Operación Pekín: así se ha sometido España a China
«Zapatero abrió la puerta, Ribera la atravesó y Sánchez ha consumado la sumisión»

Ilustración de Alejandra Svriz.
Poco a poco, la instrucción judicial y, en el caso del fiscal general, el desarrollo de los juicios, van dibujando un cuadro de corrupción sistemática en la cúpula del Partido Socialista y, por extensión, en el Gobierno. A estas alturas resulta difícil sostener que aquello que Pedro Sánchez despachó como «bulos» o «conspiraciones de la extrema derecha» no fueran otra cosa que noticias veraces: las diligencias de los tribunales, los informes de la UCO y las actuaciones de la Fiscalía Anticorrupción revelan un entramado de comisiones ilegales, contratos amañados, adjudicaciones de obra pública y compras de emergencia durante la pandemia que encajan en la peor tradición de la corrupción crematística española. Es la corrupción que conocemos: la de los sobrecostes, los enchufes, las mordidas y el tráfico de influencias.
Pero por grave que sea, esa corrupción convencional tiene un límite: el del dinero, el saqueo del erario y, por supuesto, los daños colaterales en el sistema institucional nacional. Lo que este texto pretende abordar se sitúa un escalón por encima, en un plano cualitativamente distinto. No hablamos solo de desviar fondos, colocar al cuñado, financiar irregularmente al partido e intentar que las instituciones sean cómplices; hablamos de una corrupción de dimensión transnacional que no se limita a vaciar las arcas públicas y quebrar, para lograr la necesaria impunidad, el orden institucional, sino que somete a toda una nación, España, a los intereses de potencias extranjeras y la convierte en vehículo de penetración de esas mismas potencias en las instituciones de la Unión Europea.
Una corrupción mucho más discreta, más difícil de identificar y de probar, pero infinitamente más destructiva y peligrosa: porque no sólo encarece la energía, no sólo debilita la industria, no sólo distorsiona la competencia, sino que entrega sectores estratégicos enteros —energía, automóvil, tecnología— a regímenes que consideran la democracia occidental un sistema que hay que neutralizar y, si es posible, liquidar.
El incentivo puede ser el mismo de siempre: el enriquecimiento ilícito, las puertas giratorias, la permanencia en el poder cueste lo que cueste. Pero cuando el precio de esa permanencia se paga entregando la autonomía industrial y energética del país, el resultado ya no es sólo un balance de corrupción interna, sino algo más inquietante: la delegación de poder efectivo en regímenes extranjeros, con los enormes destrozos colaterales que eso implica. La corrupción nacional que asola la democracia española, por extendida que esté, palidece ante esa otra corrupción silenciosa y sin fronteras, alentada por los enemigos de Occidente.
Es en ese terreno donde se inscribe este texto. Porque hay decisiones políticas que a primera vista pueden parecer aisladas, improvisadas, incluso torpemente oportunistas. Pero, vistas en perspectiva, revelan un patrón inquietantemente coherente que obliga a replantearse esa primera impresión. España, en los últimos veinte años, no ha experimentado una sucesión de episodios inconexos en su política exterior y energética. Ha vivido un giro sostenido, paciente y sorprendentemente disciplinado hacia la servidumbre de los intereses de China. Ese giro no ha surgido de la casualidad, sino de la acumulación —casi siempre discreta— de movimientos que encajan entre sí como piezas de un mecanismo mayor. La secuencia es hoy tan nítida que resulta imposible ignorarla: Zapatero abre la puerta, Ribera la atraviesa y Sánchez consuma la sumisión.
El momento fundacional
Para rastrear el origen del cambio hay que remontarse a 2005. En aquel año, mientras Europa observaba a China con la mezcla habitual de prudencia, expectativa y recelo, José Luis Rodríguez Zapatero decide dar un salto diplomático sin precedentes: firma con Pekín la Asociación Estratégica Integral, un estatus de alianza privilegiada que España concede con entusiasmo juvenil y sin el cálculo que caracteriza a otras cancillerías europeas. No es un gesto protocolario: es una reorientación en toda regla. A esa firma la acompañan los planes Asia-Pacífico que, desde 2008, identifican a China como «prioridad estratégica» de la política exterior española. Madrid, por primera vez en su historia reciente, empieza a mirar hacia Oriente con más interés que hacia Washington. Y lo hace no solo en el plano retórico, sino modificando drásticamente la arquitectura misma de su política exterior.
Es en ese periodo cuando aparece Teresa Ribera, primero como directora de la Oficina de Cambio Climático y más tarde como secretaria de Estado. Su carrera, en apariencia gris y tecnocrática, discurrirá exactamente en el engranaje donde el giro hacia China empieza a tomar cuerpo: la del diseño de políticas que afectan a energía, industria, emisiones, automoción y regulación ambiental.
