THE OBJECTIVE
Elios Mendieta

Pasión artística contra el puritanismo

«Orientar el pensamiento hacia una determinada vía, más política que estética, falsea la relación pura del público con el objeto artístico, que debería estar sustentada en la libertad absoluta para enfrentarse al cuadro que tiene ante sí»

Zibaldone
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Pasión artística contra el puritanismo

Museo del Prado

No le falta razón a George Steiner cuando escribe, en La idea de Europa, que si hay algo que puede dar sentido a la vida, además de la amistad y el amor, eso es la belleza del arte. La pandemia provocó el cierre de museos alrededor del globo, y las colecciones de las grandes pinacotecas se ocultaron durante, al menos, un triste trimestre primaveral. El Museo del Prado reabrió con la canícula y, para la vuelta, se preparó con mimo la exposición Reencuentro, en la que se podían contemplar, en un espacio reducido del edificio, algunos de los más bellos cuadros de los últimos siglos, desde los Rubens, Velázquez, Brueghel o El Greco hasta las pinturas negras de Goya. La vuelta supuraba la sensación de orfandad artística y lo conseguía desde el mismo inicio de la muestra: atónico y maravillado, asistía al diálogo de dos de las más extraordinarias obras del Prado: La Anunciación de Fra Angélico frente a El descendimiento de Van der Weyden, del rayo de luz que emanan las manos de Dios al desfallecimiento de la Virgen que toma la misma posición que Cristo, ataviado este con la corona de espinas.

La dirección del museo pretendía esa cercanía de los grandes maestros, una celebración a modo de diálogo entre todos ellos, tras el inesperado golpe que supuso el cierre. Un año después de que todo estallase por los aires en España, el Prado mantiene el propósito conversacional con su reciente muestra: Pasiones mitológicas. Esta exposición, formada por 29 obras de arte, es única e histórica pues, por primera vez desde el siglo XVI, se puede disfrutar en un mismo espacio de las seis «poesías» que Tiziano pintó para Felipe II entre 1553 y 1562. Seis maravillas que constituyen uno de los mayores conjuntos mitológicos de la historia de la pintura en Occidente y que, tras su paso por Londres, podemos ver reunidas en la bicentenaria sede madrileña. Estas se dividen en tres parejas: Dánae recibiendo la lluvia de oro y Venus y AdonisDiana y Acteón y Diana y Calisto; y, por último, Perseo y Andrómeda y El rapto de Europa, siendo esta última la más conocida por todos. Semejante reunión es meritoria –y más aún en tiempos en que los prestamos entre instituciones, por la Covid-19, parecían haber decaído–, por lo que entristece que el ruido mediático en torno a la exposición se haya centrado en algunas críticas vertidas en las que se pide –o, incluso, impone o exige– que los cuadros protagonistas deberían ser leídos bajo la perspectiva de género, obviando cualquier otra relectura y confundiendo el verdadero significado del mito en la actualidad, cuando las «poesías» fueron creadas hace medio milenio.

Las obras expuestas pretenden la continúa conversación entre pintura y mito ya que, como indica uno de los comisarios de la misma, Alejandro Vergara, en la Grecia clásica se pretendía convertir los problemas en relato, en cuentos, en mito, y así los alejaban de sí mismos. Los pintores de la muestra, al mismo tiempo, actúan como intérpretes de la tradición clásica, y el particular punto de vista de estos es lo que vemos en las «poesías» de Tiziano y en los 23 restantes trabajos expuestos. Por ello, realizar una lectura contemporánea de los mismos, sin atender a las condiciones que originaron las obras, resulta peligroso y tendencioso. Pero no solo, ya que también resulta falaz. Así también lo expone Miguel Falomir, director del Prado y co-comisario de Pasiones mitológicas, que recuerda que la literatura y la pintura no son lo mismo a la hora de desvelar el mito. Mientras que el primer arte tiene la capacidad de recoger toda la fábula en su totalidad, lo que el pintor muestra en su cuadro es solo un instante del mito que trata de condensar. Las voces censoras han insistido en que se cambie el título de la sexta poesía: El rapto de Europa por el de La violación de Europa. Es bien sabido que en el mito, en efecto, Júpiter, transformado en poderoso toro blanco, rapta y viola a Europa. No obstante, en el lienzo no se observa lo segundo, solamente lo primero, por lo que titular el cuadro aludiendo a la violación sería, como explica Falomir, un error increíble en pleno siglo XXI, que parte de la citada confusión de lo literario y lo pictórico.

Otro ataque ha llegado por la cantidad de cuerpos femeninos desnudos que aparecen en la exposición. Ya recuerda John Berger en su Modos de ver que el arte europeo, sin obviar la mirada esencialmente patriarcal, hasta finales del XIX gravitó sobre el cuerpo humano desnudo, especialmente el femenino, y en ello no conviene necesariamente ver la lascivia, sino el epítome de la perfección que el cuerpo representaba para tantos creadores. Son infinitos los desnudos en la historia del arte, y no podemos dejar de admirar la belleza de cuadros como La Fornarina, de Rafael Sanzio, o La bañista, de Ingres. Veo cierto puritanismo en querer censurar esto, y resulta dudoso que Las tres gracias quedasen mejor con pantalones y sudadera. No se trata de invalidar, ni mucho menos, una lectura desde la perspectiva de género (de hecho, en el catálogo, Sheila Barker opta por esta vía), sino de no exigir esta como la única manera de acercarse a unas imágenes que, además, por sus características suponen un verdadero elogio a la interpretación. Orientar el pensamiento hacia una determinada vía, más política que estética, falsea la relación pura del público con el objeto artístico, que debería estar sustentada en la libertad absoluta para enfrentarse al cuadro que tiene ante sí. Ha de ser un diálogo entre obra y espectador ya que, como escribe Paul Ricoeur, el significado de un relato surge en la intersección del mundo del texto con el mundo del receptor.

