The Objective
Manuel Fernández Ordóñez

Teresa Ribera: sectarismo y ruina

«Europa empieza a descubrir que no se puede liderar el mundo industrial renunciando a la industria, ni combatir la pobreza con políticas que la multiplican»

Opinión
Teresa Ribera: sectarismo y ruina

Teresa Ribera. | Diego Radamés (Europa Press)

Sin lugar a dudas, Teresa Ribera ha sido una de las políticas más sectarias que ha sufrido España en los últimos tiempos. Durante años, la izquierda la ha considerado como una especie de sacerdotisa del nuevo credo climático: desde la emergencia climática al calendario de cierre nuclear, todo es obra suya. Ustedes igual son demasiado jóvenes, pero algunos recordamos cuando anunciaba, con tono grave y convicción inquebrantable, la inminente desaparición del motor de combustión en Europa. No era una opinión discutible ni una apuesta tecnológica: era un dogma. Quien lo cuestionara era tachado de negacionista, reaccionario o enemigo del planeta. Hoy, sin embargo, la realidad —siempre impertinente— ha decidido estropear el relato. Europa recula con el motor de combustión y, con ello, deja en evidencia a quienes convirtieron la política energética en un ejercicio de fe.

La marcha atrás de Bruselas respecto al calendario y la rigidez en la prohibición de los motores de combustión va mucho más allá de una mera anécdota técnica. No se trata de un ajuste menor, sino de la admisión tácita de un fracaso. El reconocimiento, aunque envuelto en eufemismos burocráticos, de que la estrategia seguida no era viable ni industrial, ni social ni económicamente. Y, por supuesto, de que quienes la impulsaron desde los gobiernos nacionales lo hicieron más pendientes de consideraciones ideológicas que del interés general de los ciudadanos.

El problema no es solo Teresa Ribera. El problema es el marco ético y moral que ella representa, y que ha derivado en una visión de las políticas climáticas que ha dominado la agenda de la Unión Europea en la última década: regulatoria, intervencionista, ajena a la realidad productiva y profundamente hostil al tejido industrial. Una visión que ha confundido los fines con los medios y nos ha llevado directamente a un abismo suicida.

Europa ha decidido situarse en una clara desventaja competitiva con el resto del mundo, encareciendo deliberadamente su energía, castigando a su industria con normativas cada vez más costosas y señalando sectores enteros como moralmente reprobables. El resultado salta a la vista: deslocalizaciones, cierres de fábricas, pérdida de empleo industrial y una dependencia creciente de terceros países que, casualmente, no juegan con las mismas reglas. Probablemente el caso de China sea uno de los más paradigmáticos, mientras en Europa regulamos, gravamos y, sobre todo, sermoneamos.

La persecución a la industria del automóvil es digna de estudio. Durante décadas fue uno de los pilares industriales del continente, un sector intensivo en innovación, empleo y exportaciones. La respuesta europea no ha sido acompañar su transición tecnológica con realismo y neutralidad, sino imponerla por decreto, fijando fechas arbitrarias y tecnologías ganadoras desde un despacho en Bruselas. El motor de combustión no se condenó por ineficiente, sino por herético. Y ahora, cuando la realidad económica y tecnológica se impone, llegan las rectificaciones vergonzantes, siempre sin autocrítica ni responsables.

Pero el daño ya está hecho. Y no solo en términos industriales. Las políticas climáticas europeas, tal y como se han diseñado, son también una gigantesca transferencia de rentas de pobres a ricos. Se ha construido un sistema en el que las clases populares financian, vía impuestos, subvenciones y precios energéticos inflados, el estilo de vida tan verde y ecosostenible de las élites más pudientes. Las ayudas al coche eléctrico son uno de los múltiples ejemplos que pueden enumerarse en este campo. España es un caso especialmente sangrante: un país con rentas medias bajas, con un parque móvil envejecido y con una dependencia brutal del coche para la movilidad cotidiana. Aquí, las políticas climáticas no solo son ineficientes: son profundamente injustas. Se legisla desde una burbuja sociológica que desconoce —o peor aún, desprecia— cómo vive la mayoría. Y se hace, además, con una alegría recaudatoria que disfraza de ecologismo lo que no es más que afán intervencionista.

Lo verdaderamente preocupante es que, incluso ahora, tras la rectificación europea, no hay propósito de enmienda. No hay reconocimiento del error, ni revisión del modelo político, ni debate honesto sobre costes y beneficios. Solo hay silencio disimulado y cambio de discurso. Donde antes había prohibiciones absolutas, ahora hablamos de flexibilidad regulatoria. Simplemente, están moviendo la portería, como hacen cada vez que la realidad les pasa por encima como una apisonadora.

El ridículo de Teresa Ribera es digno de mención. Es el ridículo de una forma de gobernar basada en la imposición ideológica, en el desprecio a la libertad y al mercado, y en la creencia de que la realidad acaba adaptándose a los discursos oficiales. Pero la realidad no se negocia. Y Europa empieza a descubrir, demasiado tarde, que no se puede liderar el mundo industrial renunciando a la industria, ni combatir la pobreza creando políticas que la multiplican. La transición energética será racional o no será. Y mientras siga siendo un instrumento de ingeniería social, lo único verdaderamente sostenible será la pérdida de competitividad y el empobrecimiento de los ciudadanos. Es una iglesia a la que le queda poco futuro.

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