¿Acabará Sánchez sentado en el banquillo?
«El presidente no sólo pelea por el poder político como botín, pelea para convertirlo en herramienta al servicio de una impunidad que le perpetúe»

Ilustración de Alejandra Svriz.
La escena ocurrió el lunes 1 de diciembre, en un plató de La 1, con Gemma Nierga de entrevistadora. Cuando Gemma Nierga preguntó a Pedro Sánchez si dimitiría en caso de ser imputado, se produjo un pequeño movimiento sísmico en el plató. El presidente se removió en la silla como quien escucha una blasfemia, esbozó una mueca de incredulidad y replicó irritado: «¿Y por qué iba a ser imputado?». Ese momento brevísimo confirmó que la pregunta tabú por fin había irrumpido en el debate público: ¿acabará Sánchez sentado en el banquillo?
Durante casi medio siglo de democracia, esta pregunta habría parecido una boutade, un desvarío de barra de bar. En España un presidente podía dimitir, ser derrotado en las urnas, desposeído del cargo moción de censura mediante, incluso traicionado por su partido. Después tenía a su alcance varias opciones: dar conferencias bien remuneradas, atravesar las puertas giratorias para cobrarse algún favor o utilizar su paso por La Moncloa para venderse como lobista al mejor postor. Lo que no entraba en ese repertorio era acabar sentado en un tribunal como acusado. Esa excepción formaba parte de las reglas no escritas de la Transición, esas que nadie reconoce pero todos parecen respetar: a los presidentes no se les procesa.
No existe acta que dé fe de ese pacto, por supuesto. Se sostiene en la experiencia, la costumbre y en la brumosa psicología de un sistema que limita ciertos deseos de justicia, por legítimos que sean. Cuando un asunto amenaza con descabezar a la institución que, diga lo que diga la Constitución, es en la práctica casi imparable, los partidos se tapan unos a otros. El precedente más claro lo tenemos en el caso GAL. La guerra sucia contra ETA, quizá el mayor escándalo democrático hasta la fecha, acabó con un exministro del Interior, José Barrionuevo, y el exdirector de la Seguridad del Estado, Rafael Vera, condenados a diez años de prisión por secuestro y malversación en el caso Marey, junto a otros altos cargos del Ministerio del Interior.
Aquel proceso dejó al descubierto una realidad tan incómoda como peligrosa: la maquinaria clandestina que operó al margen del Estado de derecho no podía haberse puesto en marcha sin conocimiento del entonces presidente Felipe González. El sistema decidió, sin embargo, rodear al inquilino de la Moncloa y prohibir tácitamente pronunciar su nombre. Se ideó así una denominación alternativa, «Mister X», una elipsis que decía mucho más por lo que callaba que por lo que apuntaba. Ministros, subordinados y policías entraron en prisión, el PSOE se desangró, pero la regla tácita se cumplió: al presidente se le consideró responsable político, pero nunca penal.
Esa tradición —extraordinariamente eficaz precisamente por su informalidad— ha funcionado como seguro de vida de un modelo que ha convertido la Moncloa en un imponente centro de poder. Si la Justicia pudiera franquear ese fortín y sentar en el banquillo a un presidente, el régimen del 78 dejaría de ser lo que ha sido: una democracia asimétrica donde la Presidencia, junto con los dos grandes partidos y la bisagra nacionalista, ha determinado nuestro destino por encima del deseo de las urnas. Durante casi 50 años, nadie había cruzado esa línea… hasta ahora.
Cinco días que cambiaron la Historia
Cuando la investigación judicial tocó de lleno a Begoña Gómez, Pedro Sánchez adoptó la pose de galán compungido y anunció que se tomaba cinco días para reflexionar. No hablaba como presidente, sino como doliente marido. Acompañó su interpretación con una carta pública en la que se presentaba como víctima de una «máquina del fango» dispuesta a ajustar cuentas a través de su señora.
La cronología posterior fue desmontando la impostura. Aquellos cinco días no fueron un retiro espiritual, se emplearon para confeccionar un contrataque contra las propias instituciones encargadas de investigar. A partir de entonces se activan movimientos en la Fiscalía, se multiplican los contactos con mandos de la Guardia Civil, florecen los emisarios informales, los dosieres ad hoc y las campañas de señalamiento contra quienes pudieran intervenir en la causa.
Surge entonces Leire, personaje a medio camino entre un casting de Aquí no hay quien viva y una espía de opereta. Una comisionada oficiosa de presiones, recados, advertencias y ofertas, según se tratara de fiscales anticorrupción, responsables de la UCO o jueces de instrucción. El objetivo de Sánchez no era garantizarse el derecho de defensa, sino doblegar o neutralizar a quienes garantizan ese derecho. Cuando el derecho estorba, el poder dicta su propia jurisprudencia.
