El triste final de un fiscal general escudero de Sánchez
«La condena certifica la degradación de una institución que debería actuar como dique frente al poder y que el sanchismo convirtió en un instrumento de combate»

El fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz. | EFE/Mariscal
La trayectoria de Álvaro García Ortiz al frente de la Fiscalía General del Estado es una sucesión de señales de alarma que ayer culminaron en sentencia. Su currículum profesional quedará siempre marcado por tres hitos que ningún jurista con vocación de servicio a su país querría llevar a sus espaldas. Primero, la condena por desviación de poder. Después, el dictamen del CGPJ, que ya advertía que no era idóneo para ponerse al frente de la Fiscalía General del Estado. Y ahora, la condena de la mayoría de magistrados de la Sala Segunda del Tribunal Supremo por un delito de revelación de secretos que lo inhabilita para ejercer el cargo que nunca debió ostentar.
Este es el triste final que aguardaba a quien renunció a su independencia para integrarse en una operación política. A quien sacrificó su carrera, su prestigio y su obligación constitucional para servir de escudero a un presidente del Gobierno echado al monte. Es probable que su señor lo indulte y que la mayoría progresista del Tribunal Constitucional active el modo de casación VIP para desagraviarlo. Pero nada de eso borrará lo esencial: la condena de Álvaro García Ortiz ya forma parte de la historia de la democracia constitucional española.
La suya es la crónica de una caída anunciada. Es la consecuencia lógica de haber convertido la Fiscalía General del Estado en una herramienta partidista, un satélite de Moncloa dispuesto a intervenir donde hiciera falta con tal de proteger al Gobierno y demoler al adversario. El fiscal general del sanchismo creyó que, en lugar de promover la acción de la justicia en defensa de la legalidad, su misión era la de ganar el relato. Pero no solo lo ha perdido, sino que ha recibido en pago por sus servicios una condena histórica que demuestra que incluso en un contexto de presión política sofocante, quedan jueces independientes que no se dejan disciplinar.
La providencia del Supremo adelantando el fallo es meridianamente clara: García Ortiz ha sido condenado por revelar datos reservados y por haber permitido que información confidencial sobre la pareja de Isabel Díaz Ayuso terminara publicada por varios medios. Pero lo relevante no es solo el tipo penal ni la condena de inhabilitación que su aplicación lleva aparejada. Es la sucesión de hechos, la cadena de mensajes, llamadas y destrucción de pruebas que han dejado al descubierto una conducta incompatible con la función que ostentaba.
Todo empezó cuando la mano derecha de García Ortiz pidió a la Fiscalía Provincial de Madrid que le enviara «todo» sobre el expediente fiscal del novio de Ayuso. Ese «todo» abrió la puerta a una cadena de comunicaciones que nada tenía que ver con el funcionamiento ordinario del Ministerio Público en un caso de fraude fiscal. A partir de ahí, el fiscal general se lanzó a coordinar, supervisar y reclamar documentos que solo podían tener un destino: su difusión.
«Cuando la operación se torció, llegó la fase del borrado. La UCO encontró su teléfono vacío: cero mensajes, cero rastro, cero huella»
Exigió los correos entre la defensa y el fiscal del caso, reclamó el mail que faltaba para «cerrar el círculo» y revisó personalmente la nota de prensa destinada a moldear el relato público. Mientras los medios publicaban detalles reservados que solo constaban en esos intercambios, desde la Fiscalía se empujaba para que el comunicado saliera de inmediato. «Es imperativo sacarla», escribió refiriéndose a la nota. «Si dejamos pasar el momento, nos van a ganar el relato». Era el fiscal general del Estado hablando como el jefe de gabinete de un político, no como el garante de la legalidad.
Y cuando la operación se torció, llegó la fase del borrado. La UCO encontró su teléfono vacío: cero mensajes, cero rastro, cero huella. Descubrió que había cambiado de terminal justo cuando el Supremo acordaba su imputación. Averiguó que también había eliminado buena parte de los correos de la cuenta de Gmail donde recibió el correo confidencial que acabó filtrado a los medios. La Guardia Civil lo llamó «eliminación deliberada».
No es posible sostener que todo ha sido una conspiración judicial cuando las pruebas son las propias comunicaciones del fiscal general con otros miembros de la Fiscalía, cuando la filtración se ajusta, minuto a minuto, a las decisiones que él mismo tomó y cuando fue él quien borró los mensajes, cambió de móvil y eliminó la cuenta donde recibió el correo confidencial filtrado. Hoy lo condena el Supremo. Mañana, cuando pase el ruido, lo condenará su propia biografía.
Pero si la condena a un fiscal general supone el triunfo del principio irrenunciable de igualdad ante la ley, la reacción del Gobierno y de su entorno mediático abren la puerta de entrada del totalitarismo. Quien fuera vicepresidente del Gobierno, Pablo Iglesias, ya ha marcado la línea: si al fiscal general lo condena el Supremo, el problema no es el delito, sino los jueces. «Reformen la Ley del Poder Judicial. Que Europa diga misa». Eso ha escrito.
«Lo que viene ahora son días de ataques inmisericordes contra el Supremo, linchamientos a magistrados, intoxicaciones…»
La consigna es evidente: neutralizar al Poder Judicial en nombre del principio democrático. Convertir cualquier control institucional en un acto de «odio» contra el Gobierno. Y que el ciudadano asuma que la ley y los tribunales son secundarios, simples obstáculos para la voluntad del líder. Nada revela mejor esta deriva que las palabras del propio presidente del Gobierno en el día en que su fiscal general ha sido condenado: «Vamos a defender la soberanía popular frente a quienes se creen con la prerrogativa de tutelarla». Es una frase gravísima. Es la enésima insinuación de que los jueces son una élite antidemocrática que usurpa la voluntad del pueblo. Es también el marco perfecto para justificar cualquier reforma que desactive su independencia.
El sanchismo ya ha decidido su próximo objetivo: la justicia. Lo que viene ahora son días de ataques inmisericordes contra el Supremo, linchamientos a magistrados, intoxicaciones y campañas para que la opinión pública perciba cada resolución como un ataque político contra el Gobierno. Quieren que el ciudadano dude de la justicia para que deje de respetarla.
Porque la condena del fiscal general trasciende la sentencia. Certifica la degradación deliberada de una institución que debería actuar como dique frente al poder y que el sanchismo convirtió en un instrumento de combate. Y ahora van a por el Poder Judicial. Van a intentar deslegitimarlo en nombre de la «soberanía popular» para someterlo al mismo proceso de vasallaje al que García Ortiz sometió la Fiscalía General del Estado. Ese es el verdadero objetivo. Ese es el siguiente paso. Y eso es algo que los españoles no podemos permitir.