The Objective
Luis Antonio de Villena

La difícil centralidad española

«Centrismo no es ñoña tibieza, es optar por lo sensato, y alzar la voz por la concordia también vale la pena»

Opinión
La difícil centralidad española

Ilustración de Alejandra Svriz.

El poeta Gabriel Celaya, comunista cuando el comunismo antifranquista, comunista de otra época, escribió: «hay que tomar partido hasta mancharse». ¡Qué enormemente español y aún qué actual! Los columnistas lo sabemos bien. Cuando en un artículo tomas una opción política que deseas y sopesas moderada, intentando aclarar lo excesivo de un lado o de otro, son bastantes los lectores que te dejan comentarios duros, incluso a veces poco agradables, y no es tanto que no les guste el artículo en sí —algo normal— les disgusta que no te ubiques en un lado o en el opuesto. A mí esto me parece triste, pero un amigo periodista de muchas tablas, me comentó: «Debes perseverar, el centrismo es el muro que está entre las dos Españas, el centrismo es la ‘tercera España’ que separa a unos aguerridos de otros, no es difícil percibir la necesidad de este ‘muro’ del que formas parte…» Es de suponer que este frentismo —muy alentado por el gobierno Sánchez— no es sino otra secuela de nuestra malhadada Guerra Civil. No intentamos pasar página —sin olvidar nada— de aquella tragedia crudelísima, sino que se nos pide que ahondemos en ella.

En una tertulia radiofónica, hará un año, se analizaba la «memoria histórica» de nuestra guerra, dije que se habían cometido tropelías desde un lado y el opuesto. Otro tertuliano me dijo algo así: «Es fácil hablar como usted lo hace, cuando no hay muertos en la cuneta». Y de repente, se me hizo presente mi tío Mariano, hermano mayor de mi madre. Por ser sobrino y ayudante de un tío suyo, capitalista y de la CEDA (ni siquiera franquista) mi tío fue fusilado en las tapias de los jesuitas de Chamartín por un pelotón de El Campesino. Octubre de 1937. Su cuerpo nunca fue hallado, pero con dolor en esa familia —de derechas, obvio— intentó no olvidar ni acaso perdonar, pero sí abrir otro capítulo. Mi madre llegó a hablar con Santiago Carrillo que le firmó un ejemplar de sus Memorias y no quiso mencionar a su hermano. Le dijo: «Todo aquello no debe pasar nunca más, ¿verdad?». Y Carrillo, con el pitillo en la mano, le respondió: «Nunca, Ángela, nunca…» El tertuliano que aludió a los muertos en la cuneta, frenó cuando le conté esto. Para él la «memoria histórica» estaba solo en un bando. Zapatero, de bambi a lobo, debió creer lo mismo…

Se suele olvidar, en el actual frentismo que tan escaso bien hace, que ya en la Guerra Civil (muy generalmente a menos de un año del estallido de la contienda) mucha gente notable huyó de España, porque no eran franquistas ni falangistas, pero tampoco marxistas estalinistas, pues la República de 1931 —que pudieron recibir con ilusión— no existía tras el frentepopulismo de febrero de 1936, y sobre todo tras el 18 de julio. No era la República inicial, sino otra sovietizante, pese a Azaña, por ejemplo, que no fue el monstruo que quiso pintar Franco. Un repaso somero: Juan Ramón Jiménez huyó, Rosa Chacel, Ramón Gómez de la Serna, e incluso un periodista tan comprometido con la verdad como Manuel Chaves Nogales, que, publicado en Chile en 1937, dejó al irse este libro de estampas bélicas: A sangre y fuego. Héroes, bestias y mártires de España. Más claro, agua. Otros, que tardaron más en percatarse del desastre (sirvan Luis Cernuda o Corpus Barga) terminaron detestando el franquismo y el comunismo que mataban a quienes no pensaban igual, cosa que alcanza —fuera de España— a Ernesto Che Guevara o a Pinochet, y me alejo. Ese muro de separación moderada es, me parece, muy necesario. 

Cuando Franco agoniza y muere —cerca ya de los 50 años— no cambió nada. La Transición comienza, casi un año después y lleva años levantarla, cuando en julio de 1976, el cerril Arias Navarro es sustituido por Adolfo Suárez, en quien casi nadie creíamos. Pero fuera él peor o mejor político, supo —con bastantes más— que solo conciliando a los españoles se podría seguir venturosamente adelante. La Transición quiso ser un abrazo, bien fuere solo formal, y una página nueva, limpia. Así se funda un partido, Unión de Centro Democrático, UCD, que no existía pero que tenía, tuvo, la fundamental tarea de dar curso y cauce al centrismo, no de ser el muro, sino más ambiciosamente de entrada, la conciliación (no la anulación) de los opuestos. La UCD, barrida a fines de 1982, por un PSOE que no es el de ahora, fue la que dio amnistía, devolvió libertades —que se irían ensanchando— y puso a refrendo la Constitución de 1978, que aún vale, aunque necesite arreglos. Al centrismo, a la evitación de los agresivos extremos, debe España haber llegado sin garrotazos goyescos a este hoy convulso, en que —inexplicablemente— la moderación, el juicio sensato, el ver errores donde los haya, no está de moda. Hablo con mucha gente «centrista», veo a muy pocos políticos de centro: No Sánchez, no Podemos, no la pobre Yoli Díaz, pero Abascal tampoco. El centrismo pide calma, reflexión, es lo opuesto al estilo mitinero y que no lleva a parte ninguna del terrible Pablo Iglesias y su hueste. Necesitamos concordia, no frentismo, y que alguien nos ofrezca un nuevo período de abrazo, salvando todas las diferencias, y otra vez una «tercera España». Ojalá se pueda. Centrismo no es ñoña tibieza, es optar por lo sensato, y alzar la voz por la concordia también vale la pena.

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