De Hitler a Lombard
«Riefensthal: una berlinesa que por entonces contaba apenas 32 años y sometió a su control a una intimidante masa de nacionalsocialistas, incluyendo a Hitler y sus lugartenientes»
Aunque su nombre no siempre sale a relucir cuando se habla de directoras de cine, la alemana Leni Riefensthal fue responsable de la película más imponente jamás filmada por una mujer: aquel Triumph des Willens que mostraba al mundo el congreso del Partido Nazi celebrado en Núremberg, donde se congregaron 700.000 miembros o simpatizantes de la formación nacionalsocialista, allá por 1934. No en vano, el crítico David Thomson establece una seductora comparación entre el fascismo de Riefensthal y la vocación autoritaria de cualquier director de cine, llamando la atención sobre el hecho de que la verdadera voluntad triunfante sea aquí la de Riefensthal: una berlinesa que por entonces contaba apenas 32 años y sometió a su control a una intimidante masa de nacionalsocialistas, incluyendo a Hitler y sus lugartenientes.
Es una película que merece verse y conviene ver, que son cosas distintas. Merece verse porque es un espectáculo visual de primer orden, que cuenta con una prodigiosa puesta en escena y nos pone delante la inquietante belleza de las masas en movimiento. Y conviene verla, además de por su interés histórico, para conocer el poder persuasivo que llegó a alcanzar la propaganda política que se dirigía a las otras masas: aquellas que escuchaban por la radio los discursos de Hitler y que acudieron al cine a ver El triunfo de la libertad después de su estreno en Berlín en marzo de 1935; en dos meses, la película había recaudado el equivalente a tres millones de euros de hoy. Siete años después del nacimiento oficial del cine sonoro, aunque veinte después de que Griffith dirigiese la controvertida El nacimiento de una nación, el nuevo arte de la imagen en movimiento se ponía al servicio de la causa nacionalsocialista. En nuestro propio tiempo, saturado de pantallas, las películas carecen de esa vieja potencia. Hay que ponerse en la piel de un ciudadano alemán que acudiese a una sala de cine para ver este falso documental en pantalla grande: la impresión había de ser vivísima, euforizante o aterradora según los casos y tal vez transformadora.
Digo «falso documental» no porque todos los documentales tengan algo de falsedad, sino porque Riefensthal participó de lleno en los preparativos del congreso nazi diseñando su puesta en escena: el impacto de la película en el mundo entero tenía, al fin y al cabo, mayor importancia que la impresión causada en asistentes y testigos. Un equipo de 150 personas y hasta 36 cámaras se pusieron a su disposición y no cabe duda de que Riefensthal cumplió con creces con el encargo de los jerarcas nazis. Sin duda, la película tiene momentos tediosos y va de más a menos, lastrada en su parte final por la excesiva duración del desfile militar por las calles de Núremberg. Pero esos altibajos, que quizá no fueran sentidos como tales por el público alemán de entonces, se ven compensados por la fuerza prodigiosa de muchas otras secuencias. Me limitaré a mencionar las dos mejores, que ponen a la vez de manifiesto el genio de la joven Riefensthal y la capacidad del cine para subyugar a sus espectadores; al menos, claro, mientras estos tienen delante la pantalla: si la hipnosis perfecta fuese posible, hace tiempo que viviríamos en una dictadura eterna y, por mucho que se empeñase Debord con su sociedad del espectáculo, afortunadamente no es el caso.
El triunfo de la voluntad tiene un comienzo memorable: suena una música solemne, vemos nubes, estamos a bordo de un avión. El aparato empieza su descenso sobre una ciudad de picudos tejados medievales, proyectando su sombra sobre ellos; una sombra que la cámara alcanza a captar bajo el intermitente sol bávaro. Cuando el avión aterriza, la multitud congregada en el aeródromo saluda con fervor; un rubicundo Hitler, que tenía entonces 45 años, baja del avión seguido del enjuto Goebbels. El Führer se sube entonces a un coche descubierto con el que recorrerá las calles de la ciudad, uniformado y erguido, respondiendo al saludo nazi de los alemanes que llenan las aceras: mientras ellos extienden el brazo, Hitler compone un ángulo de noventa grados con el antebrazo y echa la mano hacia atrás con un punto de languidez; pasar el día saludando debía de resultarle agotador. Lo sorprendente es que los espectadores hacemos todo este trayecto con Hitler, justo detrás de él, con la cámara situada en un ángulo impecable que nos permite verlo saludar a la muchedumbre; cuando vemos un plano del coche desde otra posición, sin embargo, la cámara no aparece por ninguna parte: un sorprendente truco de la directora. Hay un momento en que el coche se detiene, porque una mujer avanza con su hijo en brazos hacia el Führer para entregarle un ramo de flores. Hitler baja del coche a saludarla y hacer carantoñas al hijo; vemos la mirada de la mujer llena de admiración y nos preguntamos si ella y su hijo sobrevivieron a la guerra que estallaría apenas cinco años después. El sol cae sobre ambos, Hitler reanuda su camino entre manos levantadas hacia el cielo y, como señala Thomson, la escena parece sacada de un noticiero cuando es a todas luces un movimiento calculado y ensayado: la ficción que se disfraza de historia.
