La memoria de Shakespeare como lección
«La memoria es la materia de la que están hechos los sueños y las pesadillas, por eso se recomienda no ponerle adjetivos. Leer biografías con formidable benevolencia»

Ilustración de Alejandra Svriz.
El 15 de mayo de 1980, según recordaba María Esther Vázquez, Borges publicó el que sería su último cuento, en el diario bonaerense Clarín, La memoria de Shakespeare. De Macedonio Fernández, su referente oculto, había aprendido que toda literatura es literatura sobre literatura. Lo que se cuenta es sencillo, su lectura compleja. Hermann Sorgell, el narrador, contará como recibió tan preciado don: «He nombrado a Daniel Thorpe. Me lo presentó el mayor Barclay, en cierto congreso shakespiriano. No diré el lugar, ni la fecha; sé harto bien que tales precisiones son, en realidad, vaguedades». Para gentes dedicadas al estudio del autor de Hamlet, es una oportunidad única. Daniel Thorpe, poseedor de tal memoria, le adelanta que, lógico y previsible, había escrito una biografía de Shakespeare, pero había sido recibida, por parte de la crítica, con cierto escepticismo: «He escrito una biografía novelada que mereció el desdén de la crítica y algún éxito comercial en los Estados Unidos y las colonias».
El narrador lo acepta entusiasmado. Podrá disponer de los hechos, contantes y sonantes, de la vida, apenas sospechada del inglés. Las emociones, los rostros, los momentos que permitieron crear una obra magna. Pero la línea de la memoria es borrosa. Llega a confesar que es «como si me ofrecieran el mar». Allí están depositados los detalles más nimios, los sueños insospechados, las sensaciones verdaderas. Es una memoria ajena que se instalara en la propia. Comienzan las desavenencias, ante el inmenso legado recibido.
La memoria de Shakespeare, nada menos, y la suya propia, «como nadie lo fue de nadie». Comienza a descubrir que en tal memoria no logra fijar lo que constituye la singularidad del poeta. A él le interesa llegar a la esencia de la creación, lo que importa es adentrarse en los entresijos, puro laberinto borgiano, de una obra hoy universal. Pero el material que ha recibido no le adelanta las claves, ni le permite habitar en los pormenores de dicha creación. Borges adelanta la imprecisión de una biografía. Porque una vida está tejida de múltiples memorias que se suman caprichosas a la que se considera la propia: «De Quincey afirma que el cerebro del hombre es un palimpsesto». Porque «cada nueva escritura cubre la escritura anterior y es cubierta por la que sigue».
Son las zonas de sombra de cualquier biografía literaria: «La memoria del hombre no es una suma; es un desorden de posibilidades indefinidas». Porque: «Quien adquiere una enciclopedia no adquiere cada línea, cada párrafo, cada página y cada grabado; adquiere la mera posibilidad de conocer alguna de esas cosas». En este caso, «la mágica memoria de un muerto». Pero esa memoria le conduciría a un territorio movedizo, desencantado: «La memoria de Shakespeare no podía revelarme otra cosa que las circunstancias de Shakespeare. Es evidente que éstas no constituyen la singularidad del poeta; lo que importa es la obra que ejecutó con ese material deleznable».
Y aquí llegamos a la clave del enigma: «¿A qué destejer esa red, a qué minar la torre, a qué reducir las módicas proporciones de una biografía documental o una novela realista el sonido y la furia de Macbeth?». Todo el cuento es una elegía a la melancolía. Profundamente cervantina. Tiene gracia tratándose de Shakespeare. Jugar a las biografías, zarandear la memoria.
«Cruzar la línea oscura de la memoria de cualquiera es un paso hacia la incertidumbre»
Divagar entre lo que fue o pudo ser, cruzar la línea oscura de la memoria de cualquiera es un paso hacia la incertidumbre, un vaivén entre el desasosiego pessoano y la plenitud lectora. Ni siquiera Shakespeare. Nadie, ni el poseedor de la memoria de Shakespeare y con él, el más cualificado lector, nunca podrá descifrar los códigos invisibles, inasibles de una vida. Es conmovedor todo aquel que busca los puntos cardinales de una obra basándose en la vida.
¿Cómo descubrir ese momento misterioso en el que se alumbró la figura de Hamlet, de Falstaff, de Macbeth? ¿En qué lugar descubrir los instantes sagrados de la creación? ¿En la infancia? ¿En las noches de tabernas londinenses? Quien adquirió la memoria de Shakespeare solo podrá distinguir esos momentos de vida, quizá epifanías, emociones, halagos, penumbras, fracasos, desolaciones, pero nunca, al menos así se nos cuenta, en qué mágico instante esa vida, esas diversas, distintas y distantes experiencias se tradujeron en obras inmortales.
Borges regresa a dos de sus asuntos esenciales: el otro y la memoria. Confundidos, enredados. La memoria de Shakespeare comienza a confundirse con la memoria de quien la adquirió. La situación es insoportable, porque ya no sabe quién es quién. ¿Lo sabemos los demás de nuestras propias vidas? ¿O es la memoria una suma de muchas vidas cruzadas? Y, como lección de teoría literaria, ¿quién puede afirmar en qué momento de la vida de cualquier autor se disparó la imaginación y se relaciona con un hecho concreto? La memoria es la materia de la que están hechos los sueños y las pesadillas, por eso se recomienda no poner adjetivos a la memoria. Leer las biografías con formidable benevolencia.