'Morituri, qui labuntur'. A propósito de la eutanasia en España
«Si hay nuevas razones para justificar lo que no era admisible, debemos debatir sobre las circunstancias bajo las que se permitirá terminar con la vida de una persona»

Eutanasia.
En su última novela (Morituri, editorial Sr. Scott, 2025) Luis Sanz Irles nos presenta un futuro tenebroso, pero también con un punto esperpéntico, en el que una organización que comenzó amparando una causa aceptable termina mutando en un «sindicato del crimen» (y hasta ahí puedo escribir: léanla).
El devenir de este grupo, un remedo de sociedad secreta o de célula clandestina en el tardofranquismo a las órdenes de unos Elena Ódena y Raúl Marco cualesquiera (los célebres dirigentes del PCE m-l), no es sino un trasunto de la derivada misma de la aplicación del suicidio asistido en condiciones eutanásicas. En España, junto con un reducido grupo de países (Bélgica, Países Bajos, Luxemburgo, Canadá, entre otros), disponemos de un marco regulatorio desde el año 2021 (la Ley Orgánica de Regulación de la Eutanasia o LORE) que no solo permite, sino que garantiza, la eutanasia como una prestación debida por el poder público para satisfacer la voluntad de quien quiere dejar de ser mortal.
Pues bien, en todos los casos la resistencia frente a esa legalización ha tenido como uno de los argumentos estrella —también lo es en otras encrucijadas «bioéticas»— el conocido como «argumento de la pendiente resbaladiza», un razonamiento que discurre más o menos así: una vez que abrimos la compuerta para posibilitar lo que, habiendo considerado todos los argumentos y factores, es justificable, inevitablemente nos deslizaremos hacia prácticas o conductas que encontraremos injustificables, que no figuraban como apetecibles destinos morales en nuestro inicial plan de navegación, un fatal e inevitable designio.
Es importante remarcar que la pendiente resbaladiza no es una concatenación de consecuencias lógicas, sino una conjetura. Así, una vez que, por ejemplo, se afirma que la interrupción del embarazo es parte de un más genérico derecho a la procreación, y la procreación, a su vez, una expresión del derecho al libre desarrollo de la personalidad, parece que hemos de dar cuenta de cómo se articula un derecho parecido para el caso de los hombres, es decir, si también los progenitores genéticos pueden de alguna forma «abortar» las obligaciones paternofiliales que nacerán del hecho de haber inseminado, toda vez que ser padres es obviamente muy determinante para el libre desarrollo de su personalidad. Esto es muy distinto a afirmar: una vez que autoricemos la eutanasia para quien sufre un cáncer terminal incurable, acabaremos permitiendo la práctica de la eutanasia a los menores deprimidos, o provocando el aborto a las mujeres que sí quieren ser madres. Puede… o no.
Recientemente, participé en una mesa redonda en la que, junto a expertos de distintas ramas —juristas, profesionales sanitarios—, se analizaba la aplicación de la LORE tras estos más de cuatro años desde su entrada en vigor. Y para mi relativa sorpresa, empiezo a constatar que sí, que efectivamente, se puede decir que de manera sutil ya estamos deslizándonos por una pendiente resbaladiza. Y no tanto porque, por ejemplo, el número de fallecimientos que haya habido en España por aplicación de la eutanasia se esté incrementado de manera alarmante; los datos de los que disponemos —y disponemos de ellos con más de un año de retraso, asómbrense— muestran que el número de «prestaciones» crece (288 en 2022, 334 en 2023) pero no así el porcentaje de las solicitudes concedidas, que fueron menos en 2023 que en 2022. Y en términos relativos, frente al número de fallecimientos, la eutanasia en España solo representa un 0,06% mientras que en Países Bajos están cerca del 5,4%.
«El número de solicitudes de ‘prestación’ en Cataluña es 219 frente a las 89 de Madrid, que ocupa el segundo lugar»
No: la pendiente que se vislumbra tiene un carácter más bien normativo por refutatorio de los presupuestos esenciales de la LORE, lo que llamaríamos una propensión al cambio «cultural» o ethos de la sociedad española. Así, dicen los «más cafeteros», la ley estaría generando ciertos cuellos de botella derivados de su exceso de filtros o de la parsimonia en quienes están llamados a gestionar el procedimiento, hasta el punto de que, se afirma, hay pacientes que no llegan a tiempo de recibir «la prestación». Les traduzco en román paladino: se mueren antes de que los matemos. ¿Debe preocuparnos esa muerte, digamos, «prematura», antes de que fuera activamente provocada, o que la muerte «natural» se haya producido de manera indigna, con sufrimiento para el paciente que solicitó la eutanasia? Yo pensaba que habría de preocupar más lo segundo, pero, por lo que parece, doctores tiene la Iglesia de la Eutanasia Cuanto Más Expeditiva Mejor.