Más tarde, acudimos al Zeppelinwiese, el aeródromo para zepelines, un espacio exento de grandes dimensiones donde Hitler se dispone a pasar revista a 52.000 miembros del llamado Servicio Imperial del Trabajo. Su dirigente, Konstantin Hirl, acompaña al Führer al podio y le comunica a plena voz que los trabajadores están listos para su inspección. Hitler, hablando siempre a cierta distancia de los micrófonos, se dirige a ellos para manifestar su satisfacción y señalarles como el fundamento de una nueva Alemania cuyos jóvenes habrán de pasar forzosamente por la organización. Y entonces ocurre algo inesperado, que un montaje virtuoso transmite con ritmo preciso: un oficial pregunta con dicción precisa: «Camarada, ¿de dónde vienes?», y distintos miembros del cuerpo van respondiendo con la mención de su lugar de origen: «¡De Frisia! ¡De Baviera! ¡De Pomerania!». Al terminar esta enumeración, todos —son muchos— cantan marcialmente: «¡Un pueblo, un Führer, un Reich, una Alemania!». Siguen breves planos sucesivos del rostro de Hitler, del águila, de la bandera con la insignia nazi. Y empieza un diálogo entre el oficial y la masa de los trabajadores: cuando el primero da pie diciendo «trabajamos todos juntos», un grupo de trabajadores le responde «en los pastos», mientras otro grupo añade «en las canteras»; luego otro dice «plantamos árboles», y el coro abunda: «¡miles de árboles!», todo ello mientras la cámara pasa de los primeros planos a los planos de grupo, hasta que suenan unas trompetas y todos cantan, acompañados por la música, una breve canción a la que ponen fin unos solemnes tambores. El oficial que hace las veces de portavoz del colectivo explica al Führer que ellos nunca pudieron luchar en las trincheras «ni oír la explosión de las granadas», pero pese a todo son soldados. «¡Con nuestros martillos, nuestras hachas, nuestras palas!», le secundan. Suenan entonces unas trompetas fúnebres, se alzan los brazos para saludar y se evocan solemnemente los escenarios trágicos de la Gran Guerra mientras las banderas nazis van descendiendo ritualmente hasta el suelo: «Verdún, el Some, el Danubio, Flandes». Los soldados tienen una mirada decidida; llevan palas en lugar de rifles. Se oye una voz: «¡Camaradas que caísteis en combate!»; redoble de tambores; primer plano del oficial de voz intachable, que grita junto a sus compañeros: «¡No estáis muertos, estáis vivos! ¡Sois Alemania!» Y entonces, solo entonces, Riefensthal nos entrega el plano de conjunto del que nos había estado privando, intercalado con la mirada de Hitler, que ofrece un breve discurso final en el que enfatiza su orgullo y el orgullo de toda Alemania. El espectador se ha quedado boquiabierto.
Aunque Riefensthal manifestó en muchas ocasiones que había pecado de ingenuidad con el nazismo, cosa no del todo descartable si tomamos en consideración la enorme cantidad de creyentes que acumularon fascistas, nacionalsocialistas y comunistas en su primera hora, su película es un poderoso instrumento de persuasión al servicio de la siniestra causa: confusión entre el Führer, el movimiento, el Estado y el partido; llamamiento a la homogenidad cultural y étnica; exhibición de unidad popular y liderazgo carismático; reivindicación de la patria que se levanta orgullosa tras la humillación inflingida por los aliados en Versalles; vocación de limpieza y orden tras el fracaso de Weimar; necesidad de disciplina y moralidad; disolución del individuo en el conjunto nacional y popular, subordinado a su vez al movimiento y a su líder; exaltación de la fuerza y de esa voluntad a la que se alude en el título. Todo ello transmitido a través de las imágenes y los símbolos, que refuerzan en este Triumph el mensaje explícito —pero astutamente vaciado de antisemitismo— de los líderes nazis que suben al estrado a leer sus respectivos discursos sin que ninguno de ellos posea el magnetismo dramático de su jefe supremo; el mismo que parece abrazarse a sí mismo, con gesto convulso, cuando el público le aclama.
