La trama criminal
«La falta de vergüenza no es una falta penal, sino moral. Daña un vínculo más profundo que el del voto o el de la sentencia, corroe la sociedad civil»

Ilustración de Alejandra Svriz.
Durante unos 7.000 años, el tipo de relatos que en Europa se llamaron «historias», «crónicas» o «relaciones» mezclaron hechos ordinarios con portentos, milagros, prodigios y encantamientos contados sin la menor prevención o explicación. Como mínimo, esas narraciones estaban dotadas de un sentido oculto, trascendente a los hechos y acciones relatados, que el oyente o el lector tenía que saber descifrar: un sentido alegórico, parabólico, que permitía extraer de ellos una moraleja o un consejo útil para la vida práctica.
Ello era posible, sin duda, porque tanto los oyentes como los narradores formaban (no siempre con gusto o sin coacción) una comunidad relativamente homogénea que se reconocía en un relato único; una comunidad que definía su identidad por sus creencias religiosas y que duplicaba con naturalidad la experiencia cotidiana de las gentes con los signos del destino espiritual de los creyentes, combinando la presencia de lo excepcional con la de lo prosaico y confiriendo a la existencia una significación moral y un final feliz y justo.
Pero, desde hace no mucho más de 200 años, la realidad ha dejado de ser excepcional. Lo que llamamos «la victoria de la razón sobre el mito» o «el triunfo de la Ilustración sobre la superstición» es precisamente el proceso de separación de la poesía y la historia y el confinamiento de la religión en el ámbito de lo privado y de lo psíquico. Las instituciones políticas nacidas de esa revolución moderna ofrecen a los hombres la libertad de construir proyectos individuales de vida con un sentido inmanente, y parte de las estructuras culturales y educativas asociadas a ellas —todo lo que hoy llamamos «artes» y «humanidades»— generan una variedad inagotable de posibilidades de sensibilidad y de pensamiento que se contraponen al Libro Único o al guion obligatorio y que, por tanto, siempre tienen un sentido abierto o incompleto.
La raíz de esta incompletud no es otra que la libertad: podemos tener creencias más o menos trascendentes de acuerdo con las que regir nuestras vidas, pero estas creencias ya solo pueden ser privadas, es decir, que tienen que respetar las creencias igualmente privadas de todos los demás y, por tanto, aceptar un pluralismo de proyectos y sentidos de la vida diferentes e irreductibles a un argumento único y común.
Los motivos de este drástico tratamiento, que ha despojado a la divinidad de su derecho a intervenir en el mundo, no solamente son conocidos, sino completamente justificables: hubo en Europa un momento en el cual el empeño en mantener la autoridad de esa comunidad homogénea reunida en torno a un relato único y también a un único sentido de la vida dio como resultado el río de sangre de las interminables guerras de religión de raíces feudales que asolaron el continente durante siglos, y esa severa restricción sigue siendo aún hoy una barrera imprescindible contra nuestra propia inclinación a la barbarie. Otra cosa es el coste que este procedimiento ha tenido para los hombres, la sed de sentido y la nostalgia de lo maravilloso, la sensación de falta de argumento para nuestras vidas, el sentimiento de indigencia espiritual, inseguridad, aburrimiento y desamparo.
«Solo si la conspiración persigue fines inconfesables se justifica la trama oculta que ha de ser descubierta por el detective»
Desde los inicios de la modernidad, la cultura popular testimonia esa pobreza y, a la vez, intenta aliviarla. Las ficciones de intriga negra, que han reinado desde siempre como su género supremo, cumplen ambas funciones. A pesar de su simplicidad y de la repetición hasta la saciedad de sus esquemas, las «masas» de las sociedades contemporáneas, en cuanto disponemos de un rato de ocio, encontramos que lo más sedante para relajar las tensiones de la vida diaria es una buena intriga criminal que, por una parte, se resuelva en la última escena y, por otra, deje abierta la posibilidad de nuevas aventuras en el siguiente episodio.
