The Objective
Carlos Granés

La otra Guerra Fría

«Ahora la batalla es menos cultural que tecnológica, y lo que quita el sueño a los políticos ya no es la pintura o el rock, sino TikTok y la propaganda ‘online’»

Opinión
La otra Guerra Fría

Ilustración de Alejandra Svriz.

Hubo un momento en la historia en que las batallas culturales las daban los artistas de verdad con sus pinturas, sus canciones o sus novelas, no los políticos con sus extravagancias o sus performances provocadoras. En esos tiempos, que parecen lejanos aunque no lo son, los artistas creaban sus obras atendiendo a sus intuiciones, gustos, preocupaciones, visiones o experimentos, y eran más bien los políticos quienes trataban de instrumentalizarlas luego a su servicio, convirtiéndolas en una muestra de los valores que defendían. Los políticos infiltraban la cultura, financiándola o encauzando su significado, para probar las virtudes de un modelo determinado de gobierno. Hoy es el político quien tiende a tomar el lugar del artista, convirtiéndose, mediante gestos públicos o performances estrafalarios, en la fuente del mensaje y de los valores que intenta fijar en la sociedad. Pero a lo largo del siglo XX, en un período políticamente más sobrio y serio, fueron las obras de arte las que encendieron las batallas culturales.

Esto es lo que se concluye después de leer La otra Guerra Fría (Alianza, 2025), el fascinante recorrido que hace Ramón González Férriz por las disputas culturales que enfrentaron a Estados Unidos y a la Unión Soviética entre los años 40 y 80 del siglo pasado. Su ensayo muestra lo que significó deambular por los ambientes culturales en medio de la confrontación radical de dos modelos de sociedad, cuando, siempre al borde del precipicio, con la posibilidad real e inminente de que empezara una guerra nuclear, las expresiones artísticas se convirtieron en la manera de demostrar las virtudes de uno u otro sistema. Tanto los soviéticos como los estadounidenses trataron de seducir a la opinión pública y prevenir la expansión de las ideas rivales apelando a pinturas, canciones y novelas. Si los primeros usaron la literatura para denunciar los vicios del mundo burgués y hacer progresar la moral del ser humano, los segundos instrumentalizaron el expresionismo abstracto y el jazz para demostrar las virtudes creativas y modernizadoras del sistema liberal. 

Las bombas nucleares intimidaban, pero la cultura, con su poder blando, seducía. En el Este, los soviéticos se convirtieron en ingenieros del alma, en constructores de hombres nuevos templados como el acero, defensores del honor y de la patria y enemigos del experimentalismo burgués y del hermetismo elitista; en Occidente, mientras tanto, los líderes descubrieron que aquello que inicialmente detestaban —la bohemia beat de inclinación izquierdista— representaba una actitud cool, experimental y libre que se oponía a las rigideces y ortodoxias del mundo comunista. Así fue como los soviéticos empezaron a censurar y reprimir a todo creador que se desviara de las máximas del realismo socialista, y los estadounidenses a financiar, a través de la CIA y de fachadas como el Congreso por la Libertad de la Cultura y la Fundación Ford, la fiesta de la experimentación y de la improvisación. El influjo de esta batalla fue tal que llegó a España, forzando a la dictadura franquista a ver con nuevos ojos, como si fueran parte de una virtuosa tradición barroca e hispana, los nuevos experimentos abstractos e informalistas. En medio de una Guerra Fría en la que los enemigos de la libertad eran los comunistas, el nacionalcatolicismo acabó siendo un improbable aliado del mundo libre.

La guerra cultural involucró a escritores como Borís Pasternak y a Ian Fleming, a músicos negros que hacían de embajadores del mundo libre mientras en su país padecían el racismo yanqui; al cine, al rock y a géneros populares como el western y la ciencia ficción. También, por supuesto, a los escritores del boom latinoamericano, que durante un tiempo acabaron convertidos en embajadores de la Revolución cubana. Todos estos episodios le sirven a González Férriz para hilar una historia diferente de la cultura del siglo XX: la del enfrentamiento cultural, que desvela al mismo tiempo el poder que tienen las obras de arte para expresar valores, y lo tentador que es para el poder poner estos significados al servicio de su causa. Así fue el siglo XX y así sigue siendo el XXI, con una diferencia notable. Ahora la batalla es menos cultural que tecnológica, y lo que quita el sueño a los políticos ya no es la pintura o el rock, sino TikTok y la propaganda online. Con este libro, el sexto que escribe, Ramón González Férriz completa un gran proyecto ensayístico que empezó en 2012 con La revolución divertida, y que a lo largo de casi tres lustros viene explicando el impacto que las ideas tienen en la vida de las sociedades occidentales. Mezclando el rigor histórico con una prosa elegante y precisa, además de un amplísimo conocimiento en diversos campos, no solo de la cultura sino de la economía y la tecnología, su obra ha abierto una ruta por el siglo XX inteligente y amena, lúcida y endemoniadamente adictiva, que arroja claves para entender, con algo más de precisión, nuestro enigmático y resbaladizo presente.

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