La sombra de Paiporta persigue a Sánchez
«Moncloa prefiere fabricar una nueva polémica: impedir que Carlos Mazón, presidente de la Generalitat, acuda al funeral»

Ilustración de Alejandra Svriz.
Pedro corre bien. Muy bien. Con la elegancia de quien no pisa el barro; de quien guarda los zapatos, impolutos, a salvo de la realidad y de la verdad. Huyó de Paiporta cuando la dana convirtió las calles en escombros y las promesas en lodo. Y desde entonces, no ha vuelto a mirar atrás.
Corre ahora, a un año del desastre, refugiado entre coronas de flores, discursos laicos y víctimas escogidas con pinza ideológica. Va al funeral de Estado, sí. Pero no para compartir el duelo, sino para monopolizarlo.
El galgo de Paiporta —como lo bautizó el ingenio popular— no ha vuelto a pisar la zona cero. Ni una vez. Ni para ver. Ni para ayudar. Ni siquiera para cumplir las promesas que recitó con voz de teleprompter y alma en piloto automático. Solo ha enviado silencio administrativo y un despliegue escénico cada vez que huele a foto. Lo único que ha crecido en este año han sido las excusas.
Ahora, en vez de disculparse por el abandono, Moncloa prefiere fabricar una nueva polémica: impedir que Carlos Mazón, presidente de la Generalitat, acuda al funeral. ¿La excusa? Que «hay que dar protagonismo a quienes lo merecen». ¿Y quién lo decide? Pues Pilar Alegría, con su tono de profesora de autoescuela que pone cuando finge moderación, como si reprendiera a un alumno que ha pisado línea continua. Alegría no pide; ordena. Ordena que Mazón no vaya. Que no moleste. Que no opaque el relato. Y lo hace con la sonrisa en modo «cívico institucional», esa que precede siempre a la puñalada protocolaria. De manual. De su manual.
«El pueblo valenciano sabe distinguir entre duelo y decorado. Sabe quién se arremangó cuando las casas y las calles estaban anegadas y quién llegó después con el Falcon y un manual de empatía plastificado»
Detrás de la fachada de solemnidad, el Gobierno no busca respeto, busca monopolio emocional. Ha hecho del duelo una herramienta de poder. Si Mazón asiste, es una provocación. Si no fuera, sería una falta de respeto. La pinza moral perfecta: te condenan si vas y te linchan si no. En las catacumbas del relato, se fabrican asociaciones dóciles, se bendicen declaraciones convenientes y se criminaliza al adversario. Las víctimas que no visten camisetas de Compromís o Podemos simplemente no existen. No tienen portavoz. No tienen cobertura. Solo tienen barro en los zapatos y silencio en las instituciones.
Sánchez podrá llenar la Ciudad de las Artes y las Ciencias de flores, cámaras y empatía prefabricada, pero el pueblo valenciano sabe distinguir entre duelo y decorado. Sabe quién se arremangó cuando las casas y las calles estaban anegadas y quién llegó después con el Falcon y un manual de empatía plastificado, recién estrenado para la ocasión. Aquel famoso «si necesitan ayuda, que la pidan» fue más que una frase: una confesión de desinterés. Un «Begoña, que se las apañen», pero con corbata y maneras de portero del Adán, aquel negocio del suegro donde la altivez se servía con la sonrisa de la casa.
El funeral no es solo un acto de Estado: es el espejo donde Sánchez teme verse reflejado. Porque en él no solo estarán las víctimas, sino también el pasado que ha querido enterrar bajo discursos y propaganda. El pasado de promesas incumplidas, de ayudas que no llegan, de contratos amañados bajo sospecha y familiares investigados. De Paiporta huyó; de su sombra no podrá. Ni de los jueces, ni de los contratos, ni de los amigos incómodos, ni de los favores mal cerrados.
Corre. Siempre corre. Pero ya sin destino. Porque incluso los galgos más veloces tropiezan cuando corren sobre barro seco. Y aunque el galgo presidencial se mueva entre focos y banderas, el barro de aquel octubre sigue ahí, bajo las alfombras del poder.
Carlos Mazón hará bien en acudir al funeral. No por política, sino por dignidad institucional. Porque su presencia no divide, recuerda que el dolor no se reparte por cuotas. Y que los muertos no votan, pero sí pesan. Que no hay protocolo que tape una ausencia, ni portavoz que monopolice la memoria.
El Gobierno, en su afán por controlar hasta el luto, desearía un funeral sin disidencias, sin testigos incómodos. Pero un funeral sin verdad es solo una escenografía. Porque la verdad —esa enemiga sin escaño— siempre encuentra una rendija por la que filtrarse. Y cuando lo haga, no buscará titulares, buscará justicia. Entonces Pedro mirará atrás y verá, no el barro de Paiporta, sino su propio rastro hundido en él. Comprenderá, demasiado tarde, que lo ocurrido en Paiporta no fue una anécdota, sino una metáfora de su mandato: un lodazal del que se puede salir corriendo una vez. Pero del que ya no se puede escapar.