Necesidad urgente de la lista imposible
«En definitiva, hacer listas es imposible. Y sin embargo, es necesario hacerlas: ordenan la conversación, permiten discutir sobre el valor de las obras, facilitan las comparaciones»
John Kobal fue historiador del cine y atesoró una importante colección de fotografías de la Era Dorada de Hollywood. Allá por 1987, tuvo la idea de preguntar a críticos y cinéfilos de 22 países por las diez mejores películas de la historia; entre ellos, los españoles Ángel Fernández Santos y Manuel Hidalgo. El resultado se presentó en forma de libro un año después y fue publicado entre nosotros por Alianza Editorial en 1990; se trata de la célebre «lista Kobal» que animó muchos debates y sirvió de guía para más de un joven aficionado. Naturalmente, no es la única. La revista británica Sight & Sound lleva preguntando lo mismo desde 1952 y, aunque la identidad de los consultados ha ido cambiando forzosamente, sus resultados ofrecen la posibilidad de analizar la evolución del canon y el impacto que los nuevos estrenos causan en los comentaristas.
Se deja ver aquí la distorsión inevitable que produce la relación temporal que establecemos con las obras en circulación: ¿cómo juzgar el cine reciente? En la lista Kobal nos encontramos con que Iain Johnston, crítico del Sunday Times que contaba entonces con 34 años, incluye entre las diez mejores películas de siempre un trío inesperado: Un pez llamado Wanda, Escalofrío en la noche, El graduado. ¡Se dice pronto! Pero no es el único: Marke Andrews, joven crítico del Vancouver Sun, considera que This is Spinal Tap, el divertido mockumentary de Rob Reiner, merece también ese honor. Otros críticos eligieron Heimat, la estimable serie de películas de Edgar Reitz, acaso influidos por el hecho de que la obra había sido presentada en Venecia apenas cuatro años antes.
De la insalvable dificultad que comporta elegir las diez mejores películas de la historia, sin embargo, me ocuparé otro día. Si traigo hoy a colación el asunto de las listas es porque mi amigo Juan Francisco Ferré me invitó hace un par de meses a participar en su encuesta anual sobre el mejor cine del año, que en esta ocasión sugería complementar con una lista con las mejores películas de la década. Asumí la tarea con gusto; sentarse a elegir permite repasar lo que se ha visto y establecer comparaciones. En los últimos años, no obstante, se ha puesto de manifiesto que una parte de la divergencia en el juicio de los espectadores tiene por causa el desorden de la oferta, que durante la pandemia se ha exacerbado si cabe un poco más. No está claro quién ha visto qué, o cuándo, ni dejando de ver qué cosas. Hasta entrado el mes de enero, por ejemplo, no pude disfrutar de Lover’s Rock, la mejor con diferencia de las películas para TV que forman la serie realizada por Steve MacQueen sobre la amarga peripecia de la minoría afrocaribeña en el Reino Unido y, como decía un lector de Sight & Sound en una carta a la revista, la única que soportaría sin inmutarse el paso a la pantalla grande.
Igualmente, solo tuve acceso a First Cow —el excelente western de Kelley Richardt— gracias a la ventana de oportunidad abierta por Filmin durante alguno de esos festivales que se han refugiado en las plataformas digitales para con ello mantener una mínima continuidad hasta que regrese algo parecido a la vieja normalidad. Y así como no tenía dudas de que se trataba de una de las mejores películas de 2020, ¿merecía incluirse en la relación de las mejores películas de la década? Diría que sí, pero, ¿no se beneficiaba de su cercanía, igual que resultaban perjudicadas películas que había visto a comienzos de la década y a las que no había regresado? Lo cierto es que quien desee hacer una lista rigurosa debería dedicar un par de semanas a ver de nuevo las 100 películas que más le hayan interesado durante la década, a razón de unas 10 por año, para a su vez a una relación definitiva de 10 o 20. Hay que tener mucho tiempo libre o recibir dinero de un mecenas para entregarse a ese ejercicio. Existe una alternativa, claro, por la que optan algunas publicaciones: hacer listas de 100 películas. Pero lo que se gana en inclusividad se pierde en capacidad de discriminación; más que practicar el juicio estético, acaba uno enumerando.
