The Objective
Juan Luis Cebrián

Contra la decadencia moral e intelectual

«Su decadencia moral, el desprestigio de sus funciones y de su persona, comenzó el día en que decidió no dimitir, tras borrar el contenido de su teléfono móvil»

Opinión
Contra la decadencia moral e intelectual

Ilustración de Alejandra Svriz.

Escribo esta nota en vísperas de la declaración ante los jueces del fiscal general del Estado, acusado de los delitos de revelación de secretos y prevaricación. Será el Tribunal Supremo quien finalmente decidirá si fue culpable, de acuerdo con las pruebas presentadas y la interpretación de las mismas. En cualquier caso, este es un día para la vergüenza, independientemente de cuál sea veredicto. Vivimos tiempos de inmensa zozobra, y «a veces se abate uno pensando más en el porvenir que en la pesadilla actual».  

Para los entusiastas de la desmemoria histórica, tomo la frase de una carta de Gregorio Marañón, fundador junto con Ortega y Gasset y Pérez de Ayala de la Agrupación al Servicio de la República. La misiva iba dirigida a su buen amigo Indalecio Prieto, por entonces exiliado en México y máximo dirigente socialista. En ella, hablando de su pesimismo respecto al futuro, lamentaba sobre todo «la dificultad para rehacer un estado moral e intelectual que hoy parece desaparecido».    

Idéntica decadencia moral e intelectual de la actual clase política se viene poniendo de relieve en episodios como el protagonizado por Álvaro García Ortiz, o el comportamiento del ya expresidente valenciano Carlos Mazón. Lo peor es, sin embargo, la ingenua solidaridad de sus compañeros de viaje, dispuestos a perdonar cualquier desafuero en sus responsabilidades públicas, lo que avala y protege su manifiesta desvergüenza. 

En el asunto del fiscal general ha venido a sumarse además un zafarrancho periodístico aplaudidor del acusado, lo que demuestra que el ocaso de sólidos principios éticos y estéticos no es solo imputable a la partitocracia en auge. Para colmo, el broche de oro a esa irresponsable claque teatral lo ha puesto el inquilino de la Moncloa, comportándose como si en realidad solo fuera el ocupa de turno.

Pedro Sánchez ha declarado, ni más ni menos, en medio de la vista oral contra el fiscal sospechoso, que «es   inocente y más aún tras lo visto en el juicio». Una declaración así solo pone de relieve la desfachatez de un gobernante que lleva años acosando a la independencia de los jueces, en atropellada defensa de su mujer, su hermano, y sus chapuceros colegas en el poder, investigados todos ellos por los tribunales. Alguien tendría que ilustrarle sobre el artículo 117 de la Constitución y la Ley Orgánica que lo desarrolla. En su exposición de motivos se dice textualmente que la plena independencia «constituye la característica esencial del poder judicial en cuanto tal» por lo que se impone a los poderes públicos y a los particulares que la respeten y se establece que «ninguna actuación del poder ejecutivo quedará sustraída a la fiscalización de un poder independiente y sometido exclusivamente al imperio de la Ley». Ninguna quiere decir ninguna.

Por lo demás ya da exactamente igual a efectos del deterioro de nuestra democracia si el señor García Ortiz es considerado o no culpable. Su decadencia moral, el desprestigio de sus funciones y de su persona, comenzó el día en que decidió no dimitir, tras borrar el contenido de su teléfono móvil, aunque quizás no del todo inteligente, y ser acusado de potenciales delitos en su comportamiento profesional. Colaboradores cercanos a él me han insistido repetidamente en que es una gran persona y alguien de fiar. No pongo en duda esas cualidades que solo adjetivan sentimientos e inclinaciones personales, pero ignoran responsabilidades legales y sociales. Estas, por cierto, están habitualmente presentes en la propia acción de la Justicia, que tiene en cuenta circunstancias agravantes y atenuantes según los casos. Solo las autocracias administran el todo o nada de las culpabilidades y dividen a los ciudadanos entre buenos y malos, levantando muros que los discriminen en función de la cual sea su servidumbre a quienes mandan. De modo que incluso si se determina la inocencia de García Ortiz, es simplemente infumable para el prestigio del Estado de derecho que un fiscal general en ejercicio acusado de potenciales delitos, sea exonerado durante la vista por los representantes de la acusación pública, subordinados suyos que le deben obediencia. 

