Sánchez: cinismo, poder y apocalipsis
«En esta España rígida y empobrecida, el apocalipsis oficial tiene rostro. Pedro Sánchez no cree realmente en el fin del mundo: cree en el poder de administrarlo»

Ilustración de Alejandra Svriz.
Pedro Sánchez lleva días repitiendo que la rectificación de Bruselas sobre los motores de combustión es «un error histórico de Europa». No le basta con defender el coche eléctrico: le indigna que la UE haya decidido permitir que siga existiendo algo tan reaccionario como un motor de gasolina o diésel más allá de 2035, aunque sea con exigencias mucho más duras de emisiones.
La Comisión, presionada por gobiernos —Francia y Alemania, especialmente— y fabricantes, ha pasado de la prohibición total a un escenario algo más flexible, pero no demasiado: reducción del 90% de emisiones y posibilidad de que sigan vendiéndose coches con motor térmico bajo duras condiciones. De inmediato, el presidente del Gobierno español ha salido en tromba para calificar esa marcha atrás como una claudicación imperdonable, un desvío del camino recto hacia el futuro electrificado, sostenible y, claro está, de izquierdas.
Uno puede pensar —yo lo pienso— que en el caso de Sánchez el entusiasmo por el vehículo eléctrico tiene menos que ver con «salvar el planeta» y más con defender un modelo regulatorio que beneficia claramente a la industria china del coche eléctrico, que hoy domina segmentos clave del mercado y está desplazando a los fabricantes europeos. Pero, sea por convicción ideológica, por alineamiento geopolítico o por simple prestación de «servicios domésticos», quizá remunerados, lo relevante es otra cosa: la pulsión de planificar el futuro desde arriba, de decretar por ley qué tecnología «debe» existir dentro de diez o 20 años. Ese impulso, cuando la sociedad lo consiente, es síntoma de algo más profundo: miedo al futuro.
El temor al mañana no es nuevo. Desde que el ser humano aprendió a dejar constancia escrita de sus inquietudes, el futuro aparece como promesa pero también como amenaza. Sin embargo, durante siglos la contemplación del porvenir como horizonte apocalíptico fue minoritaria. La idea dominante en Occidente era de progreso; es decir, la convicción de que, con sus altibajos, la humanidad estaba compelida a crecer y a mejorar sus condiciones materiales, sus instituciones y hasta su vida moral.
Robert Nisbet lo expresó maravillosamente en Historia de la idea de progreso: desde los griegos hasta la era moderna, pasando por el cristianismo, la Ilustración y los padres fundadores de Estados Unidos, la idea de progreso articulaba la esperanza en un futuro de mayor libertad, justicia o prosperidad al servicio de causas nobles, aunque otras veces también ha servido para justificar absolutismos o delirios totalitarios. Pero, en cualquier caso, la línea general era de confianza: el futuro era incierto, sí, pero los buenos presagios superaban con creces a los malos.
«La idea de progreso convive con fuertes corrientes de nostalgia, catastrofismo y desconfianza hacia el cambio»
A partir de la segunda mitad del siglo XX —justo cuando la capacidad tecnológica se dispara—, ese balance positivo de la idea de progreso empieza a darse la vuelta. El progreso empieza a verse menos como promesa y más como amenaza. A partir de ahí la mentalidad cambia y se pasa del crecimiento al colapso, de la tecnología emancipadora a la deshumanizadora, del desarrollo a la catástrofe climática, social o espiritual. Nisbet señalaba ya entonces cómo, en el mundo contemporáneo, la idea de progreso convive con fuertes corrientes de nostalgia, catastrofismo y desconfianza hacia el cambio. Hoy, a punto de cumplirse el primer cuarto del siglo XXI esas corrientes ya no son marginales; son el mainstream.
La reacción ante la inteligencia artificial es un ejemplo perfecto de este giro cultural. La IA, se nos dice, acabará con el saber, arruinará profesiones enteras, nos volverá más tontos y llenará el mundo de subproductos mediocres generados en masa. Es el mismo miedo de siempre, pero en forma de gigafactorías de conocimiento computarizado.
Yo y otros muchos ya lo hemos vivido. La primera gran sacudida tecnológica que experimenté de cerca en el trabajo fue la eclosión de los ordenadores personales y las redes informáticas. Recuerdo como si fuera hoy la mezcla de fascinación y pánico: por un lado, la promesa de hacer más cosas en mucho menos tiempo; por otro, el temor a que «las máquinas» se llevaran por delante oficios enteros.
En los entornos creativos, la resistencia fue casi una comedia griega. Algunos escritores proclamaban que solo eran capaces de inspirarse con «una buena pluma y un folio en blanco» o con su destartalada máquina de escribir. Como si el simple hecho de teclear en un procesador de textos rebajara automáticamente la calidad literaria. Tenía un punto de pose aristocrática: la máquina humilde pero noble frente a la vulgaridad del ordenador que casi todo el mundo tenía ¿Mejoraban así sus obras? Lo dudo. Pero contribuía a vender una imagen de autor «auténtico» situado por encima de una masa de juntaletras que más que letras juntaba bits.