Y es que hacer listas, cuando se elaboran por placer personal o curiosidad analítica, requiere de cierta disciplina. Por una parte, como se ha dicho, es necesario cubrir mucho terreno: solo puede afirmar que X es la mejor película de la década quien está familiarizado con Y y Z, igual que nos dice poco de alguien que proclame la superioridad de García Lorca sobre el resto de poetas españoles si solo ha leído a García Lorca. Por lo demás, no basta con ver cine norteamericano ni limitarse al occidental. Pero, salvo contadas excepciones, uno termina ciñéndose a las obras que llegan a los circuitos internacionales: festivales, estrenos, ediciones en DVD o Blu-Ray. Superado razonablemente este obstáculo, se plantean otras preguntas: ¿han de incluirse las mejores películas, más bien nuestras favoritas, o quizá las que entendemos como más relevantes del periodo? ¿Y no habría de hacerse un esfuerzo para aumentar la representatividad de las distintas cinematografías, de tal manera que, por ejemplo, no incluyamos siete películas norteamericanas y tres del resto del mundo? Ya que han de dejarse fuera muchas películas que se consideran valiosas, tal vez se pueda asignar a las incluidas una cierta función sustitutiva. Así que si se nos pide elegir las diez mejores películas de la historia, no tendría sentido incluir tres del género musical norteamericano; igual que la calidad del cine asiático no debería llevarnos a incluir en la relación de la década un número sobreabundante de ellas.
Resulta más difícil evitar que la concepción que uno tenga del cine o su idea de lo que resulta valioso condicionen la selección. Aficionado como he sido a los cómics de Marvel y DC, por ejemplo, las películas basadas en ellos no tienen a mis ojos el menor interés y de ahí que este tipo de cine no ocupe entre mis preferencias lugar alguno; habrá quienes tengan estos filmes en alta estima y sean capaces de distinguir sus infinitos matices semánticos. En la crítica anglosajona, por lo demás, viene siendo muy frecuente que el valor artístico del cine reciente se mida no ya de acuerdo con criterios estéticos, sino morales: la exigencia de que la industria sea diversa o encarne valores morales determinados lleva a veces a ensalzar obras cuyo mérito «visibilizador» no se corresponde con sus méritos creativos. Por ejemplo, ¿no se ha sobrevalorado Casa ajena, film británico de terror poscolonial, en atención al tema que aborda? Más logrado me parece Atlantics, de la franco-senegalesa Mati Diop, que emplea una estrategia dramática similar con mejores resultados; aunque habrá que ver cuál ocupa esta película en nuestra memoria dentro de cinco o diez años. Pasa a menudo en los festivales: hay películas que impresionan solo porque ponen fin a una sucesión de fiascos. Este tipo de distorsiones del juicio son por lo demás inevitables; quizá lo único que pueda hacerse para combatirlas sea tenerlas presentes.
En definitiva, hacer listas es imposible. Y sin embargo, es necesario hacerlas: ordenan la conversación, permiten discutir sobre el valor de las obras, facilitan las comparaciones. Para colmo, son muy entretenidas. Se trata de un gozo doloroso: elegir es excluir.
Para que nos vayamos conociendo, reproduzco a continuación la lista de las mejores películas de la década que elaboré para el amigo Ferré. Me atreví a fijar un orden, aunque a partir de la quinta o sexta posición la jerarquía tiene poco sentido. Y aunque se la envié sin comentarios adicionales, incluyo aquí algunas líneas sobre cada elección.
- Toni Erdmann (Maren Ade, 2016). Esta película me cautivó desde que la vi en el Festival de Cine de Sevilla, que la trajo después de su éxito en Cannes; escribí sobre ella por extenso en otro lugar. La pongo en primer lugar porque hacer una comedia perfecta, que resucita la tradición de la screwball en un contexto centroeuropeo, planteando cuestiones morales y políticas del máximo interés y aprovechando para ello el recurso isabelino de la doble identidad, es más difícil que hacer otro tipo películas; yo, al menos, lo encuentro más meritorio.
