The Objective
Ricardo Cayuela Gally

El error de Albares

«Si admitir las ‘injusticias’ de la conquista de México se trata de una iniciativa sin contraprestación ni marco negociado, el desastre trasciende lo simbólico»

Opinión
El error de Albares

José Manuel Albares interviene en la inauguración de la exposición 'La mitad del mundo. La mujer en el México indígena' en Madrid. | EFE

Cuando Andrés Manuel López Obrador envió, en 2019, una carta al Rey de España solicitando una disculpa por los hechos ocurridos durante la conquista, no lo hizo por un principio de justicia —algo históricamente insostenible—, sino para reforzar la cohesión interna a través de un adversario externo conveniente. Al no poder confrontar a Estados Unidos por razones comerciales —de ese país dependen las exportaciones mexicanas en más de un 80%, así como el turismo, la inversión extranjera directa y las remesas—, recurrió al componente antiespañol presente en la narrativa oficial de la historia mexicana.

Por eso, difícilmente habría podido anticipar lo que acaba de hacer el ministro de Asuntos Exteriores de España, José Manuel Albares, al admitir «injusticias» mediante un discurso que, en lo esencial, asume sin matices el relato populista del Gobierno mexicano, sin obtener contrapartida alguna.

La conquista de México —habrá que repetirlo cuantas veces sea necesario— fue un hecho histórico de importancia central. Nunca antes —y ciertamente nunca después— se habían enfrentado dos imperios con un desconocimiento mutuo tan absoluto. Tampoco se habían confrontado dos visiones religiosas tan opuestas: la mexica, basada en la idea de que los hombres deben sacrificarse por los dioses; y la cristiana, todo lo contrario: un Dios que se hace hombre para sacrificarse por la humanidad. En ese choque confluyeron la ambición personal de los conquistadores y el espíritu expansivo y misionero de la época.

Curiosamente, los conquistadores fueron en su mayoría indígenas aliados de los españoles para liberarse del dominio mexica. Fue resultado del genio diplomático de Hernán Cortés, quien al llegar a Mesoamérica supo leer el profundo resentimiento que Tenochtitlan generaba entre otros pueblos. Con la ayuda de dos intérpretes fundamentales —Malinche y Jerónimo de Aguilar— logró sellar alianzas, como la de los tlaxcaltecas, que se mantuvo incluso durante toda la época virreinal. Las percepciones de barbarie eran mutuas: para los españoles, el canibalismo ritual mexica —que consistía en capturar prisioneros para ser sacrificados con solemnidad a los dioses— era una muestra de salvajismo. Para los mexicas, en cambio, la forma europea de hacer la guerra, matando y mutilando en el campo de batalla sin ritual ni propósito trascendente, resultaba igualmente inhumana.

Los españoles contaban, además, con una ventaja decisiva: provenían de un mundo en constante transformación, moldeado por siglos de lucha contra los musulmanes durante la larga y penosa Reconquista, y por la intensa mezcla cultural, religiosa y tecnológica del Mediterráneo. En cambio, el universo mesoamericano estaba estructurado en un sistema cerrado: al norte, los chichimecas —pueblos nómadas considerados sin cultura—; en el centro, los pueblos sedentarios de Mesoamérica; y por encima de todos, los dioses. En esa cosmovisión, los recién llegados no podían ser identificados como extranjeros, ya que esa categoría no existía y encajaron con naturalidad en el rango de lo divino, hechizo que duró muy poco tiempo, por cierto. Bastaba verlos sangrar y morir, comer y llorar para descubrir su rostro humano. 

«Ceder sin presión efectiva abre la puerta a futuras exigencias»

En cualquier caso, la conquista no representa una interrupción de la historia de México, sino su punto de partida. México es un país mestizo, de mayoría católica y de lengua española, cuya cultura nace de la fusión entre las civilizaciones indígenas y el mundo hispánico. Esta doble raíz no solo explica su idiosincrasia, sino también su cocina, su vida cotidiana, su relación con lo profano y lo sagrado, sus rituales y sus fiestas. Y su lugar específico en el concierto de las naciones. La identidad mexicana se construye, precisamente, a partir de esa síntesis, no de su negación.

La historia del virreinato de la Nueva España no es un paréntesis en la historia mexicana, sino su caldero: la olla donde se forjó lo que hoy somos como nación. Esto incluye también a los pueblos indígenas que, aun conservando sus lenguas y muchas de sus costumbres, forman parte de ese universo sincrético, resultado de la integración de dos raíces que, lejos de anularse, se potenciaron mutuamente.

Si la declaración del ministro Albares obedece a un acuerdo discretamente pactado con el Gobierno mexicano para cerrar el episodio de forma pragmática, podría entenderse como un gesto diplomático. Pero si, por el contrario, se trata de una iniciativa española sin una contraprestación ni un marco negociado, el error trasciende lo simbólico y entra en el terreno del desastre político. Ceder sin presión efectiva abre la puerta a futuras exigencias. El Gobierno de España ha cedido demasiado en el pasado reciente: ante Puigdemont, ante ERC y Bildu, ante PNV y la izquierda radical. Esa dinámica de concesión sistemática, sin obtener nada a cambio —salvo un día más en la Moncloa—, genera una percepción de país débil y sin guía, un patrón de abuso que otros Gobiernos —como el mexicano, el marroquí o el estadounidense— pueden ver como una oportunidad para obtener concesiones y privilegios.

La historia no es un menú a la carta del que se eligen solo los platillos preferidos. Es un menú fijo, con platos amargos, otros sobrecondimentados, algunos frutos prohibidos y muy poco postre. Aceptarlo es el primer paso hacia la reconciliación: primero con uno mismo, después con los demás.

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