The Objective
Fernando Savater

Afán comunicativo

«Hoy el lacerante problema es que la gente no está incomunicada, sino perpetuamente hiperconectada. Todos cargamos con el móvil como con la cruz»

Opinión
Afán comunicativo

Ilustración de Alejandra Svriz.

Si tuviera que elegir el rasgo que me parece más estúpido de mis contemporáneos, sin duda señalaría la manía de ir hablando por el móvil mientras andan por la calle. Admito que puede presentarse inopinadamente una urgencia que exige utilizar lo que los italianos llamaban (no sé si siguen con esa simpática costumbre) il telefonino. Pero entonces lo discreto es pararse, buscar un portal o cualquier otro refugio y hablar sin interrumpir el tráfico peatonal. Pero los estúpidos a los que me refiero prefieren charlar largo y tendido mientras caminan, como si estuviesen sentados en la terraza de un café: no dan un aviso o responden a una alarma, sino que se entregan al placer de la cháchara mientras tropiezan con otros viandantes o embisten a quienes esperan en el paso de peatones. Son bultos parlantes, no personas.

Si hace un par de décadas hubiésemos visto por las calles a hordas de tipos y tipas hablando solos, a menudo a voces y haciendo todos los gestos expresivos que uno hace cuando está acompañado, sin duda hubiésemos supuesto que la gente se había vuelto irremediablemente loca. Bueno, no me atrevería a decir que hoy ese diagnóstico sea equivocado, aunque al menos tengamos una explicación alternativa para tan raro comportamiento. Hablar por el móvil mientras se deambula, cuanto más trivial e intrascendentemente sea mejor, se ha convertido para muchos en el más adecuado complemento al placer de pasear. Nada de aprovechar los desplazamientos a pie para dejarse envolver por ensoñaciones intelectuales como el paseante solitario de Rousseau, ni por las elucubraciones metafísicas de los peripatéticos de la escuela aristotélica. La tendencia a entretenerse pensando mientras se ejercitan las piernas es un hábito superfluo desde que se inventó el móvil. ¿Quién puede preferir pensar sin hablar a lo contrario, sobre todo cuando incluso se le proporciona un más o menos resignado oyente?

Más allá del escaso aprecio que algunos sintamos por los peatones conectados, una conducta tan frecuente exige preguntarse por la pulsión que la motiva. ¿De dónde viene ese afán de no dejar ni un hueco de nuestra cotidianidad sin comunicarse con el prójimo? ¿Acaso siempre la gente que llenaba las aceras con aire más o menos distraído, mirando escaparates (si el móvil se hubiera inventado antes… ¿Habría escaparates?) o el hermoso balanceo de la juventud apetitosa? ¿No acabará pareciendo antisocial la actitud de quienes van por el mundo sin prestar atención más que a aquellos con quienes mantienen palique tecnológico?

Hace tres o cuatro décadas se suponía que el gran problema de nuestras sociedades era la incomunicación. En el trabajo, en la familia, en el sexo, en la política, todos, jóvenes y viejos, padres e hijos, vivíamos patéticamente incomunicados. No podíamos ni sabíamos comunicarnos, deambulábamos aislados en medio de la multitud. Se multiplicaban las obras sobre el tema señalando sus características (el gran psiquiatra Carlos Castilla del Pino escribió una de las más apreciadas, llamada precisamente así La incomunicación), otros aportaban acusatoriamente nombres de los culpables de esta situación (como es de suponer el capitalismo era el principal de todos, para que molestarse en buscar mayor enemigo de la humanidad, ni antes ni ahora), los espíritus religiosos —que a pesar de las apariencias nunca faltan— apelaban al olvido de Dios como origen de la quiebra de la fraternidad humana: cuando se borra el Padre común los hijos se desconsuelan en su soledad… En esa devastación que todo el mundo padecía, pero daba ocasión a algunos a considerarse importantes y singulares (recuerdo en particular una compañera de Facultad, siempre desesperada y borracha contumaz, tan incomunicada la pobre que es escribía cartas de felicitación a sí misma el día de su cumpleaños) proliferaban las novelas tremendistas sobre el tema, así como películas y obras teatrales. Lo mismo pasa hoy con otras cuestiones no menos angustiosas, como la incomprensión social con la maltratada, pero cada vez más nutrida tribu de los LGTBI+ o el pertinaz machismo que se transmuta pero nunca muere…

Pues resulta que hoy el lacerante problema es que la gente no está incomunicada sino perpetuamente hiperconectada. Todos cargamos con nuestro móvil como con nuestra cruz. Pero naturalmente el móvil nos esclaviza aunque somos esclavos casi felices, como los de Arriaga. No sabemos dar un paso sin comunicarlo a nuestros contactos: voy, vengo, ¿me escuchas?, ¿dónde estás? Mandamos urbi et orbi fotos de lo que nos rodea, de quién se nos acerca o se nos aleja, de los que no veremos más o de quienes vemos continuamente. No es que estemos comunicados, es que somos prisioneros de los que nos rodean, conocidos o apenas saludados. Ya no tenemos intimidad, solo una crónica maniática que lanzamos a nuestro alrededor como un calamar su tinta. Claro que siempre hay gruñones para decir que eso no rompe la incomunicación, que solo nos comunicamos de veras con quien tenemos contacto personal… Y dale. Lo que teníamos antes y tampoco valía. Si hablamos con el de al lado malo, porque eso nos revela nuestro aislamiento e incomprensión; si solo peroramos y nos fotografiamos a través del móvil peor, porque eso nos esclaviza a un aparato espía y controlador. ¿Entonces? Pues nada, que la culpa la tiene el capitalismo, eso seguro.

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