No era esto
«El sanchismo pudo ser otra cosa, pero no lo era; seguramente porque nunca fue nada muy alejado de la farsa: un afán declarado de poder por el poder»

Ilustración de Alejandra Svriz.
Se cuenta que, al poco de iniciarse la Segunda República, tras la quema de conventos y de iglesias en 1931, el filósofo Ortega y Gasset proclamó en la prensa: «¡No es esto, no es esto! La República es una cosa, el radicalismo es otra». Salvando el tiempo y las distancias, cabe preguntarse si era esto lo que podía esperarse de Pedro Sánchez cuando accedió al poder en 2018. En aquellos meses, la sociedad española vivía conmocionada por los casos de corrupción que atenazaban al Partido Popular. La larga sombra del procés, unida al recuerdo de la década perdida para la economía —con sus secuelas activas aún hoy—, había creado un caldo de cultivo ideal para el populismo. Podemos era entonces un actor relevante, al igual que Cs.
Se hablaba de la necesidad de un reset democrático y una nueva generación de políticos, periodistas y académicos se apresuraba a sustituir a las principales figuras del establishment que se había consolidado en España con la Transición. Las redes sociales, blogs y cuentas de Twitter recurrían ya a un registro distinto: más directo y brutal, menos encorsetado por la tradición europea, más estadounidense en sus referentes culturales. Ramón González Férriz ha contado en La ruptura (Ed. Debate) cómo un grupo de jóvenes de distintas ideologías se acercó al poder buscando transformar el país y cómo terminó rompiéndose esa amistad generacional precisamente con la llegada del PSOE al Gobierno. ¿Qué pensarán los que persiguieron sus ambiciones al amparo del sanchismo? ¿Qué queda de aquella vocación llamada a regenerar el sistema? ¿Dirán acaso, como Ortega: «¡No es esto, no es esto!»?
Porque, en efecto, no era esto cuando desembarcó Sánchez en la Moncloa; aunque ahora descubramos que sí lo era, por más que algunos no quisieran —o no quisiéramos— verlo. Aquel primer gobierno auguraba algo distinto, más moderno en su latido generacional. Era el PSOE de siempre, pero a la vez surgían nuevas figuras ajenas al tradicional combate político. Un mito nacional como Pedro Duque se atrevía a ser ministro y a hablar ruso en la televisión. Era alguien de quien podías sentirte orgulloso. Y no era el único. Un grupo de tecnócratas cohabitaba con viejas figuras de prestigio en el partido, como Josep Borrell, y con filósofos de aparente tono sosegado, como Salvador Illa. El contraste con el gobierno desgastado de Rajoy resultaba evidente, aunque sólo fuera por su novedad formal y por un cierto atrevimiento.
Quiero decir que el sanchismo pudo ser otra cosa, pero no lo era; seguramente porque nunca fue nada muy alejado de la farsa: un afán declarado de poder por el poder; una voluntad suicida que carece de músculo moral, a pesar de revestirse constantemente de lenguaje moralizador. Los cual no es una lección menor; no, al menos, para aquellos que llegamos a la vida adulta con la ingenuidad de los noventa. En su brutal crudeza, y frente a los desvaríos posmodernos, el sanchismo nos ha enseñado que al poder no se accede después de escribir el relato, sino antes, mucho antes. Nuestro error fue pensar que la nueva política traía de la mano una promesa moral que se demostró inexistente. Peor aún, falsa.
Visto ahora con la perspectiva que da el tiempo y a la luz de lo que hemos ido descubriendo día a día, nos damos cuenta de que fue el senador Juan Milián quien, en El proceso español, supo leer el futuro con una exactitud casi profética. Visto así, sólo cabe esperar saltos adelante. Sin sentido de Estado ni de responsabilidad, la historia terminará juzgando con dureza a aquellos gobernantes que no supieron ni quisieron estar a la altura.