«Los más talentosos comenzaron a convertir el ordenador en una extensión de su propio genio, no en un cepo para el talento»
En publicidad, ocurrió algo parecido con los ilustradores de prestigio. Había un reducido grupo muy cotizado, con tarifas elevadas, tiempos de realización extremadamente largos y un repertorio de manías profesionales que el cliente debía asumir como parte del trato. La irrupción del diseño digital y los programas de ilustración acabó con ese reino. De pronto, muchos más podían producir creaciones aceptables. El resultado inmediato fue, en efecto, una cierta caída de la calidad media. Pero la historia no acabó ahí. Solo había comenzado.
En cuanto la tecnología se estandarizó, los más talentosos y disciplinados comenzaron a convertir el ordenador en una extensión de su propio genio, no en un cepo para el talento. La técnica se simplificaba, se volvía más usable, más potente… Liberó a muchos de una infinidad de limitaciones materiales y permitió que capacidades creativas antes invisibles salieran a la luz. La tecnología no acabó con la selección darwinista del talento; la aceleró y la ensanchó considerablemente.
Con la IA probablemente suceda algo parecido, en cuanto al paralelismo del proceso. Quien no tenga nada que decir, tendrá ahora más formas de repetir lo de siempre con envoltorios nuevos, frases más elaboradas y una redacción libre de errores básicos. Quien sí tenga algo que decir y sepa lo que busca, contará con herramientas poderosas para explorar, llegar más lejos y mejorar el alcance de sus ideas. El resultado no dependerá de la herramienta, sino de la fina inteligencia y el carácter de quien la use. Porque la verdadera inteligencia no es la que responde preguntas, sino la que es capaz de formularse —y formular— las preguntas certeras. Una IA puede ayudar mucho con lo primero; lo segundo sigue siendo una tarea humana.
¿Por qué, entonces, tanto miedo? Aquí entra mi hipótesis: cuanto más rígida y politizada es una sociedad, más pavor siente ante los avances disruptivos. No hablo solo de pobreza material, sino de pobreza institucional y productiva: mercados poco competitivos, burocracias asfixiantes, empresarios dependientes de la regulación política…
«En un país rígido como el nuestro, el avance tecnológico suele capturarse por minorías u oligopolios ligados al poder político»
En ese escenario, cada innovación tecnológica se convierte en una amenaza potencial para el reparto existente de poder y rentas. En vez de ensanchar el terreno de jugo, lo estrecha. Sólo los que parten de mejores posiciones podrán aprovecharlo. Para el resto, puesto que cada vez es más pobre, el recurso tecnológico tenderá a ser un lujo tan inaccesible como incomprensible.
Cuando las estructuras no son flexibles, la sociedad se vuelve especialmente vulnerable a las externalidades negativas. En un país con mercados dinámicos y un Estado relativamente contenidos, una nueva tecnología tiende a difundirse de manera más abierta y a generar oportunidades ampliamente repartidas, aunque siempre haya ganadores y perdedores. En cambio, en un país rígido como el nuestro, el avance suele capturarse por minorías u oligopolios íntimamente ligados al poder político. Así, la tecnología, en vez de ser un multiplicador de progreso, se convierte en una barrera de entrada, un sistema de corte y, a menudo, una debacle para mediocridad imperante.
España, por desgracia, encaja perfectamente en este perfil. Aquí, cada avance tecnológico encuentra rápidamente una coalición de detractores que culpan al «progreso» de males que tienen causas mucho más complejas: desarraigo social, desplome de matrimonios e hijos, individualismo insolidario, fragilidad de los vínculos comunitarios. Se señala al progreso, cuando probablemente deberíamos mirar más a la dependencia económica del BOE, a la rigidez regulatoria y a un modelo político que premia más la cercanía al poder que la baja aversión al riesgo. Una sociedad rígida, dominada desde arriba por políticos y oligopolios no solo gestiona peor la tecnología: teme más al futuro. Y con razón, dado su estado de postración e inoperancia.
Tener miedo al futuro es, en el fondo, temer lo que no se conoce. Y ese temor se convierte en el pretexto perfecto para multiplicar planes, estrategias, hojas de ruta y «visiones 2050» con las que el poder pretende ilusoriamente domeñar lo que por definición es indomable. Niels Bohr expresó con ironía el absurdo de esta pretensión cuando dijo que hacer predicciones es muy difícil, especialmente si son sobre el futuro.
«Los políticos obsesionados con el poder, como Sánchez, han encontrado una fórmula para un futuro libre de sorpresas: prohibirlo»
No hay empresa más abonada al fracaso que la de determinar en detalle cómo será el mundo dentro de diez, 20 o 30 años. En un planeta con miles de millones de individuos con talentos, obsesiones y capacidades diferentes, el futuro siempre acabará sorprendiéndonos.