Por lo demás, inocente o culpable, antes de cualquier consideración sobre el resultado del juicio, convendría escuchar al acusado. Saber si como jefe de la Fiscalía y encargado de defender la legalidad, le preocupó que se filtrara un documento de su negociado que objetivamente dañaba los derechos de un ciudadano, fuera o no este un presunto delincuente, y aunque él mismo haya demostrado en su declaración que es un poco bocazas. Reputados periodistas profesionales confesaron ayer no haber recibido la información de labios ni de manos del señor García Ortiz, y sugirieron por su parte que podría provenir de la Fiscalía madrileña, institución que al parecer no merecía protección a la hora de identificar las fuentes. En cualquier caso, en algún escalón del Ministerio Fiscal se cometió una acción potencialmente delictiva y conviene aclarar si el responsable de la institución instó alguna investigación al respecto.

«Me preocupa también el trastorno intelectual y moral que en algunos casos comienza a padecer nuestro gremio»

Para mayor confusión, la fiscal superior de Madrid ha declarado que cuando ella interrogó a su máximo jefe, hoy en el banquillo, sobre si él o ellos habían filtrado el documento, su respuesta fue que «eso no importa ahora». Pero sí importaba mucho, sigue importando, y le debería importar especialmente a él, que es el guardián de la legalidad. Lo mismo que importa conocer también si existen o no responsabilidades exigibles al gabinete del jefe del Gobierno por la distribución pública del mismo documento a fin de abrir un debate político en el parlamento madrileño. A este respecto, yo no me fiaría nunca de un periodista que en vez de recibir filtraciones es él, o ella, quien las vehicula a los despachos del poder. Los periodistas nos debemos a nuestros lectores, no a la ex jefa del gabinete del ex jefe de gabinete de ningún primer ministro. La funcionaria en cuestión tiene además tan poca memoria que no recuerda quién le dio un papel prohibido cuya difusión podía llegar a sentar en el banquillo al mismísimo fiscal general. Al menos el entonces líder del PSOE madrileño tuvo la astucia de acudir a declarar ante notario que él no era el responsable de los hechos. Ya quedó claro que solo era un mandado.

Siempre he valorado positivamente que nuestras leyes protejan a los periodistas a la hora de no identificar a sus fuentes. Pero en cualquier caso, antes que un derecho, esta es una irrenunciable obligación moral de nuestra profesión, y la debemos asumir sean cuales sean los riesgos en que incurramos por ello. Solo así seguiremos obteniendo información valiosa para los ciudadanos sobre corrupciones y amaños del poder.

Volviendo al inicio de este artículo, lo que más me preocupa es que la creciente inmoralidad y la debilidad intelectual de la clase política, responsable de una corrupción sistémica y unas leyes electorales que protegen la partitocracia, comiencen a contagiarse a la sociedad civil. Hay síntomas preocupantes de ello en el comportamiento de algunos medios de información, públicos y privados, y en los silencios de determinados sectores empresariales. No es una sorpresa para nadie que el cambio de civilización al que asistimos, el desarrollo de la sociedad digital, comporte dificultades y peligros junto a las inmensas oportunidades de mejora y progreso que ofrece. Pero en el caso de la única profesión que tengo y he tenido en mi vida, la de periodista y gestor de empresas periodísticas, me preocupa también el trastorno intelectual y moral que en algunos casos comienza a padecer nuestro gremio. Habida cuenta de la pesadilla que hoy viven muchas democracias, incluido el mal sueño de la nuestra, deberíamos esforzarnos en diseñar el porvenir y ayudar a construirlo. Defender la independencia de la Justicia es absolutamente imprescindible para ello. Las declaraciones de Pedro Sánchez son la prueba de que esa independencia está más amenazada que nunca desde que este país recuperó su libertad hace casi medio siglo.

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