The Objective
Luis Antonio de Villena

Islam y Europa

«Los musulmanes que vienen acá deben adaptarse a los usos y maneras europeos, y si no lo hacen, deben ser expulsados de nuestros países y sin retorno»

Opinión
Islam y Europa

Varios hombres musulmanes rezan frente a una mezquita. | Reuters

Creo que fue el hoy laureado Felipe González quien una vez, hace bastante, me dijo y se refería a las drogas: «Mientras el tema afecta a una minoría no suele ser problema y el Estado tiene poco que decir. ¿Qué importa que 400 tomen cocaína? Pero cambia si son 400.000, porque el trapicheo y las mafias crecen». En absoluto comparo al islam con una droga, pero veamos el porqué de la comparación. Si en Europa (y voy a pensar en la Europa del sur, Francia, España, Italia) se asientan grupos pequeños de musulmanes, difícilmente —salvo casos violentos— entrarán en conflicto con los demás. Pero si la minoría musulmana va creciendo y su integración a la cultura occidental (podemos decir cristiana, aunque no se sea creyente) es pequeña e incluso tratan de imponerse, de algún modo, la cosa es distinta.

Cuando, en los años 90, frecuenté ciudades musulmanas, El Cairo o Tánger, el Islam predominante era moderado. Por la calle (en Egipto, sobre todo) se veían bastantes mujeres vestidas a la occidental, y se recordaba —existe la grabación en video— que alguien tan respetado como Nasser, el padre de un Egipto nuevo, en 1958, comentaba en tono casi jocoso, que algunos grupos religiosos le habían instado a declarar de uso obligatorio el hiyab para las mujeres. Recordemos que el hiyab (que tapa la cabeza y el cuello, pero deja visible la cara) es una de las formas más moderadas del velo islámico. Nasser, que no accedió a la petición, comentó que no se podía volver al siglo XIII. Tánger fue un paraíso de tolerancia, incluso sexual. ¿Qué ocurre hoy? Que los países musulmanes laicos han casi dejado de existir, y que el islam se ha radicalizado poniendo al Corán como única ley, bendiciendo así estados y países teocráticos, donde la sociedad civil no existe, pues siempre está supeditada a la religiosa. Esta es la base de los problemas del islamismo actual, que —claro es— se agudizan mucho cuando esos musulmanes llegan a Europa.

¿Un emigrante debe perder las señas de identidad del país de dónde salió? No y sí. En privado, pero incluso en público, puede tener sus señas identitarias antiguas si no chocan con su integración a los usos del país de acogida. Los musulmanes estrictos no pueden comer cerdo ni beber vino, y no hay problema en que ellos sigan esas reglas, pero en Europa se come cerdo y se puede beber alcohol. ¿Pueden esos emigrantes, cuando van siendo más numerosos, impedir (como ocurre en sus países de origen) que se venda o guise cerdo o se consuma vino? Eso sería totalmente aberrante. Y cuando la inmigración islámica es pequeña, el problema no surge, pero cuando esos musulmanes aumentan en número, empiezan a querer —so pretexto de que merecen respeto— no respetar la cultura del país de acogida.

No hace mucho, un chico marroquí decía en una manifestación que los musulmanes venían a España a recuperar lo que era suyo, digamos la Granada nazarita que no existe desde el siglo XV. La primera ministra italiana, Meloni, ante el desdén de musulmanes por el signo de la cruz, ha respondido en tono rotundo, que a quienes moleste la cruz, vuelvan de inmediato a sus países donde no hay cruces y donde, a menudo, los cristianos son perseguidos. Recordé el mundo copto de Egipto (perteneciente a la más antigua Iglesia ortodoxa) muy a menudo perseguido en ese país, pese a que pertenece al más antiguo grupo de sus pobladores.  Hace muy poco, una foto mostraba a un joven musulmán orinándose dentro de un supermercado, sobre productos de carne porcina. Supongo que lo detuvieron y multaron, pero eso parece poco. Quien no respeta e incluso agrede las costumbres y modos del mundo que lo acoge no sólo debe de ser multado sino expulsado de nuestro país por la vía más expedita y rápida

Puede ser normal plenamente que existan mezquitas, mientras sus prédicas no sean radicales o agresivas y mientras al salir de sus ritos no alteren la vida de ese Occidente que los acepta. Acerquémonos más al problema: un musulmán puede vivir en Europa si, ante todo, acepta el modo de vida europeo y lo asume, aunque practique su religión en Europa, nunca contra Europa. Una mujer musulmana puede pasear llevando hiyab —recordemos, cara descubierta— y aún mejor la shayla, un velo largo ligeramente sujeto al cuello, y de vuelo más amplio. Pero veo muy normal que se prohíba el burka talibán (la mujer enteramente tapada, incluso los ojos, detrás de una cuadrícula) o el llamado nicab, donde todo de nuevo está cubierto, menos los ojos… Podríamos decir que esas prendas degradan la dignidad de la mujer, por mucha religión que conlleven, pero aún debemos añadir como fundamental, que esos tipos de velo entran en contradicción flagrante con la cultura básica de Occidente. Ni las monjas cristianas en la Edad Media llevaron tanto pudor o tanto desprecio varonil. Islam y Europa. Los musulmanes que vienen acá (aunque practiquen su religión) deben adaptarse a los usos y maneras europeos, y si no lo hacen, acaso tras algún tolerante aviso, deben ser expulsados de nuestros países y sin retorno. Es casi ridículo que musulmanes radicales se quieran acoger a la libertad de Europa cuando ellos van directamente a destruirla. En Europa, aceptar Europa. ¿Y por qué estos radicales se marchan de sus países de origen? Problemas fuertes en Francia y más visibles cada vez en Italia y España.

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