El poder suprajudicial de Sánchez
«Su propia debilidad institucional le lleva a intensificar los rasgos autoritarios e iliberales que mejor le cuadran a su personalidad política»

Ilustración de Alejandra Svriz.
Pedro Sánchez ha insistido ante el Parlamento en la inocencia de su fiscal recién condenado, algo que manifestó antes del juicio ante el Supremo y que ha repetido tras el fallo del alto tribunal porque, como Franco que gobernaba ante Dios y ante la historia, el presidente del Gobierno se remite al fallo del tiempo que, según él, restablecerá la verdad absoluta que afirma poseer de manera indubitable.
Si Sánchez tuviese poder suficiente corregiría el artículo 117 de la Constitución que dice «La justicia emana del pueblo y se administra en nombre del Rey por Jueces y Magistrados integrantes del poder judicial, independientes, inamovibles, responsables y sometidos únicamente al imperio de la ley» añadiendo, «claro está que siempre que sus resoluciones no contradigan las opiniones, los deseos y las apreciaciones del presidente del Gobierno, representante último e indiscutible de la soberanía popular».
En España, que padece unos excesos legislativos indudables, una reforma como la que propondría Pedro Sánchez podría servir, además, para simplificar mucho las cosas porque, en adelante, ya no sería necesario reunir tribunales ni atenerse a prolijos procedimientos, bastaría con preguntarle a él para establecer una sentencia indubitable y perfecta, aunque también podría delegar esta competencia en algunos de los suyos, para evitarnos esperas y sofocos y que la Justicia pudiese ser democrática y rápida, por añadidura.
Es lo que pasa con las normas que no se atienen al espíritu de los nuevos tiempos y siguen creyendo en paparruchas como la división de poderes o la independencia judicial. Reconozcamos que no es fácil comprender las razones por las que el fiscal general puede depender de Sánchez y los tribunales, sin embargo, puedan ir a su bola. Nuestro presidente querría poner las cosas en su sitio para restaurar la democracia como el poder ilimitado de quien tiene consigo a la soberanía popular.
En lugar de tanta división de poderes se podría establecer una norma sencilla que dijese algo como esto: «Cuando el presidente del Gobierno haya sido investido por una mayoría progresista no habrá lugar a poner en duda ni su legitimidad ni ninguna de sus decisiones, de modo que el ejercicio de sus funciones se extenderá hasta que él mismo, en uso de sus facultades soberanas, decida que ya es hora de retirarse», cosa que ya se aplica, por cierto, en algunas de las eficacísimas democracias hispanas, como las de Maduro, Ortega o la propia Cuba, que tanto admiran Zapatero como Sánchez.
«A Sánchez le resulta un gran incordio seguir soportando la insolencia de unos jueces que se han creído que pueden llevarle la contraria»
A Sánchez, quien ya gobierna sin el Parlamento, que no presenta leyes presupuestarias desde hace tres años, que se apresta a controlar con mano firme las grandes empresas privadas y que ha hecho de las públicas un comedero seguro para algunos de sus más fieles, le resulta un gran incordio seguir soportando la insolencia de unos jueces que se han creído que pueden llevarle la contraria. Le parece que no es normal que quien ha obtenido incluso el visto bueno de los enemigos tradicionales de la democracia española, de los sangrientos como los herederos inequívocos de ETA y de los más taimados como los supremacistas catalanes, tenga que estar templando gaitas y perdiendo el tiempo con unos tribunales que, por si fuera poco ya saben lo que van a durar sus sentencias cuando les llegue la hora de someterse al estrecho escrutinio del Tribunal Constitucional en el que ya se ha asentado una sedicente mayoría progresista dispuesta a darle siempre la razón a Sánchez como muestra de lo que es una democracia plena y sin tacha.
Lo peor de todo esto es que Sánchez está muy bien alineado con desastrosas tendencias que aparecen por doquier, incluso en el seno de políticas que, en apariencia son opuestas a lo que significa el sanchismo, como ocurre con el notabilísimo caso de Donald Trump. Cualquier día oiremos a Sánchez decir, si alguien tiene el atrevimiento de recordarle los crímenes de ETA bendecidos, cuando no cometidos, por sus socios de Bildu, lo que dijo Trump frente al recuerdo del brutal asesinato de Jamal Khashoggi a la llegada del príncipe saudí a la Casa Blanca: «Son cosas que pasan».
La maestría de Sánchez con sus mentiras o, según una de sus explicaciones, cambios de opinión, también tiene un aire trumpiano si es cierto, como parece, que lo normal es que don Donald mienta unas cinco veces por día según la contabilidad del Washington Post. En el caso de Sánchez no se trata, sin embargo, de una mera costumbre, de un simple hábito que recuerde la conducta mentirosa de los niños que, en realidad, tratan de que no se les castigue por sus travesuras, sino que, como ocurre con su actitud ante la Justicia, lo que hay detrás es una concepción fanática de la realidad política, la convicción de que sólo existe una manera decente de entender la vida social, la suya, por descontado, lo que supone la negativa a reconocer el valor social del pluralismo que reconoce nuestra Constitución. No hay duda de que, si pudiera, Sánchez la dejaría en cueros a ese respecto.
Que Sánchez se atreva a continuar sin el apoyo del Congreso no es, sin más, una muestra de su capacidad de resistencia y no lo es porque esa aparente renuncia desvela lo que en realidad desearía: que no hubiese Parlamento o, tal vez mejor, que solo hubiese una Cámara unánime y sumisa, como las del franquismo, que se reuniese para darle refrendo formal a sus decisiones y, sobre todo, para aplaudirle por sus muchos méritos y aciertos.
«Sánchez es reo de una alianza de minorías que tienen interés en que no caiga, pero carecen de cualquier motivación compartida»
Esta actitud moral es propia de los absolutismos y suele ser bien acogida por las personas fanatizadas e incapaces de ver la menor señal de buena voluntad o inteligencia entre quienes no comparten sus puntos de vista. En el caso de la izquierda, este sesgo profundamente antiliberal proviene de la convicción de estar promoviendo causas que no admiten contradicción de ningún tipo ni intensidad. El ecologismo, el feminismo, el curioso y bizco pacifismo que predican o la convicción de que todos los males derivan de una perversa condición del «sistema» son causas morales que no admiten ni tibieza ni, menos aún, oposición directa, de modo que, en consecuencia, cualquier especie de pluralismo es para ellos el disfraz indisimulable de la maldad.
Sánchez es ahora mismo reo de una curiosa alianza de minorías que tienen interés en que no caiga, pero carecen de cualquier motivación compartida, anomalía que se da, como vemos día a día, en el seno del propio Gobierno. Se trata de circunstancias que llevarían a la dimisión de cualquier político provisto de un adarme de respeto hacia los puntos de vista distintos al suyo, no es el caso de Sánchez al que su propia debilidad institucional le lleva a intensificar los rasgos autoritarios e iliberales que mejor le cuadran a su personalidad política.
La condena de cualquier acto de la Justicia que le resulte molesto no es para él algo que pueda suscitar la menor duda porque lo verá bajo el mismo prisma conspirativo y maniqueo con el que juzgan la libertad todos aquellos que no dudarían en suprimirla si pudieran y que, por ello, se codean con tranquilidad con los dirigentes que han convertido sus naciones en una mezcla de finca particular y presidio universal.