The Objective
Daniel Capó

Un cuarto de siglo

«Este milenio ha llegado bajo el signo de la estrechez del miedo y de la desconfianza torva. Y, sin una mirada común, muy poco se podrá construir»

Opinión
Un cuarto de siglo

Ilustración de Alejandra Svriz.

Ahora que está a punto de cumplirse el primer cuarto de siglo, conviene mirar por un momento hacia atrás y observar con detenimiento la nervadura de las creencias sociales, el credo de nuestro tiempo. Decía el historiador estadounidense John Lukacs que las ideas son mucho más importantes para determinar el futuro que la herencia recibida, lo cual me parece una verdad indiscutible. En España inteligible, nuestro Julián Marías hacía una lectura similar, al preguntarse por el éxito inexplicable de la España que descubre América y se lanza a construir la primera nación moderna. «Lo irreal, lo imaginado y deseado —escribe—, resulta inesperadamente el factor capital de la realidad humana, y por tanto de la historia». 

El anhelo, las creencias, la imagen anticipada de lo que merece ser vivido nos explican la realidad mejor que los recursos económicos, culturales y sociales; esta es, quizá, la idea decisiva. En sus grandes líneas, ya conocemos el pasado: un siglo que nace con el atentado terrorista a las Torres Gemelas y que dio inicio a lo que entonces se quiso llamar el «choque de civilizaciones». El derrumbe de los dos rascacielos neoyorquinos borró de un plumazo el mito del final de la historia, que regresaría pronto con toda su violencia. Más trascendente aún para definir el carácter de este primer cuarto de siglo fue el estallido de la burbuja de las subprime, cuyas ondas sísmicas todavía siguen afectándonos. La llegada de una crisis económica desconocida para muchos por su intensidad resquebrajó otro mito de la época, a saber: que el futuro, impulsado por el liberalismo y el Estado del bienestar, sería dorado. 

«El principal efecto de los sucesos de este siglo es la falta de un deseo común»

No debemos olvidar el alejamiento de la realidad que han supuesto las nuevas tecnologías: no tanto por su potencial como por su lógica interna, cuya característica dominante es una tendencia a reducir el espacio y el tiempo a las estrecheces de un algoritmo binario. Todo lo demás que hemos vivido (el retorno de los nacionalismos y de los extremismos políticos, la aparición de la dictadura woke, la desconfianza hacia las instituciones y hacia los gobernantes, las fracturas de clase y las corrientes migratorias, la amenaza constante de las guerras) me parecen consecuencias de estos tres impactos previos. Sin embargo, esto no sirve para movilizar el futuro. O sí, pero solo como ausencia.

Quiero decir que el principal efecto de los sucesos de este siglo es la falta de un deseo común, de un anhelo que hermane a las naciones; no ya contra un enemigo convertido en chivo expiatorio, sino sencillamente para construir un país mejor. En lugar de un proyecto que reúna en un afán compartido, nos encontramos con el cultivo programado del rencor y de la desconfianza, del egoísmo y de la descreencia sustituida por la propaganda volátil de las identidades hostiles. Si el mundo que surgió de la posguerra ha llegado a su fin, lo que emerge ahora no es propiamente un mundo, ni una civilización, ni siquiera una cultura digna de ese nombre: es el caos de los conflictos cainitas, la ruptura de los reinos, la famosa casa dividida del discurso de Lincoln y la falta de visión, esto es, el ensimismamiento y los escapismos frente a los riesgos de la realidad.

Lo característico del progreso consiste en hacer más posible aquello que se desea. Este milenio ha llegado bajo un signo distinto, que es el de la estrechez del miedo y de la desconfianza torva. Y, sin una mirada común, muy poco se podrá construir. Incluso para los que ya empezamos a tener una edad, este es un deber que nos convoca para el segundo cuarto de este siglo, que será el de nuestros hijos

Publicidad