La fábula de la tasa de basuras
«Pagamos por metros lo que tiramos por kilos. El problema no es la tasa, sino nuestra resistencia a vincular precio y conducta»

Imagen generada con IA. | Benito Arruñada
Los ciudadanos protestan porque pagan más y los alcaldes porque pierden autonomía. Pero la nueva tasa de basuras, nacida de la Ley 7/2022, no es un ajuste técnico: es un espejo incómodo. Muestra nuestra resistencia a asumir los costes reales de los servicios que usamos y las contradicciones con las que organizamos la vida pública. Queremos servicios de calidad sin financiarlos, uniformidad donde debería haber diferencia y disfrutar sin límites de aquello que no estamos dispuestos a pagar. La tasa no crea el conflicto: lo deja al descubierto.
Durante décadas, la recogida de basuras se financió con impuestos generales. Era cómodo para todos: nadie veía el coste y nadie tenía motivos para generar menos residuos o reciclar mejor. Si de verdad creemos el discurso ambiental que repetimos en encuestas y campañas, la lógica es sencilla: que quien genera la basura asuma su coste.
Por eso, una Directiva europea de 2018 exige financiar la recogida con una tasa específica y no deficitaria. Confía en que, al pagar un precio más cercano al coste social de su basura, el ciudadano ajuste su conducta. El principio es sólido: quien más contamina debe pagar más. Pero exige medir. Y medir bien cuesta.
Quienes lo hacen obtienen resultados. En Flandes, cada hogar paga por kilo y los residuos se redujeron un 38%. En Treviso, las bolsas numeradas elevaron el reciclaje al 80%. Medir disciplina, y la disciplina cambia conductas. Pero también requiere infraestructura y responsabilidad. En España, solo algunos municipios, como Oviedo, aplican desde hace años una recogida puerta a puerta que premia a quien separa bien. La mayoría evita ese coste y fija la tasa según indicadores aproximados.
Los peores criterios son los menos ligados a la conducta: superficie, valor catastral o —algo menos malo—, número de personas empadronadas. Madrid calcula un 81% de la cuota según el valor catastral. Barcelona vincula la tasa al consumo de agua, que correlaciona con el tamaño del hogar, pero encarece aún más su uso urbano, lo que desincentiva un uso eficiente. Ninguna de estas fórmulas es perfecta y apenas mejora la correspondencia entre conducta y tasa.
Buena parte del malestar nace de algo más profundo: la aversión a los precios. Nos incomoda pagar por lo que antes parecía gratuito. Sufrimos preciofobia: rechazo a que los precios asignen recursos escasos. Preferimos diluir el coste en impuestos generales, aunque eso fomente el despilfarro; o soportar la escasez en forma de espera, como ocurre en juzgados o carreteras. Cuando un precio se hace visible, reaccionamos con sorpresa y enfado. La tasa de basuras revela esa paradoja: preferimos la ilusión de lo gratuito al coste que nos hace responsables.
Esa misma resistencia aparece en la política local. Cada municipio tiene ingresos, densidad, deuda y servicios distintos. Lo lógico es que sus tasas difieran. Sin embargo, muchos ciudadanos y alcaldes reclaman uniformidad, como si la igualdad fiscal fuera un derecho natural. Pero la autonomía local implica decidir cuántos servicios se prestan y cómo se financian. Si unos vecinos pagan más que otros, deben pedir cuentas a su alcalde, no al Estado.
De esa confusión nace una contradicción recurrente. Algunos alcaldes denuncian al mismo tiempo que la ley destruye su autonomía y que no fija criterios homogéneos. No pueden tener razón en ambas quejas. Si las normas imponen reglas únicas, se las acusa de invadir competencias; si dejan libertad, se las culpa de crear desigualdad. El problema no está en la norma, sino en nuestra incapacidad para aceptar que la autonomía produce diferencias e implica responsabilidades.
También protestan los municipios intervenidos por Hacienda porque no pueden compensar la nueva tasa con bajadas de otros impuestos. Pero es lógico que quien mantiene sus cuentas saneadas pueda aliviar a sus contribuyentes; quien arrastra deuda, no. No es una injusticia, sino la factura que pagan por haber vivido por encima de sus posibilidades.
Los errores de diseño se mezclan además con una fiscalidad incoherente. Donde la nueva tasa de basuras se calcula según el valor catastral, equivale a una subida encubierta del IBI. Sería más transparente subir el IBI abiertamente y acompañarlo de una reducción equivalente de los impuestos sobre transmisiones y plusvalías nominales, que hoy penalizan la compraventa y bloquean la movilidad residencial. España grava poco la tenencia y mucho el cambio de vivienda. El resultado: casas vacías, suelo infrautilizado y desigualdad entre propietarios estables y nuevos compradores.
«El urbanismo inmoviliza y la fiscalidad distorsiona: doble castigo al uso eficiente del suelo»
El caso de un convento de Jerez lo ilustra bien. Seis monjas ocupan un edificio de cinco mil metros y pagan una tasa elevada, pese a generar pocos residuos. No es óptimo que un espacio tan grande esté casi vacío, pero el problema no es la tasa: son los incentivos urbanísticos y fiscales que las empujan a mantenerlo infrautilizado. Vender, dividir o edificar es casi imposible. El urbanismo inmoviliza y la fiscalidad distorsiona: doble castigo al uso eficiente del suelo.
Sin embargo, algunos ayuntamientos reaccionan en sentido contrario: bajan el IBI para amortiguar la tasa de residuos. Así agravan la distorsión y perpetúan un sistema que frena la movilidad y encarece la vivienda.
El camino razonable es avanzar hacia la medición, empezando donde es más fácil: zonas de baja densidad y grandes generadores. Además, conviene aplicar la misma lógica a todas las externalidades urbanas: también a las que generamos con nuestros vehículos o nuestras mascotas. No se trata de recaudar más, sino de establecer incentivos para que cada uno asuma el coste de lo que produce.