¿Progresismo o absolutismo?
«Como en el Antiguo Régimen, hay una selecta minoría, ellos, la élite del socialismo, o más exactamente, del sanchismo, que son, como Luis XIV en Francia»

Ilustración de Alejandra Svriz.
En Historia es de conocimiento elemental que, en la Edad Media y la Edad Moderna europeas, el sistema político más frecuente era el llamado «absolutismo», al que Alexis de Tocqueville designó como «Antiguo Régimen» en su famoso tratado El Antiguo Régimen y la Revolución. Por lo general, este modo de gobierno se definía descriptivamente como monarquía absoluta.
¿Qué significaba aquí la palabra «absoluta»? Se derivaba de una frase latina, legibus solutus, que podría traducirse literalmente como «absuelto de las leyes», privilegio que se consideraba ser propio del Monarca en el llamado Antiguo Régimen (la voz «privilegio» tiene el mismo significado). En otras palabras, las leyes no se aplicaban al Monarca, que no estaba, por tanto, sujeto a las normas jurídicas que obligaban al resto de los mortales. Característicamente, el Monarca podía incautarse de la propiedad, encarcelar, o incluso condenar a muerte a cualquiera de sus súbditos con total independencia del sistema judicial. Esto se expresaba en español en los famosos versos de Calderón de la Barca en El alcalde de Zalamea: «al rey la hacienda y la vida se ha de dar». Y en Francia, donde el absolutismo alcanzó quizá su máxima expresión, eran bien conocidas las llamadas lettres de cachet, «cartas selladas o cerradas», en virtud de las cuales el Monarca podía detener a cualquiera de sus súbditos y hacerle desaparecer, bien encarcelándole, bien quitándole la vida, sin necesidad de que un juez o tribunal refrendase la voluntad real. La más famosa cárcel política (pero, desde luego, no la única) era una torre parisina llamada la Bastilla, cuyo asalto por las turbas populares el 14 de julio de 1789 se sigue hoy conmemorando en Francia como el primer gran triunfo de la revolución.
En efecto, con la toma de la Bastilla, la revolución en Francia puso fin simbólicamente al absolutismo: se terminó con ella el privilegio real de no estar sujeto el Monarca a las leyes que regían para el resto de los ciudadanos, los cuales, por este simple hecho, dejaron de ser súbditos y pasaron a ser, y llamarse, ciudadanos, es decir, sujetos a la ley, sí, pero también protegidos por ella, porque, de entonces en adelante, todos estaban sometidos a las mismas normas, el Monarca incluido. Se acabaron así las lettres de cachet, la Bastilla, y el que el ciudadano debiera al rey la hacienda y la vida.
La igual sujeción de todos ante la ley, todos, sin excepción, fue quizá el más importante logro de los movimientos revolucionarios europeos de los que la Revolución Francesa fue el más famoso, pero no el primero, ni el último. Aunque algunas de estas revoluciones nacionales conservaron la monarquía, como la inglesa, o incluso la francesa, que, con interrupciones republicanas, la mantuvo hasta 1870, lo que nunca conservaron los regímenes políticos subsiguientes fue el absolutismo. De entonces en adelante los Monarcas dejaron de ser «absolutos» y pasaron a ser «constitucionales», lo cual significaba que ellos también estaban sujetos a la ley, cuya suprema expresión era la Constitución.
Todo esto es, o debería ser, conocimiento elemental de todos los ciudadanos sin excepción en un país democrático, porque es básico para la coexistencia civil; pero en la España de hoy esto no parece ser así, y lo más grave es que entre los ignorantes de principios políticos tan elementales se cuenten los miembros del actual gobierno, empezando por su presidente. Los pronunciamientos que han emitido durante los últimos días los miembros de un gobierno, que dice ser «progresista», acerca del juicio a que se ha visto sometido el Fiscal General, acusado de haber revelado indebidamente procedimientos del Ministerio de Hacienda que la ley determina que deben ser confidenciales y secretos, estos pronunciamientos, insisto, sugieren poderosamente que este gobierno podrá llamarse a sí mismo «progresista» como podrá llamarse «genial» o «grandioso», pero que como en realidad merece llamarse es «absolutista».