La operación ideada entonces ha ido saliendo a la luz a través de filtraciones, exclusivas y grabaciones. El uso de dosieres se ha revelado sublimemente torpe; los intentos de intimidación, además de fracasar, han trascendido a la opinión pública; la imagen de un Sánchez atrincherado frente a jueces y guardias civiles se ha consolidado. Y la cortina del lawfare se ha desmoronado dejando a la vista a un Sánchez jugando a ser Rasputín rodeado de incompetentes.
«Ninguno de sus predecesores había convertido al Estado en su enemigo. Sánchez, por el contrario, lo ha hecho»
Lo relevante, sin embargo, es que esos cinco días marcan un punto de ruptura. Sánchez tenía la opción de retirarse amparado por la vieja regla no escrita, esa que protegió a «Mister X». Pudo escoger una salida relativamente honrosa, dejando que otros asumieran el coste político de una corrupción insondable. Escogió lo contrario: volar todos los puentes.
Así, Sánchez, al convertir al propio Estado —no ya a la oposición— en el objetivo, ha empujado a preguntarse a quienes lo hacen funcionar si, en este caso, la regla no escrita que obliga a cubrir las espaldas a todo presidente debe tener una excepción. Muchos jueces, fiscales y mandos de la Guardia Civil han descubierto con alarma que el presidente no solo pelea por el poder político como botín, pelea para convertirlo en herramienta al servicio de una impunidad que le perpetúe. Ninguno de sus predecesores había convertido al Estado en su enemigo. Sánchez, por el contrario, lo ha hecho.
La prueba de que va en serio no es una conjetura: ya ha tomado el Tribunal Constitucional. No hablamos de una deriva quimérica, sino de un precedente constatado. Cuando lo necesitó, no dudó: colonizó la institución llamada a poner límites al poder y la convirtió en su particular tribunal de casación. Por si quedaba alguna duda, ahora ha adelantado que ese disciplinado tribunal podrá rehabilitar a su fiscal general y desactivar futuras condenas. Si Sánchez ha sido capaz de someter al TC, también lo será con el resto del sistema: desarmar a los jueces de instrucción, achicar los espacios donde nacen las investigaciones incómodas y remover a los mandos de la Guardia Civil para que nada, absolutamente nada, escape a su control.
A diferencia de sus antecesores, que aun a regañadientes aceptaron ciertos límites, Sánchez ha decidido desafiar directamente la arquitectura institucional. Esa es la singularidad, el agujero de gusano que convierte lo imposible en posible y explica por qué, en este caso, la regla de oro de la salvaguarda presidencial puede ser ignorada.
La Justicia sigue su curso, el calendario se estrecha
El otro protagonista de esta historia es el tiempo. La Justicia en España se mueve despacio, a menudo de forma exasperantemente lenta, pero tiene una característica que quita el sueño a Sánchez: una vez fija el rumbo, suele mantenerlo. Los plazos se dilatan, los recursos se encadenan, pero los procedimientos avanzan impasibles.
Si los tiempos judiciales adelantan a los tiempos políticos, puede darse una situación nunca antes vista: un presidente del Gobierno formalmente imputado, con una instrucción lo suficientemente madura como para dar el paso siguiente. Ese paso tiene un nombre conocido pero nunca aplicado a un presidente: el suplicatorio.
Esta figura adquiere aquí una carga política explosiva. El Tribunal Supremo pediría permiso al Congreso para proceder penalmente contra el mismísimo presidente. La mayoría parlamentaria que lo sostiene, compuesta por lo peor de cada casa, debería decidir si permite o no que se le investigue como a cualquier otro ciudadano.
La jurista Guadalupe Sánchez ha analizado este posible escenario en un artículo titulado precisamente El suplicatorio de Pedro Sánchez. Su tesis es tan oportuna como inquietante: si el Congreso negara al Supremo la autorización para investigar al presidente, convertiría al Poder Judicial por la vía de los hechos en un actor sedicioso dispuesto a subvertir la democracia. El conflicto entre poderes alcanzaría una gravedad inédita. La insurrección institucional dejaría de ser metáfora para convertirse en un diagnóstico certero. El Poder Legislativo, por razones de pura supervivencia, bloquearía la acción del Poder Judicial frente al jefe del Ejecutivo. Y el modelo de 1978 saltaría por los aires.
Lo que vendría después nadie lo sabe. Pero se pueden identificar algunas nubes negras que ya despuntan en este horizonte indeseable. No habría transición ordenada hacia un nuevo equilibrio; entraríamos en un periodo de caos y descomposición en el que cada cual trataría de obtener ventaja o salvar lo que pudiera.
La bomba en el corazón de La Moncloa
En este clima, con un Estado tensionado al máximo, unas instituciones al borde de la fractura y un presidente dispuesto a llevar el conflicto más lejos de lo que nadie lo llevó antes, emerge el caso más peligroso para Sánchez: el rescate de Air Europa.
