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Ferran Caballero

Pinpollos

«No sufran tanto los padres por el discurso del profe. Y no sufran tanto los educadores por el pin parental ni por las reticencias de algunos padres»

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La Consejería de Educación de la Generalitat anunció el verano pasado que los centros públicos catalanes incorporarán la educación sexual a partir de P3. Lo hizo en plena consciencia de que la educación no es mera transmisión de información. Que es, como suelen decir hasta que se les cuestiona, una educación en valores. La educación sexual se desarrollará de formas distintas en distintas etapas y en la primera, en P3, se centrará en la promoción de juegos y juguetes sin distinciones de género. Se trata de incorporar al currículum escolar la campaña de «juguetes no sexistas» de cada Navidad. Y se hace para educar en el valor de la igualdad. De una igualdad muy particular. Que no es igualdad de derechos o igualdad ante la ley, fundamento de la democracia y dogma indiscutible, sino igualdad de deseos, que es un proyecto ideológico, un programa de transformación social y, por lo tanto, algo más discutible. Al menos en una sociedad democrática, que presupone la pluralidad de valores y no sólo de festividades, vestimentas o costumbres gastronómicas.

Para evitar estas discusiones y para evitar a quienes las plantean es muy común defender la libertad y la pluralidad de valores al mismo tiempo que se pretende limitar la discrepancia que esta pluralidad requiere. Se dice, por ejemplo, que aquí se trata de educar a los niños para que respeten los derechos de mujeres, homosexuales o transexuales. Pero se confunde a menudo y deliberadamente este respeto, indiscutible en democracia, con la obligación de adoptar una determinada visión sobre qué deben querer las mujeres para ser consideradas libres o sobre las relaciones afectivas y sobre la naturaleza del deseo y de la identidad sexual. Y es precisamente aquí, donde se busca el equívoco, donde más problemática se vuelve y tiene que volverse la educación sexual, porque no afecta sólo al trato de los demás sino al conocimiento y al cuidado de uno mismo.

Se ve claramente al tratar cuestiones como la homosexualidad o la transexualidad. Y más claramente cuanto más pequeños sean los alumnos a los que se pretenda educar en estos temas. Porque, precisamente porque afectan a la comprensión de la propia sexualidad, pueden generar más dudas de las que resuelven y, sobre todo a ciertas edades, muchas más dudas de las necesarias y convenientes. Es normal y comprensible, diría yo, que los padres impongan aquí un principio de prudencia sobre los educadores. La reacción de estos educadores y de tantos legisladores es, en cambio, la prueba de que conciben su trabajo como un correctivo de la sociedad en general y de los padres en particular. Que si hay que empezar la educación en P3 es porque cuanto antes mejor. Porque a esa edad todavía no han sido corrompidos por los vicios de la sociedad y por los prejuicios y fobias de los padres y conservan esa bondad natural que hace posible una futura sociedad ideal. Una sociedad plenamente igualitaria, sin discriminación ni sufrimiento e incluso sin tolerancia porque ya no quedaría nada que tolerar.

Esta aspiración muestra hasta qué punto se sobrevalora en este debate la influencia del colegio, y particularmente del discurso del profesor, en la formación ética de los alumnos. Porque lo que no entienden muchos educadores, y me temo yo que tampoco muchos de los defensores del pin parental, es que no se educa moralmente a través del discurso sino del ejemplo. De lo que se ve en casa, en la calle, en el aula, en las novelas y en Netflix. Y que ese es el límite del adoctrinamiento. No sufran tanto los padres por el discurso del profe. Y no sufran tanto los educadores por el pin parental ni por las reticencias de algunos padres. El trato, la comprensión, el respeto e incluso la admiración hacia las personas transexuales se entiende mejor, se aprende mejor, en series como Euphoria o POSE que en charlas de profes enrollados que insisten en que todos podemos ser lo que queramos y nadie tiene derecho a juzgarnos. También se entiende mejor su sufrimiento y, en general, lo trágico de crecer, de conocerse a uno mismo y de formarse una identidad. Por eso no son estas series para niños. Porque hay cosas que no pueden enseñarse. Y porque uno tarda y tiene que tardar muchos años, casi una vida entera, en saber lo que quiere y lo que quiere ser.

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