Naturaleza, deseo y fracaso de las ideologías
«El deseo y la naturaleza no se vencen; se escuchan, se encauzan y se respetan»

Detalle de 'El jardín de las delicias' (1500-1505), óleo sobre tabla de Jheronimus Bosch, 'El Bosco'. | Wikimedia Commons
Todas las ideologías fracasan porque quieren ponerle camisas de fuerza al deseo y a la naturaleza, pero no porque sean malvadas en origen (muchas nacen de una legítima aspiración emancipadora), sino porque desconocen, o fingen desconocer, la potencia casi ilimitada de estos dos colosos. El deseo humano y la naturaleza no aceptan fácilmente ser corregidos, reeducados o moralizados. Lo han demostrado a lo largo de la historia con una contundencia aterradora.
El problema es antiguo y persistente: el deseo no tiene límites, o al menos no los reconoce como propios. Tampoco la naturaleza. En una clase a la que asistí, Gilles Deleuze lo formuló con una precisión casi poética cuando habló de la naturaleza como producción sin medida, como un flujo que no pide permiso ni se detiene ante las fronteras conceptuales que trazamos para sentirnos seguros. Allí donde se retira el control humano, la naturaleza no se detiene: produce. Produce sin descanso, sin nostalgia y sin piedad.
Basta dejar a su suerte una ciudad como Detroit para comprobarlo. Enseguida brotan árboles donde hubo bibliotecas, plantas donde resonaron aplausos, maleza en balcones y estaciones ferroviarias. Y de Chernóbil ya no digamos: los lobos campean a sus anchas sin amenazas humanas a la vista. No es una metáfora: es una lección. La naturaleza no es un jardín ilustrado, es una fuerza expansiva, indiferente a nuestras categorías de progreso o decadencia. No pregunta si debe crecer; simplemente crece.
El deseo comparte esa misma pulsión expansiva, esa necesidad elemental de ser. No entiende demasiado de civilización y barbarie, de códigos morales o de pactos sociales. Va a lo suyo, como una pantera atravesando la noche: silenciosa, eficaz, ajena a nuestras justificaciones. Por eso resulta tan ingenuo, y tan peligroso, creer que ese poder puede ser reducido a un manual de buenas costumbres o a un programa político de redención total.
Cuando deseo y naturaleza se funden en la imaginación humana, aparecen figuras mitológicas como King Kong, rey de una dimensión perdida, y ejemplo de la fusión de la naturaleza y el deseo. A menudo nuestros presupuestos morales son como agujas de coser lanzadas a un elefante, o al mismo King Kong. Pretender que bastan consignas, decretos o pedagogías forzadas para domar esas fuerzas descomunales es un error recurrente de las ideologías.
«Hannah Arendt advirtió que los proyectos que ignoran la condición humana terminan produciendo monstruos»
La cultura, desde su misma aparición sobre la tierra, ha querido dominar la naturaleza, convertirla en una dimensión doméstica, previsible, higienizada. Sin embargo, la naturaleza sigue sin obedecer y nos recuerda su existencia con epidemias, con lava volcánica, con olas gigantescas que borran en un segundo lo que creíamos eterno. No es venganza ni castigo: es su modo de ser. El error está en aspirar a que nos obedezcan fuerzas tan reacias a la sumisión.
Algo similar ocurre cuando negamos la naturaleza humana. Aquí es donde muchas ideologías, incluso las que se proclaman liberadoras, incurren en su pecado original: creer que todo es maleable sin consecuencias, que todo puede ser diseñado por decreto simbólico o voluntad política. Hannah Arendt advirtió, desde otra perspectiva, que los proyectos que ignoran la condición humana terminan produciendo monstruos. No porque la humanidad sea mala, sino porque es tozuda, contradictoria, despiadada y continuamente agitada por la atracción y la repulsión, el odio y el amor. Spinoza, mucho antes, ya había sugerido una ética más sobria y más realista: no se trata de maldecir los afectos, sino de comprenderlos. Entender qué puede un cuerpo, qué puede un deseo, qué puede una comunidad antes de lanzarse a reformarla desde un ideal abstracto.
Decir todo esto no implica renunciar a la cultura ni a sus reglas. Sería una estupidez inmensa, además de un proyecto inviable. Implica, más bien, aceptar que con ciertas materias es exigible la prudencia y el realismo. Basta con mirar hacia atrás para comprender que tiene que ser así. Nuestra tarea no es negar la naturaleza y matar con normas el deseo. Hemos de negociar con ellos, comprenderlos, limitar sus excesos sin fingir que no existen. Hemos de aceptar que son en realidad la vida, cuyo enigma aún no hemos resuelto, y hasta puede que no lo resolvamos nunca.
Lo peor, lo verdaderamente nefasto, es empeñarse en negar la naturaleza e ignorar la ambigüedad resbaladiza del deseo, resistiéndose a aceptar una verdad tan incómoda como fecunda: el deseo y la naturaleza no se vencen; a lo sumo, se escuchan, se encauzan y se respetan. Todo lo demás es soberbia ilustrada cuyo único destino es el fracaso. Me giro hacia el pasado y veo cómo todas las ideologías van cayendo por un precipicio muy hondo que las desintegra, mientras que en el mismo hoyo se mueven con impiedad y solvencia la naturaleza y el deseo.