Defendamos lo que nos defiende
«Gracias a la Constitución somos ciudadanos libres e iguales, no autómatas dirigidos por el capricho absoluto del Estado»

Alejandra Svriz
Siento que los ciudadanos españoles vivimos hoy con una escalofriante sensación de intemperie. Soplan malos vientos de desunión, se acumulan nubarrones muy oscuros y truenos cada vez más cercanos. No es propiamente que tengamos miedo, lo cual podría estimular nuestra búsqueda de parapetos, sino algo peor y más pernicioso: sentimos desesperanza. Hay fuerzas más o menos ciegas que zapan los cimientos de los edificios en que podríamos refugiarnos y adversarios del orden nada casuales que no toleran sino las formas de aparente armonía que ellos pueden tiranizar. Dejemos de repetir la queja estéril de la tremenda polarización del país como si hubiese realmente dos polos de semejante calibre y respetabilidad que, tirando en direcciones opuestas, desgarrasen las carnes políticas palpitantes de nuestra patria (la palabra misma a unos les encandila y a otros les rebela). La terca oposición a lo democráticamente establecido, cuyo derrumbe nos invalidará a la mayoría, no es en modo alguno equivalente a la resistencia a entregar las instituciones comunes a las ambiciosas maniobras de una secta cuyo único principio, por inconfesable que sea, es privilegiar la perpetuación de Uno y sus acólitos en el poder. No es polarizar, resistirse a la sumisión ni aceptar como progresistas los dogmas más obtusos de los que viven unos cuantos a costa del resto del país. Los mamporreros del desorden establecido (tipo Sánchez Cuenca y otros de El País) comprenden al Gobierno como «último bastión contra la alucinada barbarie dialéctica en la que está sumida media España». O sea que solo Sánchez puede salvarnos de los que no tragan sus mentiras y sus turbios manejos. En fin, a Sánchez Cuenca le sobran ‘haters’ y le falta un psiquiatra.
Volvamos a lo elemental porque a veces es indispensable repetirlo. La Constitución es distinta a todas las demás leyes del país no solo por su rango superior, sino por el objetivo que pretende. Las normas penales y civiles aspiran a defender a la sociedad en que vivimos de las agresiones que los apetitos egoístas individuales cometen contra los derechos de los demás y contra lo común. Gracias a las leyes podemos vivir juntos de manera razonablemente ordenada y provechosa para todos. En cambio, la Constitución no pretende tanto regular comportamientos sino diseñar lo que somos y nadie puede impedirnos ser. Gracias a la Constitución somos ciudadanos libres e iguales, no autómatas dirigidos por el capricho absoluto del Estado. Permítanme que insista: la libertad y la igualdad son las exigencias constitucionalmente defendidas, no la justicia social, la bondad humana, los mandamientos de cualquier dios o la felicidad de grandes y pequeños. Esos otros nobles (unos más y otros menos) objetivos pueden ser perseguidos por los ciudadanos y orientar sus preferencias políticas dentro de los límites autorizados por las leyes, pero no definen en que consiste su ciudadanía. Las leyes comunes protegen a la sociedad contra los individuos abusones y la Constitución sostiene y defiende a los ciudadanos contra el gran aparato estatal. Y por supuesto, impide (o pretende impedir) que el Estado se tome libertades en detrimento de las de los ciudadanos y se comporte arbitrariamente… por nuestro bien. Por supuesto, la Constitución no es inamovible porque nada humano lo es (los creyentes pueden rogar a su Dios que ampare nuestra armonía legal, pero no que su santa voluntad sustituya a los acuerdos de los legisladores) pero incluye los propios mecanismos para modificarla. Nada fáciles, desde luego, porque la más elemental prudencia política aconseja desconfiar de quienes pretenden alegremente saltarse la Carta Magna… y no digamos pasar por debajo de sus mandatos como si fueran convenciones que no merecen ser tomadas demasiado en serio.
«No se equivoquen, el enemigo de quienes no critican al Gobierno cuando se cisca en la Constitución son ustedes, los libres e iguales a los que no quieren dejar serlo»
Por favor, relean la Constitución, que después de todo es más corta y comprensible que la mayoría de los best sellers recomendados en Babelia. Reléanla solos o en compañía de sus amigos, de las personas amadas y de sus hijos: sobre todo de sus hijos, por favor. Discútanla, pero con el respeto y la reverencia de quien pretende defenderla, no dárselas de burlón o de rebelde. Ya hay bastantes contestatarios en los medios audiovisuales y pueden preguntar a Silvia Intxaurrondo cuanto cobran por serlo. No se equivoquen, el enemigo de quienes no critican al Gobierno cuando se cisca en la Constitución (por ejemplo lo de los Presupuestos, acuérdense) son ustedes, los libres e iguales a los que no quieren dejar serlo. ¿Y el Tribunal Constitucional? Pues santo y bueno, pero no olvidemos lo que puede leerse desde la primera página del texto promulgado hace 47 años: «La soberanía nacional reside en el pueblo español del que emanan los poderes del Estado». El pueblo español, los ciudadanos libres e iguales. De ellos vienen los poderes del Estado, no de los partidos, ni del Parlamento o el Senado, ni de las diferentes autonomías, ni del Tribunal Constitucional… ni mucho menos de Waterloo o de Ajuria Enea.