Entre 2005 y 2011, España formula una agenda climática descaradamente alineada con lo que ya es entonces la geopolítica climática china: electrificación acelerada, expansión de renovables sin contrapartida industrial, debilitamiento progresivo de sectores tradicionales y creciente dependencia de cadenas de suministro asiáticas. No puede afirmarse que Ribera diseñara esa agenda pensando en China, pero sí que la agenda española, bajo Zapatero, estaba en perfecta sincronía con la de Pekín. La coincidencia no prueba intención, pero establece una pista que va más allá de la simple casualidad.
Un enigmático nombramiento
Cuando el gobierno de Zapatero termina en 2011, Ribera desaparece de la política española y reaparece —con proverbial sincronización— en París. Primero como asesora del Iddri, un think tank francés dedicado a la gobernanza climática, y un año después, en 2014, como su directora. Que una exsecretaria de Estado española sin trayectoria científica ni relación alguna con la élite francesa acabe dirigiendo uno de los institutos más influyentes de Europa en materia energética no es algo que pueda explicarse por su «competencia profesional». Tampoco encaja con la selección meritocrática: cuando la institución seleccionó a su posterior director, en 2018, hubo concurso internacional, comité y transparencia. En el caso de Ribera, no hubo ni rastro de proceso de selección alguno. Solo un nombramiento silencioso, opaco y sin exposición pública de acreditaciones. Ahí está la hemeroteca para comprobarlo.
En este punto toman forma las hipótesis sólidas. No las teorías conspirativas. El Iddri no es un think tank neutral ni independiente. Es un nodo intelectual de enorme influencia en la construcción de la transición energética europea y, más relevante aún, en la introducción en Europa de marcos conceptuales que encajan al milímetro con los intereses estratégicos que China lleva desarrollando con su habitual paciencia y perseverancia.
Los proyectos estrella del Iddri, como los Deep Decarbonization Pathways (Vías de descarbonización profunda), se ajustan como un guante a la planificación estatal «a la china», y en oposición a la tradición europea basada en la competencia y el gradualismo. Su extensa red de colaboradores chinos —académicos de Tsinghua, economistas del State Information Center, técnicos de la Academy of Environmental Planning— no es coyuntural; es estructural.
Basta repasar las publicaciones, seminarios y grupos de trabajo del Iddri para comprobarlo. Allí aparecen, con llamativa recurrencia, nombres que no suenan precisamente a los de un think tank europeo ni parisino: Xin Wang, especialista en mercados de carbono del gigante asiático; Ji Feng Li, doctor en Tsinghua y dedicado a modelizar el impacto económico de la política energética china; Ya Xiong Zhang, alto cargo del State Information Center; Cai Songfeng, coautor de hojas de ruta para el sistema chino de comercio de emisiones; o Biao Xiang, experto en cambio social y migraciones que también figura en la nómina intelectual del instituto.
A estos se suman otros habituales en los eventos del IDDRI: Dong Yue, de la Energy Foundation China; Li Shuo, uno de los voceros climáticos más influyentes de Pekín en la escena internacional; así como investigadores de la Chinese Academy of Environmental Planning, como Wu Shunze o Niu Ren, que firman documentos técnicos junto al personal del propio instituto.
«El IDDRI es algo mucho más parecido a una delegación europea de la estrategia climática del PCCh que a un ‘think tank’ independiente»
Si se mira más de cerca, la cosa empeora: los acuerdos de cooperación con la CAEP y el Cciee —dos organismos oficiales del Partido Comunista Chino—, o la presencia sistemática de académicos chinos como Ye Qi, Yulin Jiang, Yi Jiang, Qizhi Mao o Lijie Fang en los task forces donde el Iddri es socio privilegiado, completan un cuadro que no deja resquicio a la ingenuidad. Por no hablar de la Deep Decarbonization Pathways Initiative, en la que figuran nombres como Xiaoli Shen, Zhongxiang Zhang, Ya Xiong, Wu Shunze o Niu Ren, o de los proyectos conjuntos entre la Chinese Academy of Sciences y la European Academy of Sciences, con autores como Jihua Liu, Faming Wang, Jiangning Zeng, Yantao Li, Yunhui Wang o Zhao Jing.
En conjunto, una extensísima lista de colaboradores que, por decirlo suavemente, no parece surgida de los cafés parisinos, y que convierte al IDDRI en algo mucho más parecido a una delegación europea de la estrategia climática del PCCh que a un think tank independiente.