Los nuevos intentos de censura, más sofisticados que en el pasado, ya que apelan a lo considerado «bueno» o «beneficioso» para la sociedad, están relacionados, como escribe José Luis Pardo, con una visión que justifica el arte por su valor político y moral. El episodio con las ‘pasiones’ del Prado no es el primer ejemplo –ni será el último– en que se relee la historia del arte con una piel inusitadamente fina. En 2017 se recogieron más de diez mil firmas para que el Metropolitan descolgase de sus galerías el cuadro Thérèse Dreaming, pintado en 1938 por Balthus, autor al que se acusaba de promover una complaciente visión del voyeurismo, moralmente peligrosa para el espectador. Por suerte, se impuso la cordura y el museo neoyorquino hizo caso nulo a las increíbles proclamas, pero esto no evitó que la polémica renaciese cuando el cuadro llegó a Madrid un año y medio después, con motivo de la retrospectiva que el Museo Thyssen dedicó al artista polaco-francés. Añade Prado que, con estos ataques, se busca la imposición de un ideario obligatorio, sustentada en la idea errónea de que los seres humanos actuales somos superiores en términos morales a nuestros antepasados. ¿Qué necesidad existe de imponer una mirada política y moral que entierre el poderío estético y artístico de la obra?

Escribe Paula Corroto que, aunque la censura ha estado siempre presente, las redes sociales suponen un gran altavoz para los nuevos impulsos censores, y Manuel Arias Maldonado contextualiza los mismos en el “nuevo sentimentalismo” reinante, esto es, el deseo creciente de proteger a quien pueda sentirse ofendido. El profesor de la Universidad de Málaga recalca, en otro texto, la sorprendente exigencia actual de que la obra de ficción sea moralmente irreprochable. ¿Hemos de arrojar, pues, Lolita a la hoguera?, ¿se debe prohibir el cine de Tarantino? Parece interesante considerar como defecto, como apuntó Roger Scruton, que a una obra de arte le preocupe más transmitir un mensaje que deleitar a su público. Así lo expresó el británico en La belleza: «A las obras de arte les está prohibido moralizar porque la moralización destruye su auténtico valor moral, que reside en la capacidad para abrir los ojos a los demás y dirigir adecuadamente nuestras simpatías hacia la vida tal y como es en la realidad». Conviene más deleitarse con El rapto de Europa que impugnarlo, como hiciera Velázquez, que homenajeó al mismo en Las hilanderas, como se observa en el tapiz del fondo del conocido cuadro del sevillano, también incluido en la muestra del Prado.

Y es que, al mismo tiempo, no se puede despreciar otra obviedad. Aunque Tiziano hubiese, realmente, optado por plasmar en el lienzo el momento de la violación, esto no implica que él estuviese de acuerdo con lo reflejado, al igual que Stanley Kubrick no lo estaba con los drugos de La naranja mecánica o Shakespeare no era un asesino por montar la carnicería humana que relata en Ricardo III. Quien acude al Prado no sale al paseo homónimo con ganas de cometer ningún acto punible y despreciable. Al revés, la sensación es de fascinación al disfrutar de obras que nos hablan de pasiones, como evoca el título, que son imperecederas desde la Antigüedad hasta la actualidad. La galería no puede convertirse en una corte penal y, como escribe Pau Luque en el reciente Las cosas como son y otras fantasías, el arte debe aborrecer la idea de hacer justicia. Creo necesario alejar lo doctrinario y abrazar la imaginación, pues sobre lo imaginario se reflexiona, como expuso Scruton. Las “poesías” de Tiziano han servido para que los artistas posteriores repiensen el mito a partir de estas obras. Se puede observar en esta exposición el tributo de Veronese al maestro de la escuela veneciana en su Venus y Adonis, aunque ilustre otro momento de la fábula, al igual que hace Ribera al mostrar, con mayor crudeza, la muerte del cazador y la desesperación de la diosa.

Nos recuerda el ensayista e historiador Daniel Mendelsohn, en esa joya y oda a la belleza clásica que supone su libro Una odisea, que el ser humano, desde antes de Ovidio y Homero, siempre ha necesitado una narración para darle sentido al mundo. Fue esto lo que intentaron Tiziano y los demás maestros cuando se enfrentaron al mito: reinterpretar la Antigüedad desde los ideales renacentistas. Y varios siglos después es lo que hará todo aquel apasionado del arte que se cite con las obras de Poussin, Velázquez, Rubens, Van Dyck o el inigualable Tiziano en una muestra que se puede disfrutar hasta julio.

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