The Objective
Alejandro Molina

¿Nos renta Sánchez? Entre la 'hybris' y el coste hundido

«No es extraño que gobernantes cercados por escándalos se aferren al poder por factores psicológicos personales y dinámicas sociales que justifican su conducta»

Opinión
¿Nos renta Sánchez? Entre la ‘hybris’ y el coste hundido

Ilustración de Alejandra Svriz.

Sólo un gobernante como Pedro Sánchez y un peculiar cuerpo social como el que le sostiene pueden explicar que la manera de salir al paso del último carrusel de imputaciones, detenciones y registros en Ministerios, empresas públicas y organismos del Estado —y de las evidencias de encubrimiento de acoso sexual en la misma Moncloa— sea comparecer para anunciar, en lo que él llama «ejercicio semestral de rendición de cuentas», un Real Decreto-Ley que incluye una «medida transformadora» consistente en… un carné de transporte regional: «Todos los ciudadanos y ciudadanas van a poder sacarse un abono con el que van a poder viajar por todo el país». Recuerden, Real Decreto-Ley: norma del gobierno con rango legal, promulgada sin debate ni enmiendas parlamentarias, prevista exclusivamente para el «caso de extraordinaria y urgente necesidad» (art. 86 de la Constitución).

Por supuesto, el único interés informativo de la comparecencia —que resultó ser la del abono-transporte— radicaba en el posible anuncio de una eventual remodelación del Ejecutivo, la convocatoria de elecciones o la asunción de algún tipo de responsabilidad política por parte de Sánchez. Pero no: agotará la legislatura porque «este Gobierno le sienta bien a España; a los españoles y españolas les renta este Gobierno».

Ante salidas como la descrita —para no asumir ningún tipo de responsabilidad política o siquiera adoptar alguna decisión de calado que dote de sentido o impulso a esta atípica legislatura sin actividad legislativa («vamos a avanzar con o sin concurso del poder legislativo»)—, se antojan insuficientes las perspectivas ideológicas, sociales, económicas y hasta de mera cultura política que permitan desentrañar la pertinaz resistencia de Sánchez a aceptar que no es racional seguir. Que no sólo las mociones de censura o las elecciones cada cuatro años determinan la conclusión de un mandato de gobierno; que existen factores —de tensión social, de pérdida de credibilidad, de deterioro y degradación de las instituciones, de deslegitimación fáctica de la acción de gobierno— que, por responsabilidad o incluso por mero cálculo político en interés propio, imponen renunciar.

Es ya casi lugar común invocar la hybris (ὕβρις en griego), bajo cuya influencia se estaría conduciendo Sánchez, para explicar que son la arrogancia, la soberbia y la autoexaltación desmedida lo que clínicamente llevaría a este arquetipo de líder a desafiar los límites establecidos; creyéndose superior a los demás y por encima de las normas morales, jurídicas y sociales y soslayando las consecuencias de sus acciones en un escenario de desconexión con la realidad, de ilusión de invulnerabilidad.

¿No hay acaso síntomas de hybris cuando Sánchez afirma en el actual contexto que «la contundencia contra el acoso y el abuso sí tiene unas siglas, unas solas siglas, y son las del Partido Socialista Obrero Español, a tenor de lo que hemos hecho durante estas últimas semanas…/… no nos vamos a olvidar de a quiénes servimos y quiénes somos y lo que hemos logrado durante estos siete años por las mujeres y por el país»?

«Son líderes que experimentan un debate interior entre su autoimagen como personas éticas y la corrupción que se les reprocha»

No es extraño que gobernantes cercados por escándalos o acusaciones verosímiles de corrupción se aferren al poder por una combinación de factores psicológicos personales y dinámicas sociales que normalizan o justifican su conducta. Factores que pueden crear una barrera mental contra la dimisión —como forma máxima de asunción de responsabilidad política—, fomentando la negación, la racionalización de la propia legitimación y una exacerbación del apego al estatus.

Son líderes que experimentan un debate interior entre su autoimagen como personas éticas y los actos corruptos que les son reprochables por acción u omisión (v.gr., culpa in eligendo o in vigilando), lo que termina por generar una disonancia cognitiva cuya resolución conduce a racionalizaciones: como negar la responsabilidad («Somos la primera organización política que ha decidido afrontar el problema del acoso y de los abusos con total transparencia, con absoluta contundencia»); o minimizar el daño («la corrupción sistémica acabó con la salida del Partido Popular del Gobierno de España»); o apelar a lealtades superiores («Debemos continuar neutralizando la emergencia climática… defender el Estado del bienestar… debemos también proteger la democracia y el orden multilateral… para hacerlo tenemos que aguantar campañas de acoso personal, mentiras… lo haré porque la razón que buscamos no solo está en el presente de nuestros conciudadanos, también está en el pasado y en el futuro de nuestro país»).

Justificaciones todas ellas que permiten mantener la autoestima sin asunción de responsabilidad, transformando la corrupción en algo normalizado, en un peaje necesario para la consecución de un bien superior.

Sánchez es, comparativamente, un político muy joven (53 años), cuya dimisión en un entorno como el actual determinaría muy probablemente el final de su carrera política. No puede obviarse por ello, como forma de explicación de su contumacia, el temor a perder poder, el estatus. Entra en juego aquí otro sesgo de autopercepción, el llamado en economía sunk cost fallacy, o falacia del coste hundido o irrecuperable, que aludiría a la necesidad de justificar internamente la continuación de un proyecto en atención a lo que ya hemos gastado o invertido en él, aunque los beneficios futuros no lo compensen (el proyecto del avión de pasajeros Concorde quizá sea el más paradigmático).

«Tras invertir años y esfuerzo en ascender, renunciar parece un desperdicio irracional»

Los costes hundidos, los esfuerzos del pasado no recuperables (piénsese en las piruetas y equilibrismos de Sánchez para llegar a ser secretario general de su partido o para conseguir el pacto de investidura) desembocan en factores emocionales como la aversión a materializar las pérdidas (es preferible evitar el dolor que admitir el fracaso de una dimisión) y el anhelo de no sentir que hemos desperdiciado algo. Tras invertir años y esfuerzo en ascender, renunciar parece un desperdicio irracional, provocando mayor apego emocional al cargo.

La peculiaridad de la inversión irrecuperable en este caso quizá radique en que los costes hundidos los ha asumido también —y, sobre todo— la democracia española, al haber sacrificado, en pos de necesidades coyunturales de un proyecto personal, activos estructurales de la arquitectura constitucional, como son las cesiones respecto de la redistribución interterritorial o el borrado de delitos contra dicha arquitectura.

A la vista de los costes hundidos que aún es capaz de provocar un presidente bajo el síndrome de hybris, ningún economista concluiría que nos renta Sánchez casi dos años más.

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