- Mad Max Fury Road (George Miller, 2015). Este colosal blockbuster es un perfecto ejemplo de la importancia que tiene la sala de cine: ver esta película en la televisión de casa, por grande y plana que sea, no tiene nada que ver con hacerlo en una sala de grandes dimensiones con un sonido —gran clave del cine moderno— que nos ensordece. Aventura distópica puesta al día, Mad Max Fury Road es un prodigio de ritmo y planificación, un espectáculo total donde además se crea una fantasía mitológico-política convincente y atractiva.
- The Master (Paul Thomas Anderson, 2013). Pocos días después de enviar mi lista, vi de nuevo El hilo invisible y me pregunté si no había hecho mal al decantarme por la otra gran obra de Paul Thomas Anderson (sin desmerecer su adaptación de Thomas Pynchon, Vicio propio, que brilla sobre todo cuando en la evocación del amor perdido del protagonista). A decir verdad, es imposible elegir entre ambas; la preferencia por The Master puede justificarse por su exploración de la mitología norteamericana y por la gran interpretación del desaparecido Philip Seymour Hoffman.
- Tabu (Miguel Gomes, 2012). De esta película me ocupé también en su momento y sigue pareciéndome un inmaculado ejercicio de exploración formal, que se pregunta por el cine mismo, sin perder de vista que se nos está contando una historia llamada a provocar emociones en el espectador; en este caso, un trágico romance colonial evocado por una anciana que vive en Lisboa y quizá sueña o inventa lo que estamos viendo.
- Shame (Steve McQueen, 2011). He aquí una ficción que quizá no podría estrenarse ya hoy: la historia de un adicto sexual neoyorquino que se entrega a los placeres carnales, movido por la desesperación provocada por un oscuro pasado de abusos domésticos. Al igual que en Hunger, que la precede, McQueen echa mano de Michael Fassbender para estudiar los excesos del cuerpo, en este caso la huida hacia delante de alguien incapaz de mantener una relación amorosa ordinaria y demostrando en todo momento un talento visual considerable.
- Melancolía (Lars von Trier, 2011). El cineasta del exceso empezó la década jugando fuerte con la primera entrega de su denominada «trilogía de la depresión» (compuesta también por Anticristo y Nimphomaniac), que también es la mejor de todas ellas: un angustioso relato que se pregunta cómo nos comportaríamos si el mundo hubiera de terminarse. Von Trier echa mano de Wagner y, sin embargo, no pierde los papeles: el título de la película refleja bien el tono de una narración bañada en tonalidades grises y donde la desesperación—ese planeta que se acerca a la Tierra es figura de la muerte que cada día se acerca un poco más a nosotros— es casi muda y nunca histérica.
- El irlandés (Scorsese, 2019). Scorsese nunca para y entre 2013 y 2019 nos ha entregado tres obras mayores: la trepidante El lobo de Wall Street, la meditativa Silencio y la fúnebre El irlandés. Tenía 71 años cuando estrenó la primera y 77 con la tercera; los teóricos de la obra tardía tienen trabajo con él. El irlandés es una película imperfecta: la tecnología de rejuvenecimiento funciona de aquella manera y la trama sobre Jimmy Hoffa es un invento cuestionable. Pero la potencia de su hora y media final es inigualable, anticipada desde mitad de la película por la mirada acusadora de Anna Paquin en el papel de la hija del mafioso: una escenificación del paso demoledor del tiempo que insinúa una reflexión amarga del propio Scorsese sobre el cine de gángsters que tantos éxitos le ha granjeado.
- Nader y Simin, una separación (Asghar Farhadi, 2011). Esta película se sitúa en el centro de un trío de ases que completan A propósito de Elly y El pasado, todas ellas inscritas en la rica tradición del cine iraní que tiene en Abbas Kiarostami a su más eximio representante. Sostenido por interpretaciones brillantes, Nader y Simin plantea un conflicto moral insalvable entre dos personajes que operan bajo la mirada de las autoridades y juega con el espectador ofreciéndole distintos puntos de vista, además de una sutil —casi tramposa— dosificación de la información disponible.