Desde luego, este Triumph no es la única conexión entre cine y nazismo, aunque sí la más explícita. Recordemos que Lotte Eisner arguyó en su conocido ensayo La pantalla diabólica que el expresionismo cinematográfico, característico del cine mudo alemán, se alimentó de los mitos románticos y constituyó la respuesta de una sociedad abrumada por el colapso del imperio y el fracaso de la república democrática, llamando a su vez la atención sobre los préstamos estéticos de Riefensthal en su vocación idealizadora y monumentalizante. Por su parte, Sigfried Kracauer se valió del marxismo y el psicoanálisis para establecer en su monografía De Caligari a Hitler un vínculo causal entre el expresionismo alemán y el ascenso del nazismo. La premisa de Kracauer es que los filmes populares satisfacen deseos reales de las masas, si bien estos serían no tanto credos explícitos como estratos más o menos inconscientes de la mentalidad colectiva. Desde este punto de vista, El triunfo de la voluntad sería la condensación y explicitación de esas tendencias, que pueden ser psicológicas o culturales pero llegan a ser políticas; con la mediación de la estética, la realidad social alemana —subraya Kracauer— es adulterada y puesta al servicio de una causa. De ahí la incomodidad que causa el film, según Kracauer; la demencia que, para Eisner, traslucen sus imágenes. Tal vez por eso la plataforma YouTube ha decidido prohibirlo, entendiendo que una película en blanco y negro de 100 minutos de duración puede ser aún hoy peligrosa; aunque quizá con ello solo logren reforzar su atractivo.
Después de entrar en contacto con este mundo claustrofóbico y unanimista, ningún antídoto se antojó mejor a este aficionado que ver por enésima vez la que naturalmente es mejor comedia de todos los tiempos: Ser o no ser. La edición disponible en mi poder constituía un aliciente adicional, ya que la versión publicada por Criterion en Blu-Ray en el año 2013 presenta una versión restaurada digitalmente en 2K. No recuerdo cuántas veces he visto esta película en versiones deficientes y televisores pequeños, antes de que los proyectores de cine llegasen al público generalista; que el cine clásico haya sobrevivido a las condiciones en que debía verse fuera de las salas para las que nació es testimonio suficiente de su valor. Cuestión distinta es si ese público seguirá estando ahí en la era Netflix; es posible que este lenguaje rico y sutil se haga incomprensible para la mayoría de los nativos digitales. Si así sucediera, ni siquiera sabrían lo que se están perdiendo; no sabe uno si eso es un consuelo o parte de la desgracia.
