La telaraña de su mente (cómic)
«La solución al problema de Sánchez no es una moción de censura sino un psiquiátrico. Pónganse de acuerdo los partidos y regálenle una camisa de fuerza»

Ilustración de Alejandra Svriz.
La verdad es que no es del todo culpa suya. Está rodeado de gente que, por compasión, por caridad cristiana, por belleza del alma, por el sueldo, le sigue jurando que es el jefe del Gobierno de España. «No te preocupes, Pedro, ¡eres el más grande!», le chilla por los pasillos ese hombre pequeñito, Bolaños. «Presidente, Presidente, oé, oé, oé», le corean los pelotas más conspicuos, Puente, Marlaska, Albares, todos ellos hombres pequeñitos. «¡Es el mayor jefe de Gobierno que ha dado España desde Fernando VII!», aúllan las señoritas y miembras del club cheerleaders, que son un poco analfabetas.
De este modo, aunque todos sabemos que no gobierna ningún Estado y que no preside absolutamente nada (si no es el altarcito con flores que le pone cada mañana su señora en el desayuno junto con una candelita de su hermano), él sigue persuadido de que es el más inteligente y admirado de los estadistas europeos. Está como aquellos del manicomio de Sant Boi, en Barcelona, que se creían Napoleón y caminaban por el patio con la mano metida en el chaleco.
La solución al problema de Sánchez no es una moción de censura sino un psiquiátrico. Pónganse de acuerdo los partidos que aún conserven un poco de seso y regálenle una camisa de fuerza. Conozco bien lo que les sucede a los internos de los nosocomios. Un gran amigo mío era hijo del director de Sant Boi, célebre institución de Barcelona que hoy se llama Centro de Salud Mental. Nació y creció allí, rodeado de los llamados «locos» antes de que pasaran a denominarse de mil maneras a cuál más cursi. Me contó lo bien que lo pasaba de niño con ellos y lo mucho que se divertía entre los ocupantes de la institución. Tan es así que cuando alguna vez salía de paseo por la ciudad acompañado por su tata, la gente de la calle le parecía seca, estirada, severa y le sobrecogía un miedo oscuro. Sólo respiraba tranquilo cuando se encontraba de nuevo con sus amigos entre los muros del manicomio.
Algo similar le está sucediendo a Sánchez, abucheado cada vez que se aventura fuera de su fortaleza. Solo se encuentra a gusto con los inquilinos de su particular manicomio. Con ellos juega a dirigir un país, dar órdenes a los ministros y al fiscal general, dictar leyes que no pueden prosperar, hacer la guerra a la prensa enemiga y cosas semejantes. Aún no ha entrado en el estadio de dictar mandatos a la Santa Sede, aunque alguno de sus infinitos mercenarios ya le ha dicho que el papa, impresionado por su talento de estadista, quiere concederle el cardenalato.
Y ya lo tienes al pobre hombre imaginándose cubierto por la púrpura y dando paseos por la Moncloa con la mano extendida para que le besen el zafiro del anillo. ¿Y por qué no? Finalmente, el cardenalato es una distinción papal que se imparte entre eclesiásticos y laicos. A Sánchez no le importará la reducción de sueldo a cinco mil euros que impuso el Papa Francisco. Sánchez lo que quiere es adhesión a su persona. Y sus empleados se la muestran a todas horas. A nadie parece incomodarle que se pasee por la Moncloa con un embudo en la cabeza.
«Es muy posible que ya no haya nunca más elecciones en este desdichado país, dado que es también probable que no haya país»
Ya se entiende que alguien tan trastornado no puede convocar elecciones. Sería dar una importancia desconsiderada al pueblo, a los menores, al submundo, a los infrahumanos. Las elecciones solo las convocan los gobernantes mediocres que se apoyan en la sociedad, siendo esta, como se sabe, un apelotonamiento de enanos, jorobados, bizcos y acromegálicos. De modo que no va a convocar elecciones. Quizás ni siquiera cuando se vea obligado por ley.
Piensen, pues, los partidos —incluido lo que quede del PSOE— y decidan o bien aguantar las chifladuras del pobre tipo teniendo en cuenta que este modelo de chiflados tiende al frenesí, o bien proceder a medidas extremas como la de regalarle la camisa de fuerza con escudo de armas y una corona.
Así y todo, es muy posible que ya no haya nunca más elecciones en este desdichado país, dado que es también probable que no haya país, o sea, que nada quede de aquello que una vez fue España cuando toda ella se haya convertido en un descomunal manicomio.