The Objective
Andreu Jaume

Anatomía de una frase

«El genitivo ‘de izquierdas’, aplicado a violencia, pretende redimir la sangre implícita con el lavado moral ontogenético que desliza la adscripción ideológica»

Opinión
Anatomía de una frase

Ignacio Sánchez Cuenca en una imagen de archivo. | EP

En el prólogo a Próspero viento, sus estupendas e instructivas memorias, Andrés Trapiello deja caer, como quien no quiere la cosa, una cita extraída de un opúsculo titulado La superioridad moral de la izquierda, escrito «por uno de los ideólogos del sanchismo y colaborador habitual de El País en estos últimos siete años». Aunque no lo nombra, se trata de Ignacio Sánchez Cuenca, profesor de políticas, columnista y ensayista. El mencionado panfleto se publicó en 2018 con prólogo de Íñigo Errejón, entonces aún considerado una de las jóvenes promesas de la renovación política de este país. La frase en cuestión reza así: «La paradoja que me fascina en la izquierda es esta: que incluso cuando se cometen los mayores crímenes, cuando se ha hecho en la Unión Soviética o en China, ha sido en nombre del género humano y para que la gente viviera en una sociedad nueva, distinta, igualitaria, en la que todo el mundo tenga la posibilidad de desarrollarse como quiera. Incluso en los momentos más siniestros de la violencia de izquierdas, incluso ahí es posible detectar una motivación moral muy elevada».

Otro politólogo, Zbigniew Brezezinski, estadounidense de origen polaco, de filiación demócrata para más señas, llamó al XX el «siglo de la megamuerte». Según calculó en su libro Out of Control (1993), de la suma de muertos causados por las guerras, 33 millones eran jóvenes de entre dieciocho y treinta años, todos sacrificados en el altar del nacionalismo y de la ideología. Stalin y Mao superaron con creces a Hitler en su capacidad exterminadora gracias a una metodología heredada de Lenin, bajo cuyo terror murieron, ejecutados o por inanición, entre seis y ocho millones. Stalin elevó la cifra hasta llegar a unos veinte millones. La Revolución Cultural de Mao en China costó más de dos millones de muertos. Según Brezezinski, el comunismo se ha cobrado en todo el mundo, contando con las inestimables aportaciones de Corea, Vietnam y Camboya, unos sesenta millones, cifra que ha aumentado considerablemente de acuerdo con estudios más recientes.

Pero nadie debe afligirse por ello. Como bien dice Sánchez Cuenca, esa «violencia de izquierdas» fue «en nombre del género humano» y para que la gente viviera «en una sociedad nueva, distinta, igualitaria». Fijémonos que el genitivo «de izquierdas», aplicado a violencia, pretende redimir la sangre implícita en «violencia» con el lavado moral ontogenético que desliza la adscripción ideológica y que sirve como abstracción de un supremo bien en virtud del cual el extermino se transmuta en mágica y fértil benevolencia. Lo mismo ocurre con el escalofriante «en nombre del género humano», donde el gens del que se hizo derivar el neologismo genocidio tras la Shoah, sirve igualmente para hipostasiar un absoluto que borre y apelmace a todos y cada uno de los individuos que fueron asesinados, hurtándoles con ello la vela en su propio entierro. 

Otro Sánchez, Ferlosio en este caso, a menudo desde las páginas de El País, nunca dejó de destripar con indignación y repugnancia ese enquistado mecanismo de la propaganda ideológica que en nombre de la Humanidad justifica y celebra el sacrificio de todos los seres que la componen. Ferlosio glosaba a menudo un maravilloso apunte del Juan de Mairena sobre “la tumba del soldado desconocido”: “Nunca debéis incurrir en esa monstruosa ironía del homenaje al soldado desconocido, a ese pobre héroe anónimo por definición, muerto en el campo de batalla, y que, si por milagro levantara la cabeza para decirnos: ‘Yo me llamo Pérez’, tendríamos que enterrarle otra vez, gritándole: «Torna a la huesa, ¡oh Pérez infeliz!, porque nada de esto va contigo». Y eso es justamente lo que con su frase les grita Sánchez Cuenca a todos los Pérez de la violencia de izquierdas, ya críen malvas en China, Rusia o Cuba: «Tornad a la huesa, infelices, porque nuestro negocio no va con vosotros, gracias debierais dar, maleducados, por formar parte de la anónima y gloriosa masa de fiambres que nos ha permitido vivir en una sociedad nueva, distinta, igualitaria».

«No se ha denunciado lo suficiente el daño que ha hecho la pretensión comunista de crear ‘ex nihilo’ un hombre nuevo, totalmente desvinculado y redimido de su pasado»

Porque de eso se trata: los muertos siempre tienen que servir, y esos de las modernas cruzadas sirven, al menos, para algo bueno, en este caso para crear un mundo nuevo, completamente distinto, igualitario, feliz. No se ha denunciado lo suficiente el daño que ha hecho la pretensión comunista de crear ex nihilo un hombre nuevo, totalmente desvinculado y redimido de su pasado, origen de tantos malentendidos sobre nuestra herencia histórica, que, por culpa de ello, se ha convertido en una panoplia de tópicos cada vez más idiotas, clasificados, expuestos e inculcados a sus alumnos por profesores de ciencias políticas, sin ir más lejos. Porque es justamente en ese nuevo Génesis donde acaban por coincidir todos los totalitarismos, dispuestos a extirpar, ya sea por cuestiones étnicas o económicas, la diferencia que les impide alcanzar la pureza absoluta de su valor ideológico, una pureza que, como a la postre resulta siempre inalcanzable, se pretende imponer al menos en el orden simbólico, ahí donde el bien precioso y perecedero de una vida se aniquila en un inmortal mensaje publicitario.

Se cuenta que Napoleón, contemplando el reguero de muertos que yacía en el campo tras una larga batalla, comentó: “Esto lo arregla una noche de París”. La masa de cadáveres que había costado la victoria iba a ser rápidamente repuesta por la capacidad engendradora del pueblo, una lógica que, bajo la invocación del progreso, no ha dejado de repetirse con idéntica regularidad y distintos eslóganes a lo largo de los últimos dos siglos. Elias Canetti escribió que nuestra era –la modernidad– se conocería algún día como la «era de la muerte». Porque lo que nos distingue del mundo premoderno no es tanto la masificación de la aniquilación cuanto la relación de obsecuencia y claudicación que venimos manteniendo desde finales del XVIII con la muerte, esa «fascinación» que aún asoma obscena en el lenguaje de un Sánchez Cuenca cuando mira el campo de batalla de la izquierda sembrado de cadáveres y, humedecidos los ojos con el brillo de una emoción apenas disimulada, se congratula de que aún sea posible detectar en el horror «una motivación moral muy elevada». 

Publicidad