Este gobierno de «progres» tiene mucho que aprender, algo que muchos ya sospechábamos, y dentro de este aprendizaje debe contarse la historia elemental que yo acabo de resumir en los párrafos anteriores. Porque, insisto, ellos pueden llamarse «progresistas», pero debieran con más propiedad llamarse «regresistas» o, lo que es equivalente, «reaccionarios», término que se considera, en el lenguaje político habitual, exactamente lo contrario de «progresistas». Porque lo que han estado afirmando de manera muy poco velada durante estos días es que las leyes en España deben aplicarse a la gran mayoría, incluida la monarquía, pero que no deben aplicarse a los miembros del Gobierno y a sus adláteres. Como en el Antiguo Régimen, hay una selecta minoría, ellos, la élite del socialismo, o más exactamente, del sanchismo, que son, como Luis XIV en Francia, o Fernando VII en España, legibus solutus (o soluti, si hablamos en plural).
En fin, que todavía hay clases, y los sanchistas y demás parientes forman, evidentemente, la clase superior. Está bien que a la familia real se le aplique la ley penal, como ocurrió en 2018 con el entonces cuñado del rey, acusado de malversación y tráfico de influencias, o que a ella se sometan los implicados en la llamada «trama Gürtel» que afectaba a miembros del Partido Popular, y, por supuesto, que caiga sobre estos funcionarios municipales del Partido Popular en Almería, que al parecer, según se ha sabido recientemente, comerciaron ilegalmente con mascarillas sanitarias durante los años de la pandemia. En esos casos nada había ni hay que objetar a la acción de la policía y la justicia. No hay jueces franquistas en estos procesos; es de suponer que tampoco antifranquistas. Ahora bien, cuando se trata de juzgar y condenar a la élite del socialismo sanchista, mucho ojo, porque en este caso interviene el gobierno y, encabezado por el presidente, indica a los jueces que tienen que declarar inocente al acusado, y critican una sentencia cuyo contenido desconocen. Este parece ser el «progreso» según Sánchez.
Claro que, para el sanchismo, la igualdad de los ciudadanos ante la ley y ante el poder que es, como hemos visto, una de las mayores conquistas de la revolución democrática de la Edad Contemporánea, tampoco está muy clara (como tampoco está clara la Constitución para Sánchez, en materia de Presupuestos). Porque toda la política de su gobierno tiene, como principal, o, mejor, como único objetivo, negar el acceso al poder a la mitad de la población española, la que no comulga con este original credo sancho-progresista. Desde hace tres años el sanchismo ostenta el poder de la manera más irregular que darse pueda, habiendo perdido las elecciones, incumpliendo y rompiendo sus compromisos electorales, formando una camarilla de gobierno compuesta de desechos de tienta electoral, y arañando votos de acá y de allá, a derecha e izquierda, mediante su compra a cambio de concesiones que violan, una vez más, la Constitución y el principio de la igualdad entre los ciudadanos. Es una situación en que este gobierno de desechos, que no tiene más programa que impedir el acceso al poder al partido mayoritario, no solo no puede aprobar los presupuestos, sino que no puede siquiera llevar a cabo un programa mínimo de gobierno. Quizá por eso la Comisión Europea ha sacado los colores a España por unos pésimos resultados sociales y económicos, que se extienden a todo el período de gobierno «progresista».
Y, tras años de atasco político intolerable, en lugar de recabar el apoyo popular por medio de elecciones, Sánchez se niega a salir del pantano fangoso en que se ha metido (¡esto sí que es fango!) con el pretexto increíble, surrealista, de que si convocara elecciones las perdería y gobernarían los ganadores, como anuncian todas encuestas salvo las del CIS, que predicen a gusto del gobierno y a costa del contribuyente, pero que el propio gobierno no se cree. Y, según Sánchez, los ganadores, si son del Partido Popular o de Vox, como parece más que probable, no deben gobernar, aunque que tengan el respaldo de la mayoría, porque no tienen derecho a ello. ¡Cómo van a tener derecho, si son de derechas! Los españoles, por lo que se ve, somos todos iguales, pero unos son más iguales que otros. Y adivine el lector quiénes son los más iguales: sí señor, los sancho-progresistas.
Y así, progresando con los sancho-progresistas, volveremos al reaccionarismo de la España de Fernando VII. Es decir, al sancho-absolutismo.