The Objective
José Carlos Llop

Cosas de todos los tiempos

«El sentido de la Navidad no parece que importe salvo como una percha donde colgar la nueva magia de estos tiempos. La que se traduce en monedas»

Opinión
Cosas de todos los tiempos

Decoración navideña. | Yegor Aleyev (Zuma Press)

Que las leyes de la contradicción rigen la conducta de los hombres es cosa que se aprende —sorpresivamente, por cierto— a partir del uso de razón y se afina y confirma a partir del desarrollo de la conciencia. Pero en este aprendizaje hay grados y aunque los más engañosos son los propios, los más fastidiosos son los que derivan en el cinismo, que donde se instala todo lo abrasa por no abrasarse él mismo (y perdón por el ripio).

La tentación ante eso es adoptar cualquiera de las formas del puritanismo y también ellas encierran peligros que pueden derivar en el mal. Así ha sido, al menos, a lo largo de la Historia. Lo que de nuevo nos conduce —ya sin sorpresas— al espíritu de la contradicción. Unos grandes almacenes nos instan a disfrutar de la magia de la Navidad y una cadena de hoteles me felicita a través del correo electrónico con el deseo de que pase unas Navidades mágicas. Y aunque no me felicite a mí —la máquina atiende a un listado numérico de clientes y yo habré pasado por alguno de sus hoteles—, no sé si tengo estómago para tanta magia.

Esta deficiencia mía me lleva a pensar en si el publicista que ha tramado esos eslóganes conoce el sentido de la Navidad y a qué se refiere cuando habla de mágicas. ¿A un bosque de druidas? ¿A las saturnales romanas? ¿Creerá que la Navidad tiene relación con el mago Merlín? Lo cierto es que cualquiera que vea los anuncios navideños en televisión ya tiene una idea del significado publicitario de «mágicas»: algo brillante y plano, envuelto en colonias, rasos y perfumes, —no olvidar sonrisas y miradas sofisticadas— que se repetirá al año siguiente. Y el sentido de la Navidad no parece que importe, salvo como una percha donde colgar la nueva magia de estos tiempos. La que se traduce en monedas.

Pero, ¿qué ocurre cuando nos acercamos a lo mágico? O mejor: ¿qué ocurre cuando nos acercamos a eso que ahora tildan de «mágico» y que su sentido originario es el misterio y detrás de él —es el caso de la Navidad— están la alegría, la esperanza y la renovación? Creemos que acudiendo a la magia ya está solucionado, sin pensar —y además, ¿qué importa?— que lo sometemos a una devaluación que demuestra que no hemos entendido nada. Porque vivimos una época que se podría definir como aquella en la que no entendimos nada. O a lo mejor sí; a lo mejor quedan algunas cosas que sí se entienden.

«Vivimos una época que se podría definir como aquella en la que no entendimos nada»

Me contaba un amigo esta semana que fue en Italia —de Roma hacia Nápoles— donde descubrió «el júbilo del Domingo de Resurrección, cuando todos se felicitan eufóricos». Y eso sí es una forma vivir el misterio. O por lo menos de acercarse a él compartiendo su sentido originario desde la inocencia necesaria. Y esta euforia —«todos se felicitan eufóricos»— habla de la alegría de estar vivos y de creer o saber que esto no acaba aquí y que no se viaja solo. O sea, del mejor regalo que nos puedan hacer.

Qué contraste con aquellos que se acercan a cualquiera de las manifestaciones del misterio —el arte románico, por ejemplo, la música polifónica o la ciencia teológica— y aunque lo hagan con respeto, necesitan traducirlo —como los publicistas a monedas— a su conciencia laica o atea para justificarse y esgrimirla. Sobre todo, esgrimirla. Incluso opinar como si hubieran participado en el Concilio de Nicea, o aconsejado a los Santos Padres del Desierto, o discutido a fondo con Julio II para llegar a la necesidad de afirmar que el ateísmo los salva de todo eso a lo que han dedicado su talento y un par de años de su vida. Quizá sean nuevas formas de magia, o que nadie por racionalista que se quiera escapar del todo al lado misterioso de la vida. Es decir, a una de las cosas que hacen que la vida lo sea en su sentido más pleno.

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