- Once Upon a Time in Hollywood (Quentin Tarantino, 2019). Tarantino deja a un lado la violencia adolescente que había minado sus películas recientes (Malditos bastardos, Django desencadenado, Los odiosos ocho) y nos entrega una evocación autobiográfica indirecta sobre Los Ángeles en los años 70, centrándose en el mundo de la televisión y de la serie B a través de la amistad casi fordiana entre un aspirante a estrella y su asistente personal, todo ello en la antesala de los crímenes de la familia Manson que pondrían fin al sueño del hippismo. Y aunque el recurso a la fabulación contrafáctica del desenlace es discutible, funciona mejor que en Malditos bastardos porque aquí tiene más sentido: el cine puede ser una fantasía escapista y para Tarantino nunca ha dejado de serlo.
- Los Hermanos Sisters (Jaques Audiard, 2018). He aquí una película de la que se ha hablado menos de lo que merece: un western formidable al que hay que empezar por agradecer que mantenga el pulso de un género ineludible, al que además realiza contribuciones significativas. Hasta donde yo sé, el universo del Oeste jamás se había cruzado explícitamente con la aspiración de los socialistas primitivos a construir falansterios donde vivir al margen de la sociedad capitalista. La película también se suma a la restringida lista de westerns que contienen una escena localizada en una playa del Pacífico y se beneficia del talento visual de Audiard, que brilla en unos paisajes magníficos.
- El hijo de Saúl (Laszlo Nemes, 2015). Obra controvertida sobre la experiencia de un preso en un campo de exterminio nazi, bendecida sin embargo por el mismísimo Claude Lanzmann, El hijo de Saul es otra película que debe verse al menos en el cine: allí es donde se aprecia la brutal eficacia del método del director húngaro, consistente en pegar una cámara el protagonista y seguirlo allá donde va, dejándonos ver lo que él mismo ve y confundirnos un poco más de lo que él se confunde. Así que nos movemos a tumbos hasta el estallido final de violencia: la masiva ejecución a tiros de los judíos provoca la revuelta desesperada de los presos.
- Holy Motors (Leos Carax, 2012). El enfant terrible del cine francés sorprendió a propios y extraños con esta película hipnótica, homenaje al cine como artefacto fantástico y defensa de la ficción como mecanismo de defensa ante las agresiones del prosaísmo. Denis Lavant está superlativo en el papel de un trabajador de la fantasía y la aparición de Kylie Minogue da lugar a una maravillosa escena musical en un edificio abandonado.
- La ceniza es el blanco más puro (Jia Zhang-Ke). La pujanza del cine chino es indudable y esta apasionante historia de mafia y amores rotos en el contexto de una sociedad en estado de acelerada y desigual transformación solo es una de las posibles inclusiones en la lista. El autor de Carterista y Un toque de violencia sigue privilegiando los escenarios de provincia, escrutando el impacto de la modernización sobre unos personajes que parecen siempre al borde de la anomia y, sin embargo, se las apañan para salir adelante.
- Gran Budapest Hotel (Wes Anderson, 2014). Supremo estilista, amante del detalle y narrador dotado para la captación de la extravagancia a una velocidad digna del cine de los años 30, Wes Anderson creó esta memorable fantasía en la que Zweig se encuentra con Lubitsch en una Europa multicolor, llena de aristócratas y buscavidas, que transita de la fanfarria del Imperio Austrohúngaro a la lobreguez de las repúblicas comunistas.
- El libro de imágenes (Godard, 2018). El eterno Godard, que ha cumplido ya los 90 años, sigue trabajando en su moviola casera y sorprendió a todos con este vigoroso filme-ensayo, que entronca con su monumental Historia(s) del cine e incluye una estimulante reflexión visual sobre el orientalismo. Su cierre, donde su voz carraspeante manifiesta la voluntad de seguir trabajando hasta el final mientras vemos el final del relato de Maupassant sobre el bailarín enmascarado tal como lo filmase Max Ophüls, es inolvidable. Hablé de la película aquí.