Por ejemplo, la asociación Derecho a Morir Dignamente (DMD) para la que los plazos están resultando excesivos y deberían acortarse. Así y todo, conviene recordar que la LORE nació y se defendió en España en términos muy garantistas, en el entendido de que una cuestión tan sensible no podía sino ser especialmente monitorizada y supervisada por el poder público, y que, hasta donde sea posible, el paciente debe desear la eutanasia activa como «ultima ratio», es decir, habiéndosele provisto de todas aquellas medidas paliativas que hacen que su elección por morir no esté dominada por la ausencia de alternativas razonablemente disponibles. Por lo que parece, en esta primera estación del deslizamiento por la pendiente, esos dos presupuestos se han abandonado. Yo me pregunto, por ejemplo, si no ha de alarmar, o al menos merecer algún análisis profundo, la enorme brecha que se observa en el número de solicitudes de «prestación» en Cataluña frente al resto de Comunidades Autónomas: 219 frente a las 89 de Madrid que ocupa, pero a gran distancia, el segundo lugar.
La LORE también nació bajo la premisa de que las circunstancias habilitantes para solicitar la prestación de la eutanasia no incluían la patología mental, sino que el sufrimiento psíquico era, de consuno al físico, la consecuencia de una enfermedad somática (con la característica, además, de ser incurable o generar un padecimiento «grave, crónico e imposibilitante»). La mejor prueba de que aquella opción fue la que finalmente prosperó y se llevó al texto de la ley radica en el hecho de que muchos profesionales de la salud, con la mencionada DMD a la cabeza, lamentaron en su día, cuando fue finalmente aprobada la LORE, que la enfermedad mental quedara excluida.
El Tribunal Constitucional se ha pronunciado en el sentido antes indicado —excluir la enfermedad mental—, pero no son pocas las voces —y algunas se expresan en las Comisiones de Garantía y Evaluación— que apuestan por hacer «más acorde con los tiempos» la interpretación expansiva de la ley y así propiciar activamente la muerte a quienes, precisamente por el curso de esas enfermedades mentales, muy dudosamente podremos decir que ejercen «autonomía». Y lo mismo para el caso de los menores.
«Bajo el expediente, falaz y perverso, de que la ‘sociedad progresa’, nos deslizamos por la famosa pendiente resbaladiza»
Y todo ello bajo el mismo expediente, bien falaz y perverso, de que la «sociedad cambia, evoluciona, progresa» y que, con tal divisa, no solo no hay que lamentar, sino que incluso corresponde celebrar que, como niños disfrutones, nos deslicemos por la famosa pendiente resbaladiza, pues así «nos adaptamos a los tiempos».
Pero en realidad, lo que estamos haciendo es cambiar subrepticiamente los términos de la discusión y los conceptos mismos con los que la manejamos, pues una cosa es resistirse a la conjetura de que «acabaremos aceptando lo que nunca quisimos que se diera» mediante el refuerzo de los cortafuegos en la pendiente y aceptar que se produzcan algunos inevitables «resbalones» (falsos positivos, esto es, individuos a quienes no debimos garantizar la prestación) manteniendo nuestros principios y presupuestos, y otra muy distinta es no oponer ninguna resistencia a acabar en un destino que siempre se creyó inaceptable, pues ahora sí se estima justificable.
Siendo así, dígase con honestidad y explícitamente; si es que hay nuevas razones para justificar lo que siempre se entendió que no era admisible debemos reiniciar la discusión, volver a someter al debate y al escrutinio público, con luz y taquígrafos, las circunstancias bajo las cuales vamos a permitir que se termine con la vida de una persona que ni puede dar un consentimiento suficientemente robusto ni se encuentra en el contexto objetivamente eutanásico que habíamos juzgado como condición necesaria para que un tercero termine activamente con su vida.
Ficciones como la de Sanz Irles también ayudan a calibrar cuánto debemos resistirnos a las inercias dizque progresistas o a convencernos de que aun así nos mantendremos dentro de cotas razonables.