Repito: todo se repite
«La lectura de ‘El temperamento revolucionario’ (1748-1789), de Robert Darnton, es provechosa porque nos convence de que estamos viviendo un proceso muy similar»

'Toma de la Bastilla, el 14 de julio de 1789', de Pierre-Gabriel Berthault. | Jean-Gilles Berizzi (MuCEM)
Aunque los medios de comunicación fueran mucho más débiles que los actuales, siempre hubo una intensa información política en las grandes ciudades del pasado. A veces asombra saber que las colonias del siglo XIX las dirigían los gobiernos europeos, aunque los mensajes duraran meses o incluso años en llegar a destino y volver a la metrópoli. Sorprende que todo se supiera y que siempre haya habido una «opinión pública».
Un buen ejemplo es el de la Revolución Francesa, pero no la sacudida que transformó a la nación a partir de 1789, sino los preparativos, es decir, ¿de qué manera se fueron enturbiando las aguas entre la población para llegar a aquel estallido sangriento? Un historiador, Robert Darnton, ha investigado el proceso y lo ha publicado con el título de El temperamento revolucionario (Taurus). Allí recoge los crímenes y los errores de la corona que fueron ennegreciendo los nubarrones públicos de 1748 a 1789. Es una lectura provechosa porque, en lugar de descubrir un progreso, nos convence de que estamos viviendo un proceso muy similar. Cambia la vestimenta, cambian los rostros, cambia la decoración, pero sigue repitiéndose la estupidez de los gobernantes.
No existía la tele, las redes, internet, los teléfonos, la radio, pero los ciudadanos de París estaban perfectamente informados por medio de canciones, libelos, escritos clandestinos, pasquines o memorias secretas que se leían en grupo, dado el analfabetismo general. Era un enorme conjunto de informaciones diarias que fueron formando lo que los sociólogos llaman «la construcción social de la realidad». Es el relato de cómo el conjunto de trasgresiones, injusticias, estupideces y errores fue convirtiendo a un rey, Luis XV, bien asentado al principio, en un déspota odiado. Una estupenda lección de la más limpia actualidad para todos nosotros. Una repetición.
El proceso se inicia en 1747, cuando la corona y su camarilla convierten la derrota de Lafelt, y el posterior tratado conocido como la Paz de Aquisgrán, en una victoria cuando había sido una tremenda catástrofe. La mentira será la herramienta básica del poder a partir de ese momento e irá encendiendo la cólera de la población. La indignación produjo toneladas de libelos, canciones, folletos y escritos secretos y el poder no tuvo otra idea que la prohibición, la censura y la represión, lo que aún encendió más a la población. Para calmar la violencia, el rey ordenó la retirada de Maurepas, el ministro más poderoso y más odiado. Pero el proceso de descomposición ya se había iniciado.
De ahí en adelante, como si no hubiera remedio, todo fueron errores, mentiras y represión que provocaron mayor irritación y violencia. Así, el enfrentamiento de los jesuitas, protegidos por la corona, y los jansenistas, protegidos por el Parlamento de París, como si se anunciara una primera división entre absolutistas y liberales. División que se iría agigantando con el paso del tiempo hasta llegar a la decapitación del sucesor de Luis XV.
«La población soportaba un grado de fiscalidad cada vez más aplastante, a medida que crecían los gastos del poder y la corrupción»
El propulsor más efectivo de esta rebelión eran los impuestos, no sé si les suena. La población soportaba un grado de fiscalidad cada vez más aplastante, a medida que crecían los gastos del poder, la corrupción y los privilegios. La nobleza y la iglesia estaban libres de impuestos y junto a ellos vivían del presupuesto un enjambre de parásitos, enchufados y ladrones muy semejantes a los de hoy día. En lugar de aliviarlos, el ataque de la Hacienda fue cada vez más sañudo y las arremetidas contra el Parlamento más feroces.
A partir de 1756, la que más tarde se llamaría Guerra de los Siete Años, volvería a mostrar la incompetencia de los generales, pero las sucesivas derrotas fueron presentadas cada vez con mayores fiestas y mentiras. De hecho, era el fin de Francia como potencia imperial y el comienzo del predominio británico, pero la camarilla lo presentaba como un triunfo inmenso y lo celebró con colosales fiestas… y subida de impuestos.
Hubo algún triunfo de los liberales (expulsión de los jesuitas) o escándalos grandiosos como cuando el rey presentó a su primera dama (en titre), la Du Barry, de la que todo el mundo conocía su pasado en los prostíbulos. También hubo ataques feroces contra la justicia, como la disolución del Parlamento, golpe de Estado impulsado por Maupeou en 1771. Sin embargo, a raíz de ese ataque contra el cuerpo judicial del Parlamento se marcó con el calificativo de «gobierno despótico» al rey y a sus ministros. Ya no podría librarse del mote, a pesar de que su sucesor, Luis XVI, hizo cuanto pudo por reparar tanta estupidez, ineficacia, robo y corrupción. Era tarde ya y acabaría decapitado.
Todo nos parece a nosotros, las actuales víctimas de un despotismo de Estado disfrazado de progresismo, una repetición de los momentos oscuros de la historia europea. Y solo confiamos en que no acabe con el baño de sangre de las revoluciones, sobre todo porque dudo mucho que aparezca luego un Napoleón (mallorquín, por ejemplo), capaz de poner orden en el caos y la ruina que deja un Gobierno despótico.