- Un asunto de familia (Hirozaku Koreeda, 2018). Ganadora en Cannes, esta fábula moral de Koreeda se caracteriza por no ofrecernos lección moral alguna: al contarnos la historia de un matrimonio humilde que se dedica a recoger niños descarriados en Tokyo, el director japonés empieza por sugerir que los vínculos familiares no son una cuestión de sangre y termina arrojando una densa sombra sobre lo que hemos visto cuando, en un asombroso tramo final, revela la verdadera procedencia de esos niños adoptivos.
- Like Someone in Love (Abbas Kiarostami, 2012). Poco se ha hablado de esta película enigmática, cierre a la carrera esplendorosa de Abbas Kiarostami en un lugar tan inesperado como Japón: allí se desarrolla un peculiar triángulo amoroso o cuasi-amoroso (de ahí la ambigüedad del título) formado por una estudiante de sociología que ejerce de escort, un anciano profesor interesado en hablar con ella y un mecánico que querría desposarla. La información se dosifica sabiamente y el final es tan misterioso que resulta difícil saber lo que ha pasado.
- Eden (Mia Hansen-Love, 2014). Esta es una de las dos películas de Mia Hansen-Love que podían estar sin dificultad en esta lista: la otra es El padre de mis hijos, cuyo aparente protagonista se pega un tiro a mitad de metraje. Eden es otra cosa, aun sin dejar de encarnar las constantes del cine de la directora francesa: la peripecia de un joven DJ parisino de la escena house de los años 90 que pasa del anonimato al éxito. Lo que cuenta no es el tema, claro, sino el planteamiento de Hansen-Love, que relata la historia con su habitual elegancia casual al ritmo de banda sonora imponente y con una aparente ligereza que no es superficialidad, sino pura gracia.
- Phoenix (Christian Petzold, 2014). Con esta película, el director alemán completó una de las mejores variaciones recientes sobre el tema de Vertigo: un hombre quiere traer de vuelta a su mujer desaparecida, una judía en la Alemania de la II Guerra Mundial, sin percatarse de que la tiene al lado. A los sones de Speak Low, la maravillosa canción de Kurt Weil sobre la fugacidad del amor, se revelará una verdad trágica que la memorable interpretación de Nina Hoss contribuye a hacer creíble.
- Un sol interior (Claire Denis, 2017). Aunque la gran Claire Denis ha firmado películas excelentes a lo largo de la década, como High Life o Los canallas, me quedo con esta adaptación del ensayo de Roland Barthes Fragmentos de un discurso amoroso: una tarea imposible de la que Denis sale triunfante hablándonos con inteligencia de la dificultad del amor en la edad tardía. En un gesto audaz que nos recuerda el final superlativo de Beau Travail, el filme acaba de manera sublime: presenciamos la conversación íntima que mantienen en un coche dos personajes a los que no hemos visto antes, como si otra película estuviese comenzando, hasta que descubrimos que uno de ellos (Gerard Depardieu) es consultor sentimental de la protagonista (Juliette Binoche), con la que mantiene una sublime conversación que sigue en marcha cuando se enciende la luz.
Es obvio que faltan muchas películas, pero todas no cabían: Los exámenes, Cold War, Ema, Martin Eden, Lázaro feliz, Snowpiercer, Lover’s Rock, Ema, El caballo de Turín, Zama, La La Land, The Deep Blue Sea, Amante por un día, Burning, Spring Breakers, Western, Largo viaje hacia la noche, A ghost Story, Ultimo tren a Busan, Under the Skin, Dragged across concrete, Richard Jewell, The Souvenir, La Gomera, An Elephant Sitting Still, El lago del ganso salvaje, Somewehere, First Cow… Y falta, claro, Twin Peaks 3, un producto televisivo que merece aparecer aquí como hors de categorie. En España, me quedo con La isla mínima, La reconquista, La academia de las musas e Historia de mi muerte.
Esta abundancia, que tantas horas de placer nos ha dado, es un signo de la vitalidad del medio y de la densidad creciente del mercado internacional. Habrá que ver con qué nos encontramos dentro de diez años, cuando llegue el momento de hacer otra lista imposible.