La pregunta, por tanto, no es por qué Ribera fue nombrada directora, sino qué objetivo perseguía su extraño y opaco nombramiento. Igual que sucede con el caso del fiscal general, que no es necesaria una prueba palmaria de culpabilidad, porque hay mil evidencias y una sincronización proverbial entre ellas que no deja lugar a duda razonable alguna, lo que sugiere la lógica respecto del ascenso meteórico de Teresa Ribera a la cúpula del IDDRI es lo siguiente: alguien con afinidad política hacia la agenda climática del zapaterismo, con experiencia ejecutiva en políticas compatibles con los intereses chinos, y con un perfil fácilmente «europeizable», era la figura perfecta, el mayordomo ideal para dirigir un instituto que ya entonces actuaba como lobby —y quizá algo más— para incorporar la visión china a la regulación europea.
No es que Zapatero levantara el teléfono para enchufarla; eso sería atribuirle un poder que no tenía. Es, más bien, al revés. Su alineación con China convertía a su protegida, Ribera, en una pieza muy atractiva y, sobre todo, útil para la penetración del modelo chino en el corazón de Europa. En ese sentido, Ribera no sería tanto un agente de Zapatero, como la candidata ideal, el activo perfecto para promover los intereses estratégicos del PCCh en Europa. Una política mediocre, pero extremadamente obediente y convenientemente formateada, habría llegado a directora del IDDRI porque, en última instancia, China lo quiso.
«Entre 2014 y 2018, bajo la batuta de Ribera, el IDDRI consolida su influencia en la Comisión Europea»
El resto de la historia encaja con una precisión perturbadora. Entre 2014 y 2018, bajo la batuta de Ribera, el Iddri consolida su influencia en la Comisión Europea y en los organismos que diseñan la arquitectura energética del continente. Sus ideas, de apariencia técnica, se convierten en pilares del discurso regulatorio europeo. Justo en ese momento, con la maquinaria conceptual ya a pleno rendimiento, Pedro Sánchez rescata a Ribera para convertirla en la cara visible de la Transición Ecológica española. La pieza diseñada para el engranaje internacional regresa para convertir a España en la punta de lanza de la estrategia de Pekín.
Para entender lo que sucederá después es crítico entender qué es realmente el Iddri. Sobre el papel, es un instituto independiente dedicado a promover políticas de desarrollo sostenible. En la práctica, es una plataforma de influencia que conecta a Francia, la Comisión Europea y —cada vez más claramente— a los organismos de planificación climática del PCCh. No se limita a elaborar informes teóricos: fabrica marcos conceptuales llave en mano que Bruselas luego convierte en legislación.
Para entender lo que sucederá después, es crítico entender qué es realmente el Iddri. Sobre el papel, es un instituto independiente dedicado a promover políticas de desarrollo sostenible. En la práctica, es una plataforma de influencia que conecta a Francia, la Comisión Europea y —cada vez más claramente— a los organismos de planificación climática del PCCh. No se limita a elaborar informes teóricos: fabrica marcos conceptuales llave en mano que Bruselas luego convierte en legislación.
La neutralidad climática para 2050, la electrificación acelerada, la descarbonización, la expansión masiva de renovables o, incluso, la proliferación de las ZBE (Zonas de Bajas Emisiones) aparecen antes en el Iddri que en la UE. El instituto ha sido durante más de una década el nodo crítico que ha conectado a los planificadores del PCCh con los reguladores europeos. No en vano, la presencia de colaboradores chinos en el IDDRI es bastante más que elocuente.
Fase final: Sánchez y la colonización
El giro deja de ser conceptual y se convierte en dramáticamente real cuando Pedro Sánchez llega al poder. España se transforma entonces en la economía europea más abierta, con diferencia, a la penetración industrial china en sectores estratégicos: baterías, automoción, renovables, redes eléctricas y componentes digitales. Esa apertura no sigue el patrón habitual de colaboración industrial. Sigue la lógica de una rendición incondicional, donde las reglas simétricas, que son el fundamento del comercio internacional moderno, desaparecen por completo.
«España no está atrayendo inversión china: está cediendo el control. Literalmente, regalando el país a los mandarines del PCCh»
Las empresas chinas que llegan a España lo hacen con repatriación casi total de beneficios, cero transferencias tecnológicas, cero transferencias de conocimiento, nulas cadenas de valor locales y, en demasiados casos, incluso con su propia mano de obra importada desde China. El episodio de los más de 2.000 trabajadores chinos destinados a operar instalaciones en Figueruelas, incluidos operarios y técnicos, pone en evidencia un modelo de colonización propio de otros tiempos que ningún país europeo habría aceptado con semejante docilidad.
España no está atrayendo inversión china: está cediendo el control. Literalmente, regalando el país a los mandarines del PCCh. Esa cesión incondicional encaja perfectamente con la secuencia que comenzó dos décadas atrás. Zapatero inaugura el giro estratégico hacia China y sitúa las bases políticas e ideológicas del proceso; Ribera, ascendida desde un think tank donde la influencia china era omnipresente, diseña después el marco regulatorio que facilita la entrada industrial asiática en España; y Sánchez lo ejecuta con entusiasmo, sin contrapesos ni contrapartidas. El resultado: una economía cada vez más dependiente de una potencia que no comparte nuestros valores ni nuestros intereses estratégicos.
