The Objective
Martín Varsavsky

La aritmética demográfica que Europa no quiere mirar

«Cuando un continente joven, pobre y en expansión demográfica se encuentra a diez kilómetros de otro envejecido y rico, el resultado es el que tenemos delante»

Opinión
La aritmética demográfica que Europa no quiere mirar

Ilustración de Alejandra Svriz.

España vive un fenómeno demográfico que ya no puede ignorarse, la población africana se ha duplicado en los últimos 15 años y este dato, que no es percepción ni alarma ideológica, sino estadística pura, tiene consecuencias enormes para nuestra economía, para la cohesión social y para la sostenibilidad del Estado del bienestar. Mientras esto ocurre, España recibe cada año entre 70.000 y 120.000 africanos por todas las vías posibles, desde entradas irregulares hasta asilo, reagrupación, visados o traslados desde otros Estados europeos, y esta dinámica no se va a frenar porque no depende de un gobierno concreto, depende de una fuerza mucho más grande: la demografía africana.

África tiene hoy 1.500 millones de habitantes y tendrá 2.500 millones en 2050, un crecimiento de 1.000 millones de personas en apenas 25 años, mientras Europa se mantiene plana: 450 millones hoy, 445 millones en 2050. No es solo una diferencia de tamaño, es una diferencia estructural, África es joven, con una edad media 18 años, y Europa es vieja, edad media 44. Cuando un continente joven, pobre y en expansión demográfica se encuentra a diez kilómetros de otro envejecido y rico, el resultado es el que tenemos delante.

España, como frontera sur de la UE, vive todo esto antes que nadie, y los datos laborales de la Seguridad Social muestran por qué el debate migratorio no puede basarse en eslóganes sino en hechos. Los latinoamericanos cotizan entre el 53 y el 68 por ciento, desde venezolanos y ecuatorianos hasta peruanos, colombianos y paraguayos, incluso por encima de los españoles, que tienen una tasa del 42,7%. Llegan hablando español, entienden la cultura, tienen niveles educativos compatibles y entran al mercado laboral sin fricción.

La situación de las comunidades africanas es distinta. Marruecos cotiza un 35,7%, Nigeria un 35, Argelia un 27, es decir, cerca de un tercio. Esto no es opinión, es estadística oficial. Y aquí aparece el límite estructural: España, como Europa en general, no puede integrar de forma masiva población de baja cualificación en un país que carga con un paro estructural del 14% y una productividad estancada. No es posible absorber millones de nuevos residentes cuando ni siquiera se logra emplear a los jóvenes españoles.

A pesar de esto, una parte de la izquierda europea, desde Die Linke en Alemania hasta Podemos y Sumar en España, pasando por La France Insoumise o los sectores juveniles de los Verdes, impulsa políticas que, en la práctica, desactivan la frontera como instrumento de gestión y abren la puerta a flujos crecientes: regularizaciones masivas, fin de deportaciones, oposición a Frontex, rechazo a las vallas de Ceuta y Melilla, y la idea de que cualquier forma de pobreza o malestar debe generar un derecho automático a migrar. No hablan de «fronteras abiertas», pero sus propuestas operan exactamente como si lo fueran.

La alternativa existe y funciona. La inmigración no tiene por qué ser saltarse la frontera, entrar ilegalmente o depender de redes informales. El modelo más eficaz y sostenible es el que utilizan países como Estados Unidos, donde son las empresas las que solicitan trabajadores concretos según su necesidad, donde la inmigración está vinculada al empleo real, donde cada llegada responde a una oferta laboral y no a la lógica del «primero que pisa, primero que se queda». Europa podría adoptar un sistema similar, atrayendo profesionales necesarios para su economía sin desbordar sus fronteras ni crear bolsas permanentes de marginalidad.

Y no se trata de afirmar que África carece de talento. Al contrario, hay muchísimos africanos altamente cualificados, ingenieros, médicos, emprendedores, científicos, gente que podría aportar muchísimo a Europa. La cuestión es cómo atraerlos. Hacerlo de manera selectiva y ordenada tiene incluso un dilema moral incómodo, porque contribuye a la fuga de cerebros en países que ya están debilitados. Pero aun con ese coste, es infinitamente más razonable que promover una inmigración masiva e ilegal que ni Europa puede absorber ni África puede detener. La fuga de cerebros es un problema real, pero la pérdida masiva de capital humano en Europa por colapso fiscal sería un problema aún mayor.

Porque la economía no negocia con consignas. Si se mezclaran la población y la riqueza de Europa y África, como ocurriría si los flujos fueran ilimitados, el ingreso per cápita europeo caería de forma brutal. Europa tiene hoy alrededor de 44.000 dólares por habitante, África tiene unos 2.000, y si se combinaran ambas poblaciones, el ingreso resultante sería de apenas 11.700 dólares. Y si uno mira la demografía proyectada africana para 2050, el ingreso combinado bajaría incluso más, por debajo de los 8.500. No hace falta ideología, solo una calculadora.

La inmigración puede ser positiva cuando hay afinidad cultural, nivel educativo y capacidad real de integración económica. España lo demuestra con los hispanoamericanos. Pero convertir Europa en un espacio permeable a flujos que superan por diez su capacidad de absorción no lleva a la integración, lleva al colapso fiscal, al empobrecimiento acelerado de las clases medias y a la fragmentación social.

Europa necesita inmigración, pero necesita la inmigración que puede absorber y aprovechar, no una transferencia masiva de población desde un continente cuya dinámica demográfica desborda cualquier mecanismo de integración. La frontera no es un símbolo, es una herramienta de supervivencia. Y los próximos veinte años determinarán si Europa preserva su nivel de vida o si lo diluye por la simple ley de los números.

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