Ernst Lubitsch, berlinés judío e hijo de un sastre, dedicó su vida a confeccionar un cine sofisticado e inteligente que celebraba la alegría de vivir y la apertura esencial de la existencia. Aunque murió con apenas 55 años, víctima de un corazón débil, tuvo tiempo de ser una estrella en Alemania y en Hollywood, de dominar el lenguaje del cine mudo y de adaptarse con éxito a los talkies. Rodó cine histórico de tipo épico, se llevó a John Barrymore a las Montañas Rocosas para hacer un drama alpino, adaptó el Wilde de El abanico de Lady Windermere sin apenas intertítulos, filmó encantadoras operetas musicales en los primeros años del sonoro y dio forma a la comedia inteligente de los años 30 cultivando un estilo distinto al screwball del maestro Hawks. Fue un perfeccionista que incluso tomaba parte en el diseño de vestuario, aunque solía llevarse bien con los actores (si bien se peleó con la poderosa Mary Pickford) y les dejaba un cierto margen para la improvisación. Fundó una asociación para la recepción y asimilación de los profesionales del cine emigrados a Hollywood tras el estallido de la II Guerra Mundial, aunque él mismo había aterrizado allí —como tantos otros compatriotas, entre ellos el mismísimo Murnau— antes de la llegada del nazismo al poder: pese al poderío de la UFA y al esplendor dell cine alemán de entreguerras, pocos se tomaban la llamada de Hollywood a la ligera. Hay razones para afirmar, incluso, que Lubitsch fue el emigrado alemán que más rápidamente se adaptó a la dream factory californiana, donde pronto se hizo un nombre –sobre todo en la Paramount, donde tuvo una riña importante con Josef von Sternberg— hasta el punto de ser uno de los primeros directores cuyo nombre aparecía destacado en la publicidad de los estudios. De hecho, se ha afirmado que Ninotchka (1939) y Ser o no ser (filmada en 1941, antes de la entrada de Estados Unidos en la guerra, estrenada en 1942) son películas que Lubitsch solo pudo sacar adelante gracias a la fuerte presencia de actores y técnicos de la emigración: de Greta Garbo a Felix Bressart o Bela Lugosi, pasando por los músicos Werner Heymann y Miklos Rozsá, el productor Alexander Korda o el director de fotografía Rudolf Maté. Ya se sabe que el Hollywood clásico no tuvo nunca nada de americano; o bien que, en su promiscuo mestizaje, lo tuvo todo.
Hay que tener en cuenta que del nazismo apenas se habló en Hollywood de manera explícita hasta que Estados Unidos entró en la contienda mundial tras el ataque japonés a Pearl Harbour; entre otras cosas, porque el mercado alemán era jugoso y ningún estudio quería sufrir las consecuencias de perder comba en él. Solo la Warner Brothers, impelida por la conciencia antinazi de sus fundadores, hacía esfuerzos por denunciar de manera más o menos oblicua la peligrosidad del hitlerismo: ahí tenemos al Bogart que entra a formar parte de una organización de «patriotas» americanos, dedicada a la caza del extranjero, en Black Legion (1937). Hay alguna otra excepción, como The Mortal Storm (1940), donde Frank Borzage se lleva a James Stewart y Margaret Sullavan (que son pareja en la excepcional El bazar de las sorpresas, de Lubitsch) a una localidad alpina donde los vínculos sociales se resquebrajan tras el triunfo electoral del nazismo. Pero el enfoque de estas películas, orientadas hacia la denuncia solemne, nada tiene que ver con Lubitsch, quien sería fiel a sí mismo planteando la crítica del totalitarismo en el terreno de la sátira: dirigida contra el comunismo en Ninotchka y contra el nazismo en Ser o no ser (Wilder se reiría de ambos a la vez en Un, dos, tres). Aunque el nazismo asoma en la primera de estas dos obras mestras durante un momento memorable: cuando los tres comisarios comunistas llegan a la estación de tren en París, creen que su enlace es un señor de mediana edad y barba poblada, pero éste se encuentra de golpe con su mujer y ambos hacen el saludo nazi… siendo parte sutil del chiste el hecho de que el fanatismo político lleve a un matrimonio a reencontrarse de esa manera.
Algunos han reprochado a Lubitsch que se refugiara en un mundo cosmopolita de aristócratas y parvenus donde se vive de manera chispeante, como en una burbuja separada del turbulento mundo social de los años 20 y 30. Hay algo de eso, claro; su mundo no es exactamente el mundo del realismo social. Pero sería un error deducir de ahí que Lubitsch ignoraba la realidad existente más allá de la pantalla, o concluir que se prestaba a construir un trampantojo ideológico para el mantenimiento del status quo: sencillamente, este judío berlinés quería dar forma a su propia realidad y afirmar en ella el valor de la ironía, la elegancia y las buenas intenciones. Todo, incluido el robo, se hace en su cine con una sonrisa; las lágrimas se enjugan con cierta facilidad y el optimismo se revela como una fuerza creadora. No obstante, la realidad política pasó a formar parte de su cine a finales de los 30 y comienzos de los 40: en la deliciosa Cluny Brown aparecen, por ejemplo, la resistencia al nazismo y la crítica del sistema británico de clases.