Sin embargo, los políticos obsesionados con el poder, como Pedro Sánchez, han encontrado una fórmula para que el futuro esté libre de sorpresas: prohibirlo. Así, declaran que «en 2035 ya no existirán los motores de combustión», pero no porque tengan una bola mágica donde ver el porvenir, sino porque para que la profecía se cumpla prohíben cualquier alternativa.
Aquí volvemos al Sánchez obsesionado con la imposición del coche eléctrico, elevando a categoría de ley lo que debería ser resultado de una competencia tecnológica y económica. Cuando Bruselas rectifica parcialmente y abre la puerta a mantener vehículos con motor térmico más allá de 2035 —aunque sea con condiciones ridículamente severas—, Sánchez reacciona acusando a Europa de cometer un error histórico. No se trata solo de una discrepancia técnica sobre motores y baterías. Es la expresión de una mentalidad: la del poder que se arroga el derecho a decidir qué futuro está permitido.
Nisbet, en su análisis de la idea de progreso en Occidente se apoya en dos pilares: el crecimiento (material, científico, institucional) y la necesidad; es decir, la convicción de que ese crecimiento responde a algo más que caprichos individuales: a una lógica histórica, a una compleja e insoslayable estructura de causas, incluso a una cierta necesidad moral.
«El miedo da lugar al temor, el temor a la planificación, la planificación a la rigidez, y la rigidez a un inmovilismo miedoso»
Esa misma idea ha sido, a lo largo del tiempo, capturada para fines muy distintos: desde justificar libertades políticas hasta legitimar el totalitarismo o el estatismo más salvaje. La novedad de nuestra época es que, además, ha nacido una suerte de «antiprogreso» oficial, que combina lo peor de ambos mundos: retórica apocalíptica sobre el futuro y, al mismo tiempo, fe ciega en que una élite planificadora podrá controlar ese futuro mediante regulaciones cada vez más expeditivas.
El resultado es el círculo vicioso en el que vivimos: el miedo da lugar al temor, el temor a la planificación, la planificación a la rigidez, y la rigidez a un inmovilismo miedoso. Y vuelta de nuevo al principio.
Cuanto más se planifica para evitar riesgos, menos margen queda para que individuos y empresas experimenten, se equivoquen y acierten. Y cuanta menos innovación se produce, más se consolida la impresión de que el progreso ya no funciona, de que la tecnología solo trae problemas. De ahí que muchos acaben concluyendo que lo razonable es rechazar el futuro porque no trae nada bueno.
Frente a esta dinámica hay dos formas de situarse. Una es la del político-futurólogo, convencido de que el porvenir es una autopista que puede trazarse desde un despacho: ni motores de combustión en 2035, ni esta fuente de energía, ni aquella tecnología «peligrosa», ni tal o cual forma de trabajar. Todo queda atado y bien atado en nombre de la salvación del planeta, de la igualdad o de la justicia social.
«La tarea de la política no es planificar el mañana, sino asegurar un marco de libertad, competencia y responsabilidad»
La otra es aceptar algo mucho más incómodo, pero también mucho más prometedor: que el futuro no se decreta, se descubre. Que la tarea de la política no es planificar el mañana hasta el último detalle, sino asegurar un marco de libertad, competencia y responsabilidad en el que los avances tecnológicos puedan desplegar sus efectos positivos y, al mismo tiempo, se puedan corregir sus efectos negativos sin arruinar la dinámica de fondo.
La segunda postura exige, entre otras cosas, sociedades menos rígidas, menos dependientes del poder, menos proclives a confundir «progreso» con boletines oficiales y «modernidad» con prohibiciones. Exige también ciudadanos dispuestos a hacer algo más arriesgado que repetir dogmas sobre la IA, los coches eléctricos o la «transición justa»: pensar por sí mismos, formular sus propias preguntas, no delegar su relación con el futuro en un ministerio o una comisión europea.
El miedo al futuro, cuando se vuelve mayoritario, no solo arruina el debate; literalmente empobrece las sociedades. Y si algo demuestra la historia es que, cada vez que hemos renunciado a confiar en el mañana, no sólo hemos sucumbido al miedo, sino también al absolutismo. Y hemos acabado siendo más pobres, dependientes y dóciles.
La batalla de nuestro tiempo, en Europa y muy especialmente en España, es precisamente esa: decidir si queremos un futuro abierto —arriesgado, sí, pero lleno de posibilidades— o un futuro cerrado, planificado y cada vez más estrecho. Esa decisión, a diferencia de las apocalípticas profecías tecnológicas, no depende de adivinar el mañana, sino de elegir cómo vivir el presente.
Quizá por eso no debería sorprendernos que, en esta España rígida y empobrecida, el apocalipsis oficial tenga rostro. Pedro Sánchez no cree realmente en el fin del mundo: cree en el poder de administrarlo. De hecho, como impostado apocalíptico, está cumpliendo a la perfección: prohibiendo el futuro en nombre del futuro, y asegurándose mientras tanto que solo unos pocos —los de siempre— puedan vivir de ese mañana prohibido.