El antifascismo como vil coartada
«Una sociedad que legitima la violencia en función de quién la recibe vuelve al punto que dice haber superado: justificar la agresión porque la víctima ‘iba provocando’»

Un grupo de abertzales en la Universidad de Navarra. | EFE
Este 2 de noviembre se cumplen cincuenta años del asesinato de Pier Paolo Pasolini. Escribo estas líneas en el café del Museo Rousseau, en Ginebra, donde se celebra una pequeña exposición conmemorativa. Entre los visitantes hay silencio, una especie de recogimiento curioso. En una vitrina se alinean sus libros —Scritti corsari, Le ceneri di Gramsci, Lettere luterane— y, al fondo, la imagen de su rostro: los ojos de quien entendió demasiado pronto lo que vendría. Lo miro y pienso que quizás está bien escribir este artículo.

Pasolini advirtió que el nuevo autoritarismo no llegaría con botas ni con censura estatal, sino con el disfraz del consenso moral: la idea de que hay una única manera legítima de pensar, de hablar o de disentir. En uno de sus ensayos, El verdadero fascismo y, por tanto, el verdadero antifascismo, escribió que la violencia más peligrosa sería la ejercida en nombre del bien. La llamó —con amarga ironía— el fascismo de los antifascistas.
Esa lucidez, que hace medio siglo sonaba exagerada, se ha vuelto una descripción exacta de nuestro tiempo. En Europa y en España, el antifascismo se ha transformado en un código de pertenencia, en una identidad política que ya no combate al totalitarismo, sino que lo imita. En nombre de la libertad, se justifica la exclusión; en nombre de la democracia, se tolera la violencia.
José Ismael Martínez, periodista de El Español, fue brutalmente agredido en Pamplona la tarde del jueves 30 de octubre, mientras cubría los disturbios en el campus de la Universidad de Navarra. Encerrado por un grupo de encapuchados vestidos de negro, creyó que no le harían daño hasta el instante en que comenzaron los golpes. Lo demás ya lo conocemos: carreras, patadas en la cabeza, móviles encendidos y una ciudad que, de pronto, se miró en un espejo desagradable.
Esa escena, relatada por el propio Martínez en televisión, confirma la advertencia pasoliniana: el poder que se arroga la virtud moral acaba creyéndose autorizado a ejercer la violencia. Y confieso que yo también creí otra cosa en cuanto a la segunda parte, asumí otra ingenuidad. Que, independientemente de las ideas políticas de cada quien, todos íbamos a coincidir en condenar la violencia; que esa agresión a un periodista iba a provocar un rechazo inmediato, nítido, unánime.
Pero no fue así. Lo que vino después fue una segunda violencia: la de los mensajes de apoyo a los agresores, la de los eufemismos que rebajan la gravedad, la del silencio de quienes prefieren no incomodar a los suyos. La agresión en Pamplona no fue un episodio callejero más. Fue un acto político, planificado y simbólico, enmarcado en la movilización contra la presencia de Vito Quiles en la Universidad de Navarra. Se puede dar todas las vueltas posibles sobre su perfil —que no fue a hablar, que hace un tour de sí mismo seguido por jóvenes, que provoca, que busca titulares—, pero nada de eso cambia lo esencial: Vito llevaba minifalda.
Una sociedad que legitima la violencia en función de quién la recibe vuelve al mismo punto que dice haber superado: justificar la agresión porque la víctima «iba provocando». Los convocantes pertenecían a GKS, Jardun y Ernai, organizaciones juveniles vinculadas o disidentes de la izquierda abertzale. Actuaron con técnicas de guerrilla urbana que recuerdan demasiado a la vieja kale borroka.
Al día siguiente, Irene Montero escribió en X: «El movimiento antifa —lleno de jóvenes, por cierto— está asumiendo el principal deber ciudadano de nuestro tiempo: hacer de las universidades y las calles espacios seguros libres de fascismo. Es el legado de nuestras madres y abuelos: el antifascismo es la base de la democracia». Esa frase, escrita con tono solemne, suena a lo que Pasolini habría llamado el dogma de los justos: la convicción de que la virtud ideológica autoriza el castigo.
En nombre de un bien superior, se trivializa la violencia; y se confunde la disidencia con el peligro. El primero en formular esa intuición fue Mino Maccari, artista y polemista toscano que conoció los dos lados del siglo XX italiano. Ennio Flaiano la recogió en 1973, en La solitudine del satiro, para denunciar la hipocresía de quienes, bajo la bandera del antifascismo, reproducían las mismas lógicas de poder del régimen que decían aborrecer. Pasolini le dio espesor moral en sus Scritti corsari, y Oriana Fallaci la devolvió al gran público en La rabia y el orgullo, cuando Europa ya empezaba a confundir coraje con corrección: «En Italia, los fascistas se dividen en dos categorías: los fascistas y los antifascistas».
Pamplona, esta semana, parece escrita desde ese mismo guion. La violencia se ha vuelto expresable si el objetivo pertenece al otro lado. Y lo más preocupante no es solo el golpe, sino el aplauso posterior. Eso —no otra cosa— es lo que Pasolini llamó el fascismo de los antifascistas.