Sin embargo, Ser o no ser es otra cosa. La sucia realidad irrumpe aquí con mayor fuerza que en ninguna de sus películas, aunque sea bajo los términos dictados por Lubitsch: reacio a toda solemnidad, nuestro berlinés quiere ridiculizar a los nazis y mostrar humorísticamente la superioridad moral de aquello que los nazis quieren hacer desaparecer. Es sabido que la película no cosechó demasiado éxito en taquilla, centrado como estaba ya el público norteamericano en el esfuerzo bélico y la propaganda patriótica, ni el aplauso de una crítica que fue incapaz de comprenderla. Así que esta comedia perfecta, que puede verse una y otra vez sin que se agoten sus matices, fue despreciada en el momento de su estreno: he aquí un motivo para que nadie piense jamás que se ha dicho la última palabra sobre una obra de arte.
Su argumento no puede resumirse fácilmente. Pocas películas hacen un empleo tan exhaustivo del tiempo del que disponen —apenas hora y media— para introducir tal cantidad de matices y giros argumentales, con la peculiaridad de que la mayoría de ellos son variaciones de los anteriores, de tal manera que la historia va construyéndose sobre sí misma. Lo primero que vemos es a Hitler pasear por Varsovia, mientras una voz en off se pregunta cómo es eso posible cuando la Alemania nazi tiene a Polonia bajo amenaza de invasión: un rápido flashback nos lleva a una oficina de la Gestapo, donde un niño es interrogado suavemente sobre las simpatías políticas de su padre. Aparece aquí ya un recurso cómico que será explotado durante toda la película: el saludo nazi, acompañado del consabido Heil Hitler!, utilizado por los personajes para salir de situaciones apuradas. En este caso, lo emplea un oficial cuando se sospecha de su fidelidad política, momento en el cual se anuncia la entrada del Führer, quien memorablemente responde: «Heil Myself!». Es el mismo Hitler que acabamos de ver en la calle, pero oímos a alguien que fuera de plano le grita «¡No, no, no, eso no está en el libreto!». Se trata del director de una compañía teatral que ensaya Gestapo, una nueva obra, mientras representa Hamlet. Para demostrarle que su Hitler es creíble, el actor se lanza a las calles de la capital polaca, donde una multitud se arremolina a su alrededor… hasta que una niña le pide un autógrafo.
En esta escena inicial se presenta a la compañía, incluidos los actores principales: el vanidoso Josef Tura (un memorable Jack Benny) y la no menos vanidosa Maria Tura (la inolvidable Carole Lombard, que ya había encarnado a una actriz en esa extraordinaria y feroz comedia que es Twentieth Century, de Howard Hawks, y que moriría antes del estreno de Ser o no ser, con apenas 32 años, cuando se estrelló cerca de Las Vegas el avión en que viajaba con la misión de vender bonos de guerra). Ambos serán los motores de la acción, junto con el joven aviador polaco Sobinski (Robert Stack) y el resto de la troupe teatral, que incluye a un meritorio (Felix Bressart) que sueña con hacer de Shylock («todo lo que hacemos es pasear una lanza»). Antes incluso de que estalle la guerra, se plantea ya un triángulo amoroso —mecanismo favorito de Lubitsch— formado por los dos Tura y el teniente polaco, que corteja a la famosa actriz. Ambos se ven en el camerino durante el soliloquio del Hamlet que interpreta el marido, traumatizado ante el hecho de que alguien pueda dejar su butaca cuando él empieza su declamación. Aquí hay otro chiste insuperable: cuando Josef Tura, libro en mano, se acerca al borde del escenario, el apuntador le susurra… las líneas más famosas de la historia del teatro: «To be or not to be». Pero cuando acaba una de esas representaciones, llega la noticia de que Hitler ha invadido Polonia: se prohíbe la representación de Gestapo y Sobinski se une al escuadrón polaco de la RAF. Es allí donde descubre la traición del profesor Siletsky (stanley Ridges), agente doble que visitará Varsovia con la intención secreta de acabar con la resistencia antinazi de la capital. Comienza entonces un juego memorable de equívocos y usurpaciones, cuyo propósito es frenar a Siletsky: la tarea recae en la compañía de teatro, que utiliza para ello los medios que le son propios, construyendo escenarios y personajes que hagan posible no ya neutralizar a Siletsky, sino salir vivos del empeño. Todos los nazis con los que la compañía se encuentra son retratados como payasos ineptos, con mención especial para el hilarante capitán Schultz (Henry Victor). Siletsky es la excepción: es verdaderamente peligroso y carece de toda comicidad, como si Lubitsch y su guionista Edwin Justus Meyer quisieran dejarnos ver la atroz realidad del nazismo antes de seguir riéndose de él. La muerte de Siletsky en el teatro, por cierto, demuestra que Lubistch —como Wilder— podía componer secuencias de gran poderío visual si así lo quería.