Imaginar, tras las desabridas relaciones impersonales de una sociedad civil reglada por el derecho, una confabulación invisible que nos permita re-encantar el mundo añadiéndole ese suplemento de sentido que echamos en falta parece ser la manera más socorrida de calmar —aunque sea momentáneamente— esa sed de sentido que provoca la vida moderna. Como los principales recambios del discurso religioso han sido en Occidente el marxismo y el psicoanálisis (disciplinas que se revisten de aspiraciones científicas, pero cuya cientificidad siempre fue problemática), al vulgarizarse en la cultura popular han convertido el lucro económico y las patologías sexuales en las fuentes principales de esas intrigas, en las que habitualmente se mata por dinero o por placer. Unas intrigas que han de ser necesariamente malignas, porque solo si la conspiración persigue fines inconfesables se justifica su encubrimiento y su secreto, y por tanto la trama oculta que ha de ser descubierta por el detective.
Sin duda, estos «misterios» han presentado tipologías diversas a lo largo del tiempo: en los orígenes del género, un solo individuo de excepcional categoría —el investigador sagaz que emplea herramientas más sutiles que las de una policía siempre mediocre, mal pagada, expuesta al soborno y atada a las estrechas exigencias de la legalidad—, como Sherlock Holmes, Arsenio Lupin o Hércules Poirot, podía deshacer los entuertos fraguados por unos malhechores que, aunque tuvieran muchas caras y personalidades cambiantes, dependían al fin de otro individuo excepcional (por ejemplo, el profesor Moriarty).
Durante el período de entreguerras, los estereotipos de los criminales se volvieron más violentos y ambiciosos —querían dominar el mundo—, como los doctores Mabuse y Calilgari, Fantômas o Fu Manchú; y, como sus antagonistas, comenzaron a necesitar el respaldo de colectivos bien armados: en la cruda realidad, los monstruos individuales del tipo de Jack el destripador habían cedido el paso a Al Capone, que ya no era nada sin su gran famiglia mafiosa, y a Elliot Ness, que tampoco era nadie sin sus Intocables. Solo Sam Spade, el detective creado por Dashiell Hammett, defendía en solitario el pabellón del Quijote.
«Desde la caída de la URSS, el Enemigo Exterior desaparece de la serie negra y su lugar lo ocupa un enjambre de enemigos interiores»
Pero con la Segunda Guerra Mundial quedó definitivamente claro que los individuos heroicos no podían existir más que integrados en grandes organizaciones tecnológicas o militares, y el mal tomó la forma de la gran conspiración mundial o incluso extraterrestre, y por tanto el héroe tenía que disponer también de los superpoderes galácticos y científicos propios de los servicios de espionaje de las grandes potencias internacionales, como James Bond. Los viejos detectives privados, como Philip Marlowe (el protagonista de algunos relatos de Raymond Chandler), acabaron dedicándose a resolver querellas de familia.
En cambio, desde la caída de la Unión Soviética hasta nuestros días, el Enemigo Exterior ha desaparecido de la serie negra, y su lugar en la ficción popular lo ha ocupado un enjambre de enemigos interiores que viven de incógnito entre nosotros. No son ya personajes excepcionales, de la estirpe del profesor Moriarty o del Dr. Caligari, ni tampoco jefes de grandes entramados militarizados, como Spectre, sino individuos corrientes, anónimos y normales, pero completamente des-socializados, sin escrúpulos ni vínculos comunitarios, que siguen siendo asesinos a sueldo o asesinos en serie, pero que ya no quieren dominar el mundo —quizá porque el mundo público se ha disuelto a su alrededor y solo quedan enclaves de confort privados— y pasan desapercibidos en unas sociedades moralmente desarmadas.
Debido a la miniaturización tecnológica, les bastan medios aparentemente menores (como la ametralladora de Rambo o como los teclados con plugin, que permiten a un solo músico sonar como una orquesta, y también como los teléfonos móviles inteligentes enchufados a las redes sociales) para hacerse un nombre merecedor de al menos un episodio de una serie de true crime (El psicópata de Chalchuapa, El maníaco del Volga, El caníbal de Atizapán, El asesino de Twitter, La viuda negra de Irán…). No utilizan la brujería, la inteligencia ni el disfraz. Es el sistema mismo quien los produce, merced a su intrínseco nihilismo (contra el que nos alerta periódicamente el Vaticano), y por tanto no puede acabar del todo con ellos, como lo prueban los 275 asesinos múltiples de las 12 temporadas de Mentes criminales (Jeff Davis, 2005-2017).
