribunales populares) está formado únicamente por activistas, milicianos y profesionales de la política. Su retórica del «lado correcto de la historia» es sobre todo una estrategia electoral, una pose sin contenido moral, puro integrismo para imponer un pensamiento único al resto, en línea con las leyes de memoria histórica, la pretendida superioridad moral y los otros mitos y quimeras de la izquierda.