Guía exprés para abolir la familia
«¿Será que defender la abolición de la familia no es una osada postura contracultural sino, antes bien, una tendencia hegemónica?»

Alejandra Svriz
La noticia, en rigor, no da para mucho: una actriz ha defendido en un pódcast la abolición de la familia y unos cuantos se han ofendido con gran aplicación. Pero la propuesta tiene sus años, y uno, qué quieren que les diga, entiende que la defendieran quienes la defendieron. El bueno de Robert Owen vivía rodeado de parejas que se turnaban entre sí, con la coreografía tumultuaria con que se relevan las cuadrillas de albañiles. Que Fourier prohibiera la entrada de familias en el falansterio, con el ademán ordenancista con que las bodas enrolladas sacan a relucir su política no kids allowed (so pretexto de que así los papás podrán entregarse tranquilos a la barra libre), se explica por su célebre teoría del papillonage: el mariposeo afectivo que exigía un revuelo permanente de pasiones y de camas, incompatible con la pesadumbre inmovilista de la vida familiar; pero también por el hecho de que Fourier, que cambiaba constantemente de pensión en cuanto ponía nombre a los vecinos, no lograba convivir ni consigo mismo.
Marx veía en la familia burguesa una mera unidad de producción del capital, aunque en su propia casa no había capital, precisamente, sino deudas, caos doméstico y un ama de llaves embarazada por obra y gracia (o desgracia) suya. La contribución práctica del autor de El manifiesto comunista a la demolición de la familia fue de lo más decidida: mandar al crío a la inclusa y arreglar el entuerto convenciendo a Engels de que asumiera una paternidad, lo que no implicaba llevárselo a vivir. El propio Engels defendía que la monogamia era un invento burgués mientras alternaba afectos con dos hermanas, Mary y Lizzy, porque la teoría gusta de avales prácticos. Podríamos seguir, pues no son pocos los autores que han pretendido abolir la familia que tantos quebraderos de cabeza les había dado, cosa por otro lado comprensible: todo el mundo busca arrumbar aquello que le estorba.
Conque la frase de la actriz, novedosa, lo que se dice novedosa, no es. Como ha señalado Soto Ivars, lo enjundioso del asunto no es la frasecita de marras, sino el apasionado cabeceo con que el entrevistador muestra su anuencia. ¿Será que defender la abolición de la familia no es una osada postura contracultural sino, antes bien, una tendencia hegemónica? La maquinaria cultural ha decidido que «familia» es uno de esos vocablos reaccionarios por antonomasia y que pedir un amor que dure lo que un match es una cursilería propia de beatos. De ahí que, cada vez que aparece una novela sobre la familia, podamos apostar sin riesgo a que irá de abusos, maltratos o incestos. Con lo que nos gustan las distopías, no advertimos de que rozamos sin pudor la de Un mundo feliz, donde la palabra «padre» es un tabú y nada resulta más indecente que una mujer amamantando a su hijo: no por la desnudez, que hoy nos dice poco, sino por la tenacidad del vínculo.
Así las cosas, la actriz se quedó corta. Si de verdad se quiere acabar con la familia, suprímanse las obligaciones antañonas del Código Civil, que imponen deberes tan anacrónicos como la asistencia o el cuidado. ¿No habíamos quedado en que la vida adulta consiste en no deber nada a nadie? ¡Que cada individuo se responsabilice de sí mismo y los demás, si necesitan algo, que se descarguen una app! Truéquense los apellidos, fósiles identitarios que encadenan a linajes no elegidos, por un código alfanumérico renovable cada quinquenio, como las contraseñas seguras, y sustitúyase la custodia compartida por la custodia difusa, turnos ocasionales de convivencia asignados por algoritmos que no discriminen por parentesco. ¡Ante todo, que nada nos ate! Desactívese el derecho de sucesiones, pues no es razonable que los fiambres sigan gobernando desde el más allá mediante la herramienta reaccionaria del testamento (¡El muerto al hoyo y el vivo al bollo!) y deróguese la patria potestad, residuo feudal que otorga a unos adultos la intolerable prerrogativa de orientar la vida de criaturas que no han pedido tutela. ¡No hay niño más libre que el que se autogestiona!
«La idea, vieja como las sandalias de Platón, se remonta al autor de la República, para quien la familia era un artefacto demasiado frágil para dejarla suelta por la polis»
La idea, vieja como las sandalias de Platón, se remonta al autor de la República, para quien la familia era un artefacto demasiado frágil para dejarla suelta por la polis. El filósofo ateniense imaginó una casta de guardianes a los que convenía liberar de engorros; y a los niños, que los criara el Estado. Entiéndase esto en el trasfondo de la Atenas del IV a. C.: derrotas militares, crisis de legitimidad… La ciudad solo podía salvarse si convertía a sus ciudadanos en un rebaño cívicamente obediente.
¿Y no es eso, al cabo, lo que debemos aspirar a ser? Una sociedad de individuos solitarios y desarraigados, cuidadosamente pulidos de toda filiación y de todo afecto, donde cada cual sea una criatura puramente electiva, sin deudos ni deudores, inmune a las dependencias afectivas y libre de cualquier vínculo que entorpezca su soberanía. Preceptivo es que no haya nadie a quien volver ni nadie a quien cuidar, pues la libertad es una diosa inflexible que no tolera vínculos. Y entonces se alcanzará la utopía: una vasta estepa de soledades, cada una victoriosamente emancipada del resto, entregada a la administración exclusiva de su propio yo. Habrá nacido, al fin, el individuo completamente libre; esto es, completamente solo, como una estrella perdida en el cosmos que brilla para sí misma.