The Objective
Jorge Mestre

Sánchez, queremos votar

«En Valencia los socialistas piden elecciones para ‘devolver la voz al pueblo’; en el resto, esa voz es un ruido molesto que hay que tapar con propaganda»

Opinión
Sánchez, queremos votar

Ilustración de Alejandra Svriz.

Pedro Sánchez se permite exhortar a los valencianos lo que jamás aplicaría en su propia casa: que voten. Que «no hay que tener miedo a dar la voz a los ciudadanos». Palabra de quien gobierna sin presupuestos, sin apoyos, con una fontanera reventando las cañerías del poder, con un fiscal general en el banquillo y con su familia haciendo cola para seguirle. El mismo Pedro que pide urnas en Valencia mientras encierra al resto del país en la legislatura más absurda y estéril que se recuerda.

Porque no hay urnas, pero sí cloacas. Y ya ni siquiera se disimulan. Rezuman fango desde el Consejo de Ministros hasta la Fiscalía. El caso de Leire Díez lo ilustra con precisión de bisturí. No es periodista, como se pretende, sino una fontanera socialista, emisaria de Santos Cerdán para los trabajos sucios —sobornos, chantajes, filtraciones y dosieres—. En su reunión con el fiscal Stampa se presentó como «la mano derecha de Santos Cerdán» y «la persona que ha puesto el PSOE para investigar a policías y fiscales». Lenguaje de oficina clandestina mediocre, más propio de Los ladrones van a la oficina que de una democracia avanzada.

La tal Díez, señalando a Sánchez de sobornos y de obstrucción a la justicia, se describía como la mano derecha que nunca debía aparecer. Como si quisiera posar para El caballero de la mano en el pecho, aunque el parecido termina en el gesto. Aquel fue notario mayor del reino; ella, notaria mayor de las cañerías podridas del sanchismo. Uno fue marqués; la otra, cloaquera.

Lo grave no es solo la existencia de estas operaciones, sino su dirección. Díez aseguró que las maniobras para controlar a jueces y fiscales partían de la cúspide del poder. Lo que algunos llamaban Estado de derecho hoy parece una agencia de inteligencia de barrio al servicio de Pedro. ¿Qué se puede esperar de alguien que es incapaz de escribir su tesis?

El país avanza por inercia, como un coche sin gasolina que rueda cuesta abajo solo porque aún no ha encontrado el árbol contra el que estrellarse. El Gobierno ya no gobierna: autogestiona su decadencia. Sin Presupuestos, sin crédito, sin aliados. Moncloa ya no es un palacio, sino un convento ideológico donde la fe sustituye al talento y el incienso del relato disfraza la podredumbre.

España no crece: se hincha. No avanza: se arrastra. Todo es relato, humo y titulares de mercadillo. La palabra «resiliencia» ha pasado de concepto a excusa, de excusa a muletilla, y de muletilla a epitafio.

«Queremos votar», repiten los socialistas en Valencia. Magnífico. Quizá convenga aplicar el mismo principio en el resto del país. Porque España necesita menos resistencia y más urnas abiertas. Menos consignas y más democracia. Menos cuentacuentos y más cuentas claras. Pero Sánchez no suelta el timón. Cree que resistir es gobernar, aunque el barco haga agua por las costuras. En realidad, ya no navega: flota. Flota como esos cadáveres políticos hinchados por el gas de su propia vanidad.

«El país avanza como un coche sin gasolina que rueda cuesta abajo solo porque aún no ha encontrado el árbol contra el que estrellarse»

Y claro, cuando el fiscal general, el hermano y la esposa del presidente están bajo sospecha, el Congreso bloqueado y los socios fugándose, las urnas se convierten en el espejo donde Pedro teme mirarse. Por eso no se convocan, porque la derrota sería monumental. Tan monumental que ni el mismísimo Tezanos podría taparla con una encuesta cocinada en los sótanos de Ferraz.

Diana Morant, ministra de no sé qué y candidata de Valencia a tiempo parcial, lo sabe, aunque finja lo contrario. Desde su púlpito proclama que «no hay que temer devolver la voz al pueblo». Reclama urnas en la Comunidad Valenciana mientras su jefe se aferra al sillón como quien se agarra a un flotador de patito en pleno naufragio. Es yoga versión Pedro: ligamentos de goma, columna de chicle y alma de mercadillo, donde los principios se cambian como cromos y las convicciones se extravían en el escaño.

Si algo domina este socialismo es el arte de estirar las palabras hasta que crujen. En Valencia, el voto es un sacramento; en España, una amenaza. En Valencia piden elecciones para «devolver la voz al pueblo»; en el resto, esa voz es un ruido molesto que hay que tapar con propaganda. Donde antes había una mayoría Frankenstein que aún gruñía, hoy solo queda su momia: embalsamada, oliendo a formol y sostenida por el esparadrapo del relato.

«Si algo necesita España no es más resiliencia, sino más urnas»

España vive entre sumarios y comunicados. La política se ha convertido en serie judicial, con Ábalos y Koldo como secundarios recurrentes y la fontanera como personajillo invitado. Ya no es gestión: es fontanería con olor a podrido.

Por eso, cuando desde Valencia se nos pide «dar la voz a los ciudadanos», uno solo puede asentir con ironía: empecemos por arriba. Porque si algo necesita España no es más resiliencia, sino más urnas.

Sánchez, queremos votar. No por capricho, sino por higiene. Porque cuando la política huele a sumario, lo único decente es abrir las ventanas.

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