El caso es que, entretanto, el ocio ha dejado de ser una franja de tiempo diferenciada del tiempo de trabajo o de estudio y, por la ancha vía de Internet, se ha colado en nuestras vidas para ocupar todos los tiempos muertos —aunque sean nanosegundos— que genera la actividad diaria, que por cierto son cuantitativamente mayores que cualquier otra clase de tiempo. La realidad y la ficción nos llegan por la misma vía, y cada vez es más difícil diferenciarlas.
«A veces estas fábulas, aliadas con los nuevos medios de difusión, llegan a suplantar a la realidad en las preferencias del público»
La serie negra contemporánea conserva de sus predecesoras un rasgo que cultiva con especial empeño: la idea de que los cuerpos del orden público, y en general los medios legales, son insuficientes para derrotar a las «fuerzas oscuras», porque estas últimas, instaladas en el interior de la sociedad y en algunos de sus puntos más relevantes, poseen facultades, motivaciones y medios de acción que sobrepasan los instrumentos ordinarios de lucha contra la delincuencia y, por tanto, obligan a recurrir a algún tipo de poderes material o moralmente superiores y excepcionales.
Como la política se ha convertido en buena medida en entretenimiento (y viceversa), a veces estas fábulas, aliadas con los nuevos medios de difusión, llegan a suplantar a la realidad en las preferencias del público, como ya sucedió con la emisión radiofónica de Orson Welles La guerra de los mundos en 1938, y como hoy sucede a veces en las convocatorias electorales. Cuando sentimos que en nuestro mundo, como suele decirse, «la realidad supera la ficción» (una sensación a la que es difícil escapar viendo los telediarios), no tiene nada de extraño que la ficción, por su parte, intente superar a la realidad prosaica de la ciencia y la democracia, devolviéndonos la siniestra (pero consoladora) imagen de una trama oculta y homogénea de sentido que gobierna en secreto el universo.
Pero algo así solo puede ocurrir allí donde la superstición vuelve a triunfar sobre la Ilustración, es decir, donde esta última ha sido sistemáticamente minada provocando un estado de pobreza cultural generalizado, y empujando a las poblaciones a la nostalgia simplificadora del Sentido Único. Este sería un argumento perfecto para una buena intriga criminal. Pero no estoy seguro de que fuese una intriga de ficción. El joven que asesinó a Charlie Kirk el pasado 10 de septiembre no conocía a su víctima más que por el cartel promocional que en las redes le identificaba como «fascista peligroso».
Sin duda, para Kirk fue letal recibir un disparo físico en lugar de los ataques electrónicos a los que debía de estar acostumbrado, pero para su asesino probablemente la diferencia no fuera mucho más allá del hecho de que en los Estados Unidos es tan fácil acceder a las armas como al teléfono móvil. Se dirá que la facilidad de acceso a las armas de fuego es un defecto de la ley, y no niego la importancia de ese argumento; pero lo que facilita que el asesinato, aunque solo sea virtual o civil, esté al alcance de cualquiera, bien podría ser la falta de vergüenza que emana del hecho de vivir en una atmósfera de cristal líquido llena de nombres y caras en la que los primeros son seudónimos y las segundas fotografías retocadas.
Y la falta de vergüenza no es una falta penal, sino moral. Daña un vínculo más profundo que el del voto o el de la sentencia, corroe la sociedad civil. Desde luego que ese daño sólo lo percibirán aquellos a quienes les quede aún un poco de vergüenza (que yo creo que son bastantes). Pero, en cualquier caso, es únicamente sobre la reparación de ese daño, si es que se puede reparar, sobre lo que se podrá edificar una política que no dé vergüenza ajena. Otro día les pongo algún ejemplo.