El silencio de Europa
«Nuestro destino es una Europa silenciosa. O, peor aún, menospreciada por sus vecinos. Ganar el futuro exige recuperar la libertad de la imaginación y del riesgo»

Ilustración de Alejandra Svriz
A mediados de la década de los ochenta, el presidente francés François Mitterrand impulsó un plan europeo para la ciencia denominado Programa Eureka. Pretendía ser la respuesta comunitaria a la Iniciativa de Defensa Estratégica (SDI) de los Estados Unidos, más conocida popularmente como Guerra de las Galaxias. Mitterrand no quería una Francia sometida a la tecnología americana y sabía que sólo si se sumaba un número suficiente de países –y un presupuesto generoso–, Europa podría situarse de nuevo en la vanguardia científica. Eran los años en que Airbus, una historia de éxito, buscaba desafiar a Boeing y en que los cohetes Ariane competían de tú a tú con las lanzaderas americanas. En Francia se respiraba la grandeur del viejo imperio y la República Federal Alemana aún no se planteaba los costes de la unión con la República Democrática.
La URSS seguía dando miedo, pero sus problemas económicos no eran ya un secreto para nadie. Mitterrand llamaba a liderar el sector de las nuevas tecnologías en campos como la microelectrónica, la inteligencia artificial, la informática y la óptica electrónica. Cuatro décadas después no se puede decir que la iniciativa fuese exactamente un éxito. La UE es mucho menos competitiva hoy que ayer. Y Francia sufre en especial la pérdida de su grandeur.
Durante años se ha dicho que tal o cual país es el enfermo de Europa. Ahora mismo parece que todo el continente, con muy pocas excepciones, ha enfermado. Grandes apuestas monetarias como el euro han sido mucho más difíciles de gestionar de lo que el optimismo de finales del siglo pasado hubiera admitido. La esclerosis burocrática, juntamente con el invierno demográfico y el estancamiento de la productividad, no han resultado amables con el proyecto comunitario. El salto científico y tecnológico que había empezado a acelerarse con las puntocom nos cogió con el pie cambiado. Los análisis eran otros y los énfasis distintos.
La diplomacia no supo leer ni la llegada de China, ni el impacto global de las nuevas tecnologías de la información, ni nuestra pérdida de peso militar, ni los efectos perniciosos de las corrientes migratorias descontroladas, ni el deterioro del soft power que atesoraba la experiencia democrática europea tras la II Guerra Mundial. El mundo que surgió con el nuevo siglo ya no miraba hacia los modelos de bienestar propiciados por la socialdemocracia y la democracia cristiana. Con Dan Wang hay que pensar que los ingenieros han tomado el mando político en detrimento de la mentalidad burocrática de los juristas. Difícilmente se puede competir en el concurso de mañana con las herramientas de ayer.
«Allí donde la UE fracasó, China ha logrado levantar un ecosistema científico y tecnológico de primer orden»
Visto en retrospectiva, el fracaso del Programa Eureka fue el fracaso de Francia, de Alemania, de España y de Italia. Supuso también decir adiós a un sueño: el de un continente soberano en su imaginación técnica, capaz de inventar y recrear su propio porvenir junto a los demás pero no sometido los demás. No deja de ser paradójico que, allí donde la UE fracasó, China haya logrado –en apenas tres décadas– levantar un ecosistema científico y tecnológico de primer orden. Las culpas sólo pueden ser compartidas (la estupidez burocrática de Bruselas, el cortoplacismo de los gobiernos, el buenismo ideológico y las prioridades equivocadas), pero mirar hacia el pasado no sirve de nada si no se extraen las lecciones necesarias. El último ejemplo lo encontramos en la Francia actual, incapaz de asumir cualquier coste que reduzca los privilegios de los viejos estamentos.
Nuestro destino es, pues, una Europa silenciosa. O, peor aún, menospreciada por sus vecinos. Un nuevo Programa Eureka –o un Plan Draghi o como lo queramos llamar– no bastará si no surge de una ambición de grandeza que no se limite a administrar la decadencia. Ganar el futuro exige recuperar la libertad de la imaginación y del riesgo. Sólo entonces dejaremos de hablar en pasado.