La sorprendente recompensa europea a Teresa Ribera
Tras completar su misión en el Iddri y en España, con el infame colofón de la catástrofe de Paiporta — en esencia, consecuencia de las delirantes políticas medioambientales de las últimas dos décadas—, la trayectoria de Ribera no llega a su fin. Al contrario. Su ascenso no sólo continúa, sino que culmina en una recompensa apoteósica. La Unión Europea la nombra vicepresidenta ejecutiva primera de la Comisión y comisaria de Competencia, con capacidad directa para supervisar áreas cruciales en las que —oh, casualidad— China ha centrado su estrategia de expansión: energía, clima, industria, medio ambiente y el propio régimen de competencia que regula la rivalidad económica en el continente. Muy pocos políticos han acumulado un poder semejante en sectores tan estratégicos y, a la vez, tan codiciados por China. ¿Cómo es posible que los parlamentarios europeos que votaron a favor del nombramiento de Ribera pasaran por alto una trayectoria tan sospechosa como potencialmente peligrosa? ¿Qué fuerzas ocultas obraron el milagro de esta ceguera colectiva?
La recompensa económica tampoco es menor: unos ingresos brutos mensuales que rondan los 34.000 euros (más de 340.000 euros anuales), entre salario, dietas, complementos y privilegios asociados al cargo. La pregunta es inevitable: ¿cómo es posible que una figura cuya carrera ha sido una sucesión de movimientos sorprendentemente alineados con los intereses estratégicos de una dictadura comunista termine encaramada en lo más alto de la arquitectura regulatoria europea? ¿Estamos ante un síntoma de algo más profundo, más grave y más difícil de rastrear: la penetración sutil —y enormemente eficaz— de la influencia china en Bruselas? Aquí conviene no olvidar que el PCCh no sólo dirige una superpotencia industrial: China también es una superpotencia en la compra de voluntades. Y pocas inversiones generan un retorno tan colosal como colocar a una aliada fiel al frente de los resortes regulatorios que determinarán el futuro energético, industrial y competitivo de todo un continente.
¿Víctima o caballo de Troya?
Sin embargo, aún falta por apuntar un elemento decisivo que altera por completo la interpretación habitual de la transición energética europea.
Durante años se ha repetido que España ha sido una víctima disciplinada de Bruselas, obligada a someterse a directivas climáticas diseñadas lejos de Madrid. Sin embargo, la cronología real sugiere algo mucho más retorcido e inquietante: no fue la UE la que arrastró a España hacia una transición energética suicida, sino España la que, alineada desde 2005 con los intereses chinos, empujó a la Unión hacia un modelo de descarbonización catastrófico para Europa, pero extraordinariamente beneficioso para Pekín. Cuando otros gobiernos europeos han pisado el freno, España ha pisado el acelerador; donde otros se resisten, España evangeliza; donde los gobernantes europeos empiezan a dudar y a cambiar de opinión, como en el caso de la energía nuclear, Sánchez se muestra aún más vehemente.
La transición energética no habría sido tanto una imposición europea a España como una importación española a Europa. Nuestros gobernantes no han seguido instrucciones de Bruselas, sino que han ejercido como mayordomos entusiastas de una agenda que beneficia a China. Comisionados de facto, operando desde dentro de las instituciones europeas, traduciendo en normativa continental un modelo energético que desmantela la industria local y deja al continente a los pies de la superioridad tecnológica asiática.
Si este era el plan, el éxito ha sido indiscutible: España se ha convertido en la avanzadilla de una operación de influencia que ha reconfigurado el equilibrio industrial europeo en beneficio de China, un Estado gobernado por una dictadura comunista cuya estrategia no es inocente, ni benigna, ni compatible con los principios occidentales; de hecho, el PCCh no desperdicia ocasión para combatirlos, incluso ridiculizarlos.
Si no lo era, entonces la casualidad ha demostrado una capacidad de coordinación estratégica digna de un Partido Comunista que precisamente basa su poder en la paciencia, el método y la visión histórica. Da igual cuál de las dos hipótesis sea cierta: ambas conducen al mismo desenlace. España ha contribuido, con celo misionero, a consolidar el proyecto de una potencia autoritaria cuya ambición es remodelar el orden europeo desde dentro. El resultado para los ciudadanos españoles es un país más dependiente, una industria nacional todavía más precaria y una Unión Europea empujada, desde Madrid, hacia una transición energética suicida que favorece a Pekín, mientras se empobrece sin tasa y se priva de futuro a los ciudadanos europeos, especialmente a los más jóvenes.