Al principio, la posibilidad de abrir una pieza separada sobre ese asunto fue frenada por la Audiencia Provincial de Madrid, al entender que no existían indicios suficientes. La decisión supuso un alivio temporal para el Gobierno y, sobre todo, para el matrimonio que reside en La Moncloa.
El tiempo, sin embargo, ha empezado a trabajar en sentido contrario. La UCO ha ido recopilando conversaciones de WhatsApp, informes y movimientos de fondos que permiten reconstruir el contexto del rescate cada vez con más precisión. El exasesor Koldo, en una entrevista concedida justo antes de entrar en prisión, dejó caer insinuaciones sobre la combinación de «amistad íntima» y negocios en la relación de Begoña Gómez con Javier Hidalgo. Otros protagonistas, como Víctor de Aldama o el propio Hidalgo, han aparecido una y otra vez en informaciones cruzadas donde se mezclan contratos, rescates públicos y favores personales.
«Que el caso Air Europa termine salpicando a Sánchez ya no pertenece al terreno de la política ficción, sino al de lo probable»
En paralelo, la Fiscalía Anticorrupción ha empezado a ver el caso con otros ojos. Según informaciones recientes, el fiscal jefe Alejandro Luzón apreciaría indicios de delito en el rescate de Air Europa, con una «intervención relevante» del exministro José Luis Ábalos. Otras apuntan a que el juez Peinado, que investiga las actividades de Begoña Gómez, habría advertido que obviar el análisis del rescate «sería prevaricar», y que la UCO ultima un informe clave sobre esa operación.
La importancia de este caso no reside solo en el dinero público comprometido, ni siquiera en el favoritismo político. Radica en la posible conexión directa con la esposa del presidente a través de encuentros, recomendaciones, cartas de apoyo y proyectos en los que confluyen intereses empresariales y decisiones del Gobierno. Si finalmente se abre una pieza separada centrada en el rescate y los indicios se refuerzan, el foco ya no podrá quedar limitado a Begoña Gómez: sería imposible sostener que el presidente desconocía lo que ocurría en su propia casa.
La hipótesis de que el caso Air Europa termine salpicando directamente a Pedro Sánchez ya no pertenece al terreno de la política ficción, sino al de lo probable.
En territorio desconocido
España no es una democracia virgen. A pesar de su relativa juventud —medio siglo no es nada—, ya ha experimentado crisis profundas. Los GAL puso a prueba la resistencia del sistema; la corrupción estructural de los años 90 erosionó la confianza ciudadana; y la crisis financiera de 2008, el procés de 2017 y los abusos de la pandemia de 2020 añadieron nuevas cargas de profundidad que siguen sin ser desactivadas.
La etapa de Sánchez ha llevado esa tensión un paso más allá. A estas alturas no se trata solo de un Gobierno con problemas judiciales, sino de un presidente que parece considerar el poder una cuestión de supervivencia personal y familiar, no un mandato limitado por reglas. Cuanto más sitiado se siente, más dispuesto parece estar a arrastrar a las instituciones en su caída.
La gran incógnita es si un puñado de jueces, guardias civiles y periodistas podrá frenar este viaje al corazón de las tinieblas capitaneado por nuestro particular Charles Marlow. Otra, indisociable de la anterior, es si podrán hacerlo a tiempo. Incluso en el escenario más optimista —investigaciones que prosperan, decisiones judiciales firmes, frenos institucionales que se activan— queda una tercera duda: ¿se recuperarán nuestras instituciones de semejante destrozo?
Pero la siguiente cuestión es todavía, si cabe, más angustiosa: ¿la alternativa que venga después tendrá la voluntad, la capacidad y la buena fe necesarias para reformar el sistema en profundidad, blindar la separación de poderes y devolver la credibilidad al Estado de derecho? ¿O se limitará, como tantas veces, a administrar los escombros?
Hace tiempo cruzamos una frontera invisible, esa línea que separa lo probable de lo imprevisible. Lo que antes habría parecido un escenario de ficción —un presidente investigado penalmente y un Congreso bloqueando a los jueces— hoy está sobre la mesa. No hay hipótesis, por sombría o luminosa que parezca, que pueda descartarse.
Lo único que sigue dependiendo de nosotros es algo mucho más prosaico pero decisivo: lo que hagamos en conjunto, y también cada uno por su cuenta. Como advertía Solzhenitsyn, una sociedad que no respeta la verdad termina respetando únicamente la fuerza. El Estado de derecho no se defiende solo, ni se reconstruye por ciencia infusa. No basta con jueces esforzados, heroicos guardias civiles y periodistas que se mantienen en pie a base de café. O hay ciudadanos dispuestos a sostenerlo… o la Transición habrá devenido en pesadilla.