Para esta compañía de teatro, la creación de una ilusión se convierte en el medio a través del cual puede salvarse la vida: la ficción se entromete en la realidad, obligándoles a hacerse pasar por oficiales de la Gestapo ante los propios nazis, echando mano de uniformes falsos y barbas postizas. Maria Tura debe incluso seducir a Siletsky, o dejarse seducir por él, exhibiendo para ello el punto justo de sensualidad y reserva; nunca estuvo mejor Lombard, que coquetea con el adulterio y sin embargo mantiene una lealtad inquebrantable hacia ese marido —«That great, great Polish actor…»— con el que se entiende a las mil maravillas mediante una suerte de tolerancia irónica llena de double entendres. Pensemos en ese intercambio memorable en que ambos se reprochan mutuamente su vanidad actoral: «¡Si tuviéramos un hijo, no estoy seguro de que yo fuese la madre!», dice Lombard, a lo que Benny replica: «Me conformaría con ser el padre».
Y sí, el peligro es real; cuando rodaban, Lubitsch sabía perfectamente lo que estaba pasando en Polonia. Pero su propósito es ridiculizar a los totalitarios y a los moralistas, preservando la contingencia y la ironía, celebrando la imperfección que es inherente a la vida humana y poniendo delante del espejo nazi el ideal de una forma superior de civilización. Escriben Tavernier y Coursodon en su conocido diccionario del cine americano, refiriéndose al conjunto de la obra de Lubitsch:
«El blanco de sus ataques no es tando la sociedad como una determinada mentalidad, esa incapacidad que muestran ciertos personajes de poder vivir una emoción, una alegría, un sentimiento».
Aplicado a los nazis, como puede comprobarse en El triunfo de la voluntad, esto es sin embargo inexacto: el problema está en el tipo y contenido de las emociones, alegrías y sentimientos que experimentaban los enemigos jurados de la sociedad liberal; humor, ciertamente, tenían poco. Suede que, como ha señalado el dramaturgo británico Peter Barnes en su monografía sobre la película, ni Lubitsch ni sus compañeros de producción podían saber que los aliados terminarían ganando la guerra; en 1941, más bien parecía lo contrario. De ahí que hoy se nos antojen injustas las críticas vertidas contra Ser o no ser por su presunto mal gusto; aunque en una sociedad —la nuestra— que ha hecho del ofenderse un arte, podemos comprenderlo perfectamente. El crítico y ensayista Geoffrey O’Brien ha escrito:
«La victoria que concedió a sus criaturas es la victoria del arte sobre la vida, y fue posible solamente en la medida en que no traicionó en absoluto su propio arte».
Si bien se mira, el director alemán hizo lo que quería hacer, lo que debía hacer, lo que sabía hacer. Es como si Lubitsch respondiera así a la pregunta de si se pueden seguir haciendo películas de Lubitsch después de Núremberg. Y lo cierto es que, desacostumbradamente, respondió a sus críticos. Después de que Bosley Crowther afirmase en el New York Times sobre la película que «llamarla insensible y macraba es quedarse corto», sumándose a muchos otros rechazos, Lubitsch mandó al periódico una jugosa réplica. Allí decía, entre otras cosas, que estaba cansado de las fórmulas convencionales –el drama que lleva a la resolución cómica y viceversa— y que por ello se había planteado hacer una película que no persiguiera resolución alguna y alternase entre distintos tonos en momentos diferentes: «Podríamos llamarla farsa trágica o tragedia farsesca; me da igual, y al público también». Y añadía:
«La película funciona –eso es lo único que cuenta. Así se responde a la pregunta sobre si esta inusual mezcla es exitosa o no. Me recuerda a aquel paciente que se tomó la píldora equivocada y se curó. Sus médicos todavía están convencidos de que, según la ciencia médica, no tenía derecho alguno a recuperar la salud»
Y eso es justo lo que uno siente al ver de nuevo Ser o no ser, tras asomarse al vertiginoso abismo nazi que tan brillantemente llevó a la pantalla Leni Riefensthal: ochenta años después de su rodaje, la película nos proporciona todavía —y lo hará durante mucho tiempo— aire que respirar.