La discreción como emblema: Kostas Jaritos
«Ante tanta fatua divergencia y supuesta heterodoxia, el personaje creado por Petros Márkaris es un ejemplo de sentido común que trasciende la mera novela policial»

El escritor griego Petros Márkaris. | Marta Fernández (EP)
Kostas Jaritos, que ha protagonizado 16 novelas como comisario y en las últimas como director de Seguridad del Ática, es el personaje creado por Petros Márkaris (Estambul, 1937), alguien al que cualquier lector definiría como emblema de discreción. Jaritos no resuelve los casos con una inteligencia superior, no es un cínico descreído en guerra con sus semejantes, no es un fuera de la ley a la hora de cumplir ejemplarmente con la ley, no es un seductor noctámbulo, no es un bebedor que hace de las copas un ritual laico, no bebe más allá de alguna celebración familiar, no es un héroe, no es un superhéroe, no es un antihéroe. Es alguien condenadamente normal. Es decir, en la sociedad actual, un revolucionario. Aplica el sentido común con espeluznante sensatez. Y como hoy el sentido común es revolucionario, Jaritos lo es. Es el revolucionario del siglo XXI, alguien que hace del sentido común y de una vida sosegada una razón de ser y sentir.
Su mayor anhelo diario es tener un momento para visitar a su nieto y que su mujer, Adrianí, le cocine sus queridísimos surlakis. Es discreto, no altera la voz, no se marca deslumbrantes planteamientos, es consciente de vivir en una sociedad manifiestamente mejorable, sobre todo la que le ha tocado a él, la convulsa Grecia de estos años. Comparado con otros celebrados colegas de ficción, reconocerá el lector que Jaritos es una anomalía. Una maravillosa y conmovedora anomalía. Gratificante. Jaritos no se fía de la brillantez efímera, ni hace gala de extravagancias apabullantes, ni se fía de los atajos intelectuales o policiales, sus maneras son sensatas, meditadas, con pausas y dudas. En la investigación de sus casos no ignora, como en la mejor tradición de la novela negra norteamericana, los conflictos políticos (en aumento la corrupción), sociales (una sociedad convulsionada), económicos (la ambición sin límite de seres sin ética, moral o vergüenza) e, incluso, educativos (el gran desastre europeo). Y de esto último es de lo que trata su más reciente entrega, La ira de los humillados (Tusquets, 2025).
Revuelta estudiantil en Atenas. Al fondo, el declive de las Humanidades, en la superficie, manifestaciones, protestas, huelgas y violencia. Tanta que todo comienza con el asesinato de un brillante y exigente, de maneras toscas, profesor de Matemáticas, Temístocles Rozakis, de la Facultad de Economía; continúa, con otro asesinato, esta vez del secretario de Enseñanza Media Stéfanos Rokkos, y al mando de la investigación, el bueno de Jaritos. Es un laberinto. Apenas hay datos, hay que empezar desde cero, la investigación, como de costumbre con el nuevo director de Seguridad, se hará paso a paso, y aquí es donde comienza a funcionar, extraordinariamente bien, el equipo formado por Márkaris/Jaritos.
Las historias están contadas en primera persona. Es Jaritos quien relata los pasos a seguir, lo que siente en cada momento, lo que interpreta y lo que resalta de las diversas informaciones que recibe de sus colaboradores. Otro atributo de Jaritos: confiar plenamente en ellos. Dejarles actuar, concederles la necesaria confianza para que el equipo sume en vez de restar, aborrecer de todo tipo de protagonismo cesarista –tan habitual en este tipo de personajes en la denominada novela policial, negra y demás–. Será la leal Antigoni Ferleki, al frente de la investigación criminal y el resto de integrantes del Departamento, Asfalidis, Kula, Dervisoglu quienes vayan descifrando el laberinto de los dos crímenes, sus posibles asesinos, los escenarios en los que se desenvuelven, las razones o causas, las motivaciones, los intereses políticos o gremiales, pero todo será paso a paso.
Lo fascinante de Márkaris es su apego a la realidad. Esa primera persona narrativa que es Jaritos hace del relato algo que mezcla, con poderosa fuerza literaria, el informe policial, la confesión íntima y la recreación ambiental. El lector va de la mano de Jaritos, los dos conocen o saben tanto del asunto en cuestión al mismo tiempo. Márkaris no juega con el lector, no hace trampas, no induce hacia una determinada dirección, todo es tan natural que impresiona.
«Márkaris se detiene en describir con la minuciosidad de un cartógrafo los pasos de la investigación por las calles de Atenas»
Márkaris se detiene en describir con la minuciosidad de un cartógrafo los pasos de la investigación por las calles, plazas y lugares de Atenas. Todo queda registrado. Los momentos familiares de Jaritos parecen una estampa costumbrista en la que se suceden las situaciones más rabiosamente cotidianas: cenas, comidas, conversaciones cruzadas sobre el trabajo de su hija, Katerina, abogada, su yerno, Fanis, médico; las visitas al refugio de personas sin recursos que ha creado su viejo amigo comunista, y perdedor, Zisis y, en el fondo, Adrianí, esa mujer griega, fuerte, segura, siempre en el lugar que debe y sabe estar, al lado de la familia, al lado de Jaritos.
Vamos, que más de uno pensará, esto no tiene nada que ver con las atmósferas, ambientes, personajes típicos y tópicos de la novela negra. Pues no, nada que ver. He ahí la singularidad de Márkaris. Pero es una singularidad buscada, casi como un acto de provocación. Porque la trama policial, la somera e intensa, inteligente investigación, la lógica resolución, tras mucho enredo, forman parte de la mejor y más granada tradición del género. La impronta de Jaritos es inmediata. Uno le acompaña esas noches de insomnio, después de unas albóndigas de calabacín cocinadas con esmero por Adrianí, refugiarse en la lectura del Diccionario, el Dimitriakos, y uno se divierte al leer cómo plantea las ruedas de prensa ante unas preguntas que buscan más el escándalo añadido que la verdad de lo sucedido.
Es un manual de sentido común. Y eso hoy deslumbra, ante tanta fatua divergencia y supuesta heterodoxia en todo. Porque, al final, el lector podrá adivinar que aquí, hoy, ahora, lo más heterodoxo es la ortodoxia del sentido común. Un rasgo, un valor, una ética, un comportamiento en el que Kostas Jaritos es un ejemplo memorable, que trasciende la mera novela policial.