Nostalgias prenavideñas
«Nos conmueven las historias de quienes no llegaron a tiempo o albergaron fundadas ilusiones y no mucho después sufrieron el más cruel de los destinos»

Ilustración de Alejandra Svriz.
No me digan que no les conmueven las historias de quienes no llegaron a tiempo o albergaron fundadas ilusiones y no mucho después sufrieron el más cruel de los destinos. Sí, me refiero a la conmoción de quien ve los toros desde la barrera de la historia y comprueba que un semejante por poco no vivió un acontecimiento que fue una posibilidad añorada durante años. Cualquiera, a poco que tenga curiosidad y mire hacia atrás como el aficionado pendiente del lance en el ruedo, puede sentir ese estremecimiento.
Lo he pensado mucho estos días indagando sobre la imagen con la que se ilustra un libro que lleva por título Guerra civil en Asturias, publicado en 1938 por Ovidio Gondi y que cuenta con ilustraciones de Germán Horacio, un pintor, dibujante e ilustrador notable que se exilió en México recién concluida la guerra y que murió en febrero de 1975 en Ciudad de México «[…] sin haber podido regresar a Asturias» dice su entrada en Wikipedia. Había abandonado España en mayo del 39. ¿Cuántos no habrá como Horacio? Me viene también ahora al recuerdo unas imágenes emitidas por televisión española el día de la victoria histórica del PSOE el 28 de octubre de 1982: una mujer joven se asoma llorosa a la cámara y dice estar contenta pero también apenada porque sus padres no llegaron a tiempo de ver ese momento que para ellos hubiera sido muy dichoso.
Y si pensamos en acontecimientos más cotidianos: ¿Cuántas veces el llanto no solo responde a nuestro dolor por la pérdida del ser querido que fallece, sino también por la abuela, abuelo, padre o madre que, por meses, días u horas incluso, pudo haber sido y no lo fue?
En su conmovedora autobiografía Vive (When Breath Becomes Air), el joven neurocirujano Paul Kalanithi, sabedor del infausto pronóstico del tumor que le aqueja, le pide a su mujer que tengan un hijo. «¿No crees que despedirte de tu hijo hará de tu muerte algo más doloroso?», le pregunta Lucy. Adversus Epicuro, responde Paul: «¿No sería estupendo si así ocurriera?». Y remacha: «Tanto Lucy como yo sentíamos que la vida no consistía en evitar el sufrimiento». Kalanithi llegó justo a tiempo, por meses, de milagro.
Lo pienso también cuando leo el arranque del magnífico ensayo La generación perdida de Juan Francisco Fuentes, la antesala del no menos interesante Bienvenido Míster Chaplin que le ha valido el Premio Nacional de Historia de este año. La historia arranca con una encuesta que llevó a cabo el periódico El Sol allá por 1929 en la que se preguntaba a un grupo de entonces jóvenes españoles por sus ideas sobre el amor, la patria, el tiempo que les había tocado vivir y por lo que esperaban que el futuro les deparara.
«Estremece indagar acerca del destino de tantos de aquella generación a los que atravesó tan trágicamente la guerra civil»
Conmueve leer las respuestas que recopila Fuentes; a una Matilde Ucelay, entonces con 17 años, la primera mujer arquitecta colegiada en España, decir, sobre la vida (adversus Kalanithi): «Para mí vivir es gozar, y gozar es vivir». Pero sobre todo estremece indagar acerca del destino de tantos de aquella generación que también participaron en la encuesta y a los que atravesó tan decisiva y trágicamente la guerra civil. A Ucelay, su pasado connivente con la República le costó unos años de inhabilitación aunque luego pudo desarrollar su profesión y fue finalmente recompensada con el Premio Nacional de Arquitectura en 2004, cuando ya contaba con 92 años.
En cambio, Ricardo Zabalza, el maestro socialista, no llegó a tiempo de abandonar España estando ya en el puerto de Alicante en marzo de 1939, y fue ejecutado en 1940. En su última carta escribía: «Cuando leáis estas líneas ya no seré más que un recuerdo». Mejor suerte tuvo en cambio el mallorquín Antonio María Sbert, uno de los fundadores de ERC, que, a diferencia del pintor asturiano Germán Horacio, sí llegó a tiempo de volver de su exilio mexicano y acompañar al séquito de Tarradellas en su triunfal entrada en Barcelona en aquel octubre de 1977 tan cargado de esperanzas.
Y estremecen algunas evoluciones ideológicas, de temperamento y de carácter. Felipe Acedo Colunga afirmaba en 1929 en la encuesta de El Sol que «es forzoso otorgar independencia jurídica y económica a la mujer» y que «concibo la religión como una dirección del espíritu, pero no como una captación de poder… en un orden doctrinal la Iglesia debe estar separada del Estado». El mismo Acedo ejercía de fiscal diez años después en el proceso contra Julián Besteiro para el que pidió la pena de muerte por el delito de adhesión a la rebelión militar (hecho evidenciado a su juicio por la asistencia de Besteiro a la coronación del rey Jorge VI en mayo de 1937 en nombre de la República).
«’Hay que recordar hacia mañana’, dice el Viejo de la obra ‘Así que pasen cinco años’ de Lorca»
Otro ilustre historiador, Santos Juliá, ha detallado los alegatos de Acedo: el marxismo, el parlamentarismo y la democracia («manifestación esporádica o transitoria de los rugidos del populacho»), los ideales por los que Besteiro había luchado eran injertos exóticos provenientes de la Revolución Francesa, y de lo que se trataba, según el fiscal Acedo, era de reconstruir la vida espiritual española a la luz de las concepciones luminosas de la Edad Media. «Nosotros —decía— no somos demócratas más que de aquella democracia que consiste en ponerse todos juntos de rodillas ante la imagen de nuestro Señor».
«Hay que recordar hacia mañana», dice el Viejo de la obra Así que pasen cinco años de Lorca, y así se lo ha recordado Felipe González a la infanta Leonor con motivo de la reciente ceremonia de entrega del Toisón de Oro. Le sugería con ello que para interpretar bien el futuro con el que le tocará lidiar, la memoria puede ayudar. Sin embargo, cuando tenemos la ocasión de «recordar hacia ayer» leyendo testimonios como los que figuran en La generación perdida resulta imposible sustraerse a la sensación de que el mañana de los asuntos humanos sigue siendo un contingente indescifrable pero que no podemos darnos por vencidos.
«La envolvieron en sábanas y me la acercaron» —escribe Paul Kalanithi en las últimas páginas de Vivir cuando ya ha nacido su hija—. «Al sentir su peso en un brazo y la mano de Lucy en la otra, las posibilidades de la vida emanaron ante nosotros. Las células cancerígenas en mi cuerpo estarían muriendo, o quizá reviviendo de nuevo. Divisando la extensión que se abría ante nosotros no vi un yermo vacío, sino algo más simple: una página en blanco en la que proseguir».